Cada pocos minutos levantaba la mirada para ver si alguien me buscaba, y en una de esas ocasiones me percaté de un caballero de aspecto severo sentado en otra mesa. Sujetaba un periódico, pero era obvio que no lo estaba leyendo. Aunque el hombre iba bien vestido, había algo en la forma en que se había colocado la peluca, en el modo en que le colgaba el abrigo de los hombros y, de forma más llamativa, en el hecho de que llevara gruesos guantes de cuero dentro del café, que lo hacían notorio y extraño. Estaba seguro de que si le quitaba la peluca y le miraba directamente a la cara, vería a alguien a quien ya había visto antes.
Sintiéndome atrevido, y tal vez en exceso animado por una dosis elevada de café del señor Kent, me acerqué a su mesa y me senté y, al hacerlo, reconocí al hombre de inmediato. Reconocí la mirada dura, cruel y estúpida, además del ojo izquierdo que reposaba inútil en un mar de putrefacción amarilla. Él, por su parte, no supo cómo responder a mi asalto directo y fingió seguir leyendo.
—¿Cómo está su mano, señor Arnold? —le pregunté.
Ya no parecía el mismo rufián de quien con tanta violencia había arrancado las cartas de amor de Sir Owen. Se había aseado considerablemente, pero la marca de la vileza aún le manchaba profundamente. Estaba seguro de que no me tenía poco miedo, y su temor tenía razón de ser. Los dos sabíamos que no iba a vacilar en repetir la misma violencia que ya le infligiera una vez.
Intenté recordar si le había apuñalado la mano izquierda o la derecha, porque ésa era la mano que deseaba agarrar. Arnold, sin embrago, se aprovechó de mi instante de reflexión, se puso en pie de un brinco, me tiró una silla para frenar mi avance, y salió corriendo por la puerta. Le seguí, tardando sólo unos segundos más que él, pero esos segundos fueron suficientes para que adquiriese ventaja. Cuando salí a la calle no pude verle por ninguna parte. Como tenía poco que perder, escogí una dirección y corrí, esperando que la fortuna me sonriese, pero no fue así, y después de un cuarto de hora de infructuosa búsqueda abandoné la causa y regresé al café.
Al final me vino bien haber tenido ese frustrante encuentro con el señor Arnold, porque cuando volví, resoplando y desaseado, vi que la moza del café estaba conversando con una joven dama, y oí lo suficiente de lo que hablaban como para saber que le estaba describiendo mi aspecto. De haber entrado esta joven dama en el café y haberme visto esperando, sin duda se hubiera marchado antes de que yo supiese que había venido, pero ahora yo estaba allí de pie, respirando profundamente, sacudiéndome distraído el polvo de la chaqueta, cuando nuestras miradas se encontraron.
Miriam había acudido en respuesta a mi anuncio.
Una extraña relación especular se estableció entre nuestros gestos, y Miriam empezó a frotarse las manos contra los pliegues del vestido. Me miró. Miró a la puerta. Apenas podía albergar la esperanza de huir, pero la idea, como lo hacen las ideas absurdas en momentos de confusión, sin duda le cruzó por la mente.
Le pedí a la chica que nos llevara a un salón privado y nos trajera una botella de vino, y nos retiramos a un despacho pequeño y limpio que ofrecía poco más que unas sillas viejas esparcidas alrededor de una mesa. Era una habitación donde se hacían negocios, y eso me agradó. Desde las paredes nos miraban retratos crudamente ejecutados de la reina Ana y de Carlos II: la tendencia conservadora en política del señor Kent era inconfundible.
Miriam se sentó muy erguida en una silla. Le serví un vaso de vino y se lo puse delante. Rodeó el vaso con sus manos delicadas, pero ni lo levantó ni probó el vino.
—No esperaba verle aquí, primo —dijo con voz queda, sin mirarme a los ojos.
Yo resulté menos tímido que Miriam a la hora de beberme el vino. Después de dar un sorbo largo, me senté e intenté decidir si era más cómodo mirarla o mirar hacia otro lado.
—¿Cuál es su conexión con Rochester? —dije por fin. Había esperado moderar mi tono, sonar relajado, interesado, simplemente curioso. Brotó como una acusación.
Soltó el vaso y me miró a los ojos. Tenía el aire asustado y escandalizado de un mendigo en la parroquia.
—¿Qué derecho tiene a hablarme así? He respondido a su anuncio en el periódico. No creo que eso sea un crimen.
—Pero le aseguro que el asesinato es un crimen, y un crimen muy serio, y es por razón de asesinato por lo que busco al señor Rochester.
Sofocó un grito. Se incorporó para ponerse en pie, pero luego volvió a sentarse. Sus ojos volaron por la habitación buscando algo que pudiera reconfortarla, pero no encontró nada.
—¿Asesinato? —suspiró por fin—. ¿Qué quiere decir?
—No voy a ocultarle nada, Miriam, pero debe decirme lo que sabe de Rochester.
Sacudió la cabeza despacio, y observé cómo su sombrerito verde de lunares se balanceaba de un lado a otro.
—Sé tan poco de él. Compré… es decir, hice que me compraran unos valores a través de él. Eso es todo.
Ahora sí bebió del vino, y con ganas.
—Acciones de la Mares del Sur —dije.
Ella asintió.
—¿Cómo compró esos fondos? Es muy importante que me lo cuente todo. ¿Se reunió con él, mantuvo correspondencia, habló con algún criado suyo? Tengo que saberlo.
—Hay tan poco —dijo. Sus uñas arañaban suavemente la superficie tosca de la mesa—. Yo… yo no tuve contacto personal con él. Tenía a alguien que se relacionaba con él por mí.
—Philip Deloney.
—Sí. Desde hace algún tiempo tengo claro que usted sabe que nosotros… —su voz se convirtió en un hilo.
—Que son amantes, sí. Y que él es una especie de jugador a pequeña escala y un corredor.
—Ha comprado y vendido en el Jonathan's en mi nombre —me explicó en voz baja—. Tengo tan poco dinero, y necesitaba intentar asegurar más para poder establecerme por mi cuenta.
No tuve más remedio que reírme. A Elias le hubiera encantado oír este extraño apareamiento del corazón y el dinero, el romance que se compraba y se vendía en la Bolsa. Miriam me miró perpleja, y yo me deshice de mi jolgorio, porque se parecía a la risa del pánico.
—¿Cuál es la naturaleza de la relación entre Deloney y Rochester?
—Sé que es una relación distante. Philip le ha estado buscando y no logra encontrarle.
—¿Y por qué le ha estado buscando? Es más, ¿por qué ha venido usted a buscarle aquí hoy?
—Philip dispuso que Rochester comprara fondos de la Mares del Sur en mi nombre. En su nombre también.
—¿Pero por qué? Usted mantiene una relación, aunque sea una relación extraña, con Adelman. Evidentemente no necesitaba una tercera persona para procurarle acciones.
—El señor Deloney me dijo que Rochester podía conseguirnos acciones con descuento, por quince, o incluso veinte libras menos que el precio de mercado. Sé por el señor Adelman que las acciones están a punto de subir, así que, con el descuento, pensé que conseguiría el suficiente dinero para mudarme de casa de su tío. Pero Philip se cansó de esperar, y necesitaba convertir sus acciones en dinero contante y sonante. El acuerdo era que no intentaríamos reconvertir las acciones durante un año desde el momento de la compra (tenía que ver con el modo en que habíamos recibido el descuento) pero Philip quería plata. Intentó localizar a Rochester para que le dijera cómo conseguir la conversión, y no conozco la naturaleza de su correspondencia, pero sí sé que le agitó severamente. Apenas me hablaba del tema, sólo me decía que las acciones ahora no eran más que basura. Así que cuando vi el anuncio en el periódico, pensé que podría enterarme de algo más.
—¿Es usted dueña, es decir, tiene en su poder las acciones de la Mares del Sur?
Miriam asintió.
—Por supuesto.
Junté las manos.
—Nunca he oído una noticia tan buena.
—¿Buena noticia? ¿Por qué iban a ser mis acciones una buena noticia para usted?
—Lléveme hasta sus acciones y se lo enseño.
Dejamos el café apresuradamente, después de decirle a la moza que recogiese los nombres de cualquiera que viniera buscándome. Regresamos a la casa de Broad Court, y Miriam me invitó a su vestidor, donde sacó una caja de filigrana dorada llena de grueso papel de pergamino. Primero miré los documentos más delgados: acciones de proyectos, en su mayoría para la construcción de dos nuevos puentes sobre el Támesis. Había visto a Elias engañado con sus propios proyectos con demasiada frecuencia como para no reconocer a primera vista mera palabrería.
—Creo que el señor Deloney la ha tomado por tonta con esto. No son más que promesas vacías.
—¿Que me ha tomado por tonta? —Miriam miró los papeles—. ¿Entonces dónde está el dinero?
—En la mesa de juego, supongo.
Entonces me hallé haciéndole la pregunta que no había pensado formular.
—¿Fue para este ladrón para quien quiso que yo le prestara veinticinco libras?
—Le había dado toda mi asignación, y le había prometido asignaciones futuras —dijo con voz queda—. Me había quedado bajo mínimos después de comprar esto.
La mano de Miriam tembló al sacar las acciones de la Mares del Sur. Eran un conjunto impresionante de documentos, escritos sobre el pergamino más fino en la caligrafía más elegante. Proclamaban su autenticidad a cualquiera que les echase un vistazo.
Sin embargo, yo estaba completamente convencido de que eran falsos.
Sabía que Rochester vendía acciones falsas, y sabía que Deloney andaba en tratos con Rochester. El inexplicable descuento que Miriam había recibido sólo confirmaba mi sospecha.
Por lo poco que sabía acerca del precio de las acciones, podía entender por qué Miriam estaba tan falta de liquidez. Se había gastado quinientas o seiscientas libras en acciones que no valían ni dos peniques. Me dolía tener que decirle que había destruido sus ahorros.
—Creo que estas acciones no son más que un fraude —le dije con suavidad.
Me las quitó de las manos y las miró. Sus pensamientos eran evidentes. Tenían un aspecto tan sumamente real. Había sido tonta por creer en aquellas participaciones en proyectos, pero éstas: éstas parecían oficiales, estampadas en relieve, aprobadas.
—Está equivocado —dijo al fin—. Si fueran falsificaciones, no hubiera recibido el pago de un dividendo, como hice el trimestre pasado.
Sentí una especie de terror frío. Me deslicé despacio hasta el diván de Miriam e intenté comprender lo que había escuchado. ¡Un dividendo! Entonces quizá las acciones no fueran falsas, y si se las había comprado a Rochester, entonces a lo mejor Rochester sólo vendía acciones legítimas. Después de todo, Virgil Cowper, el empleado de la Mares del Sur, me había dicho que había visto el nombre de Miriam en los archivos de la Compañía. Apreté los puños e intenté comprender qué podían significar los dividendos de Miriam, y de qué manera podían significar lo que más temía: que Rochester no era ningún villano y que yo había estado equivocado desde el principio.
Alargué el brazo y volví a coger los papeles de manos de Miriam. Mis ojos recorrieron todo el pergamino, buscando no sabía qué, alguna prueba de su falsedad, como si pudiera reconocer tal cosa si la tuviese delante de los ojos. Temía que mi ignorancia me hubiera llevado, a este momento, el momento de la revelación de mi propia estupidez. La probabilidad de Elias no había dado más fruto que el fracaso.
Miriam tomó las acciones de mis manos de nuevo y volvió a meterlas en la caja.
—¿Cómo pueden ser falsas? —preguntó, sin darse cuenta de que su información me había destrozado—. A mí me parece que de ser falsas un corredor como su padre hubiera reconocido su falsedad enseguida.
Me zafé de mi desolación.
—¿Mi padre? ¿Las vio?
—Sí. Pasó por aquí por casualidad una tarde cuando yo las había sacado de la caja. Supongo que estaba, soñando despierta, pensando en la casa que podría alquilar cuando las vendiese. Me preguntó si podía verlas, y yo no me atreví a negarme. Le rogué que no se lo dijera a nadie, que deseaba mantener mi especulación en bolsa en secreto, y esperaba que él lo entendiese.
—¿Qué le dijo?
—Estuvo muy raro. Me lanzó una especie de mirada cargada de intención, como si compartiésemos un secreto, y me dijo que podía contar con su silencio. Admito que me sorprendió porque temía que le contase el secreto a su tío sólo por el placer de hacerlo —bajó la mirada, sintiendo una súbita vergüenza por haber insultado a mi padre—. Lo siento —dijo.
A mí ya todo me daba igual. De haberme dicho que mi padre había resultado ser mahometano me hubiera dado igual. Le cogí la mano y se la llené de besos. En las horas futuras recordaría este momento y me reiría de mí mismo, porque en aquel instante no pensaba apenas en Miriam como una mujer hermosa, sino como un hermoso vehículo de buenas noticias. Mi padre había visto las acciones. E incluso sin haber estudiado su panfleto, sin haber leído lo suficiente como para ni siquiera recordarlo bien, sí había leído lo suficiente como para comprender la naturaleza de las acciones de Miriam, y cómo podía ser que le hubiesen reportado dividendos.
Y lo que es más, comprendía ahora que no había sido un necio y que la filosofía de Elias me había servido muy bien, mejor de lo que podía haber imaginado.
Miriam me retiró la mano, pero apenas pudo contener la explosión de una carcajada genuina.
—Es usted el hombre más loco o el más volátil del mundo. En cualquier caso, le agradecería que dejara de babearme la mano.
—Usted perdone, señora —casi grité—. Pero me ha dado precisamente la información que necesitaba, y estoy de lo más agradecido.
—¿Pero qué es? ¿Puede haber alguna conexión entre estas acciones y su padre? ¿Qué puede…? —se detuvo. La sangre se le retiró del rostro y su boca se abrió despacio en una expresión de haber comprendido, y de estar horrorizada—. Está buscando a Rochester. Es sobre su padre, ¿verdad? El señor Sarmento no tenía razón.
Sólo entonces se me ocurrió que ella no lo sabía. Había estado inmerso tan profundamente en mi investigación que había creído que a todo el mundo su naturaleza le resultaba obvia. Pero Miriam no lo había sabido, y se había preguntado de qué hablábamos mi tío y yo en el despacho, y se había preguntado por qué me había mudado a su casa.
Asentí, ya que ahora comprendía que el extraño comportamiento de Miriam había estado basado en una vana especulación, en su propio ejercicio fallido de probabilidades.
—Claro. Usted pensaba que yo estaba investigando un asunto diferente, ¿no es cierto? Sarmento le contó algo. Por eso estaba enfadada. Pensaba que la estaba investigando a usted, a su dinero, a su intimidad con Deloney.