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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (53 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—Miriam —comencé, indeciso acerca de qué decir después de eso. Sus ojos, desde detrás de la máscara, miraban hacia otro lado, pero yo insistí—. Miriam, tiene que entender que sólo me preocupa su seguridad.

Sus ojos se ablandaron a medida que iba rindiéndose.

—Comprendo sus motivos perfectamente, pero me parece que usted no entiende los míos. ¿No entiende lo que un baile de máscaras significa para una mujer? Puedo ser atrevida y audaz y coqueta, o masculina y culta en mis ideas, y nadie sabe quién soy. Mi reputación no sufrirá. ¿Adónde puedo ir para disfrutar de estas libertades y mantener la esperanza de escapar con mi nombre sin mancillar?

No tenía más remedio que ver la lógica de su razonamiento, pero no deseaba admitir tal cosa. Afortunadamente mi respuesta fue interrumpida por la llegada de un caballero vestido al modo veneciano, con máscara de pájaro de pico largo, y un traje multicolor.

—¿Miriam? —preguntó con el chirriante falsete.

Miriam permaneció inmóvil, sin saber cómo responder. Así que respondí yo por ella.

—La señorita se encuentra ocupada ahora mismo —le dije a este hombre con voz cortante. Ni la máscara ni el falsete me ocultaban su identidad. Le reconocí como Deloney, aunque seguro que él no me reconoció a mí.

—¡Caramba! —exclamó en su tono natural—. Es usted muy maleducado detrás de esa máscara, pero apuesto a que si pudiera verle la cara no sería tan descuidado en sus insultos.

Di un paso hacia delante y me incliné hacia él, agarrando el pico de su máscara con la mano.

—Vaya, usted me conoce, Deloney —susurré—. Me llamo Benjamin Weaver, y puede buscarme cuando quiera, que estaré dispuesto a responder a sus exigencias. Confío en que me devolverá el préstamo antes de retarme a un duelo. A uno no le gusta luchar con una deuda de honor en la conciencia.

Dio unos inciertos pasos hacia atrás, como si la violencia de mi desafío hubiese sido literal. No podía reconfortarme que Miriam tuviera de acompañante a semejante flojeras.

—Vamos —le dije a ella—. Le consigo una calesa y se va usted a casa.

Echó una mirada rápida hacia aquel sujeto, cuya máscara de pájaro le colgaba ahora bochornosamente de la cara, pero no intercambiaron palabra. Salimos de Haymarket, y le di instrucciones a un lacayo para que nos procurase una calesa, y mientras éste lo hacía permanecimos en silencio hasta que el carruaje se acercó y el lacayo se bajó de un brinco.

Miriam caminó hacia la puerta, y luego se dirigió a mí.

—Había venido con la esperanza de envalentonarme, pero sólo me siento avergonzada.

Sacudí la cabeza.

—La próxima vez que le apetezca una aventura, espero que venga a hablar conmigo. Organizaremos algo que le parezca divertido sin necesidad de intrigas.

Pensé por un momento que la había conquistado, que ella comprendía y respetaba mi preocupación, pero cuando me miró, no vi nada de eso. Sólo ira.

—No comprende mi vergüenza. Me gustaría haber podido confiar en usted —me dijo—. Me gustaría haber podido creer que le importaba algo mi seguridad y mi reputación.

Sacudí la cabeza. No la entendía, y ni siquiera entendía mi propia confusión. Me concentré en lo que le había dicho, en lo que había hecho. Le había dado razones para que me creyese audaz y mandón, pero no indigno de su confianza.

—¿Qué me está diciendo?

—Sé lo que está tramando —me dijo, con apenas un susurro. A través de su máscara pude ver que sus ojos se llenaban de voluptuosas lágrimas—. Sé por qué está usted en casa del señor Lienzo, y conozco la naturaleza de su investigación. ¿Tan celoso está su tío del dinero del seguro por el hundimiento del barco de Aaron, un dinero que se niega a darme pese a que me corresponde, aunque no por ley? Arruíneme si quiere, y recoja su pequeña recompensa por hacerlo. Ya no puedo simular que no lo considero un villano.

Y con eso se metió a toda prisa en la calesa y le ordenó al cochero que se pusiese en marcha.

Ni se me ocurrió ir tras ella. Me quedé parado con una especie de atontado estupor, preguntándome qué habría dicho o hecho, preguntándome qué querrían decir sus palabras.

Podía dedicarme a estas preguntas sólo un breve espacio de tiempo, porque había dejado a Elias, disfrazado como estaba de judío, aguardando a alguien que creería que era yo. Arranqué a Miriam de mi pensamiento y volví a entrar enseguida.

A Elias nadie le había molestado en mi ausencia. Lo encontré tolerablemente bien, aunque ligeramente ebrio, sirviéndose de la jarra de ponche.

—Ah, ahí estás —dijo alegremente—. Creo que no era consciente de lo pésimo bailarín que eras, pero me parece que tu prima me gusta. Es una chica de arrestos.

—Ése es el problema —murmuré y volví a separarme de él, esperando que quienquiera que me hubiese invitado a la fiesta se hiciese notar pronto. Me estaba cansando de tanto disfraz y tanto baile.

Elias se aventuró hacia un grupo de ninfas, pero yo tuve cuidado de no perder de vista a mi amigo. Aunque me repugnaban las risas y las miradas que su disfraz atraía por parte de las otras máscaras, no me quedaba más remedio que agradecer que fuera tan conspicuo. Elias estaba disfrutando mucho de la notoriedad que le proporcionaba el disfraz de mendigo, y bailaba amistosamente con una selección de Cloes, Filis, Febes y Dorindas. Yo por mi parte mantenía las distancias, preocupado sólo por observar a Elias y a quienes le rodeaban. Resuelto a mantenerme desocupado, me asombró descubrir la cantidad de damas que se me acercaron y, con un falsete inquisitivo, me preguntaron si me conocían. Pese a que sin duda he pecado de vanidoso en mis tiempos, era difícil enorgullecerse del propio aspecto cuando uno se encontraba vestido con un informe manto negro y una máscara que le cubría el rostro por completo. Sin embargo, estas damas enmascaradas eran agresivas, y descubrí que responder al saludo «¿Le conozco?» con un «Me parece que no, señora», sólo producía más conversación indeseada. Pronto me di cuenta de que un «¡Por supuesto que no!» conseguía admirablemente el propósito de mantenerme libre para observar los pies de Elias, que al igual que sus manos, se paseaban con agilidad por la pista de baile.

La noche siguió su curso, y la sala comenzó a vaciarse, y pronto empecé a preguntarme si nuestros enemigos habrían descubierto nuestra treta, o si nuestros aliados habían tenido demasiado miedo a la hora de establecer el contacto que esperaban. Entonces, mientras observaba a Elias despedirse de una llamativa sultana, vi a cuatro hombres con dominós acercarse a él y, después de un momento de discusión, pedirle que se fuera con ellos. Debo decir que aunque Elias no poseía una constitución del todo adecuada para el combate contra hombres rudos, sabía mantener la cabeza fría, y demostró confianza implícita en mi vigilancia. Sin alargar el cuello para ver si yo observaba lo que sucedía, Elias asintió con la cabeza y siguió a los hombres.

Me desalentó ver que le escoltaban dos hombres por delante y dos por detrás, cosa que haría difícil que yo lograse llegar hasta Elias en caso de ponerse fea la confrontación. Sin embargo, tan disimuladamente como me fue posible, les seguí. Le llevaron fuera de la sala de baile y hacia un pasillo. Manteniéndome detrás, doblé la esquina para ver que ya se habían ido, pero imaginé que habrían subido por las escaleras, con lo que, en silencio y ocultándome, subí yo también. En un momento me coloqué no lejos de estos hombres que ascendían en silencio. Yo tampoco hacía ruido alguno, ya que si miraban hacia abajo me verían persiguiéndoles.

En el que creí que sería el piso más alto, tomaron un pasillo oscuro. Titilaban unas pocas velas, produciendo un laberinto confuso de luces y sombras. Me esforcé en avanzar sigilosamente mientras seguía el ritmo de los hombres, que avanzaban rápidamente delante de mí, prácticamente invisibles en los pasillos mal iluminados. Pero si los dominós eran indistinguibles de las sombras, la barba roja de Elias resplandecía a la luz de las velas.

Por fin se detuvieron en una habitación al final del pasillo. Creyendo que estaban solos, no se molestaron en cerrar la puerta, y yo permanecí fuera sin ser visto.

Los dominós rodearon a Elias.

—Tenemos un mensaje para usted —dijo uno de ellos, con un acento del campo que me resultó familiar.

—¿De parte de quién? —preguntó Elias. Su mala imitación de mi voz me hizo sonreír.

El que había hablado dio un paso hacia Elias.

—De parte de quienes quieren que se ocupe de sus asuntos —contestó. Y con un movimiento fluido cogió un palo grueso y redondeado apoyado sobre una pared y le dio a Elias en el estómago muy fuerte con el extremo romo.

Mi buen amigo se derrumbó como una vela arriada, pero su impotencia no frenó a los villanos en absoluto. Enseguida todos tenían palos en las manos, y antes de que pudiera alcanzar a Elias habían empezado a pegarle sin piedad en la espalda y en los costados. Supongo que como creían que se trataba de Benjamin Weaver sintieron que debían incapacitar al experto púgil antes de que pudiera responder. A mí me importaba un bledo, sin embargo, y vi sólo que el amigo cuya seguridad yo había puesto en peligro estaba sufriendo prodigiosamente.

Me arranqué la máscara, porque había llegado el momento de renunciar al disfraz. Antes incluso de que detectaran mi presencia había agarrado a uno de los sinvergüenzas más grandes y le había empujado de cara contra el ladrillo visto de la pared. Este golpe fue eficaz a la hora de dejarle fuera de combate, pero ahora los tres hombres restantes se percataron del error y se enfrentaron a mí vacilantes, con los palos dispuestos.

—¿Quién os envía? —pregunté.

—Aquéllos a quienes has molestado —dijo uno de ellos.

A lo mejor al verme listo para el combate, con un compañero en el suelo inconsciente y sangrando, vacilaban a la hora de enfrentarse a mí. Vi que esta vacilación me daba cuanta ventaja podía esperar ante tres hombres armados. Yo, como siempre, también había venido armado. No llevaba espada, porque habría sido difícil de disimular bajo el disfraz, pero llevaba una pistola al cinto. Pero con un solo disparo, y tres adversarios, me pareció necio empuñar el arma de fuego, y siempre he creído que una pistola ha de ser el último recurso. Además, no tenía ningún deseo de matar a nadie si era posible evitarlo. Con el juicio de Kate Cole pendiente de celebrarse en apenas unas semanas, mi mayor deseo era mantenerme fuera del ojo público.

Me agaché deprisa y agarré el palo del hombre a quien había derribado, manteniendo la mirada fija en mis asaltantes todo el tiempo. Este movimiento dio al traste con la sorpresa que había provocado mi presencia y, en un esfuerzo por recuperar la ventaja, uno de los hombres cogió su palo y le dio en la rodilla a un Elias que seguía gimiendo. Me temo que fui tan predecible como él había esperado, y me metí en medio para evitar que siguieran golpeándole. Elevando el palo con la izquierda, le di con la derecha un puñetazo fuerte al hombre en la cabeza, y fue un golpe de lo más satisfactorio, pero inmediatamente empecé a sentir los duros golpes de la madera en la espalda. Estos impactos se cebaban en la debilidad causada por los hombres de Jonathan Wild, y por un momento lo vi todo negro. En plena confusión perdí el palo, pero recuperé el sentido antes de tocar el suelo. Apoyándome con una mano en la pared para no perder el equilibrio, vi que el hombre al que había pegado estaba sentado en el suelo, frotándose el cráneo, y que había soltado el arma.

Con un giro brusco cogí su palo y lo batí salvajemente contra los dos rufianes que quedaban. Logré alejarlos de Elias, pero pronto me di cuenta de mi error; antes habían estado juntos, y podía haberme batido con uno e igualado el número. Pero ahora eran ellos los que llevaban ventaja, ya que uno podía darme desde atrás mientras el otro se enfrentaba a mí directamente.

Cambié de postura, esperando poder colocarme en una esquina, ya que, aunque me negaba la posibilidad de escapar, limitaba las posibilidades de acercamiento de mis enemigos. Eso hice, y vi que corría más peligro del que había previsto, porque el hombre al que había dado un puñetazo estaba ahora en pie, y a la luz de la luna vi que me apuntaba con una pistola.

—Tira el palo, judío —me espetó—, o te convierto en picadillo de cerdo.

Este hombre claramente no entendía quién era yo si pensaba que con esa treta iba a lograr persuadirme. Con el palo aún en la mano izquierda, me llevé la mano al manto para coger mi pistola, que saqué rápidamente. En la oscuridad de la habitación vi un relámpago en el arma del rufián, y, guiado por el puro instinto animal, disparé la mía. No fue un acto irracional, pero vi inmediatamente que había sido innecesario, porque su pistola se había encasquillado y le había estallado en llamas en la mano. Se le escapó un grito, de ira tanto como de dolor, y dejó caer la pistola justo en el instante en que la bala de la mía le hería debajo del hombro, empujándolo hacia atrás, como si le hubieran agarrado por los pies. La potencia del impacto le despidió contra la ventana con fuerza, y atravesó el cristal frágil y, sospecho, ya agrietado. No pude ver cómo ocurría, pero al volverme para encararme con el resto de mis enemigos le oí chillar de terror al deslizarse por el tejado y caer al suelo a no poca distancia.

Al darme la vuelta vi que mis asaltantes habían huido, dejando atrás al hombre a quien yo había dejado inconsciente. Pensé en ir tras de ellos, pero sabía que mi deber primero era ocuparme de Elias, que seguía tumbado en el suelo inmóvil. Cogí una de las velas de un candelabro de pared e iluminé con ella el rostro de Elias. No pude ver ningún rasguño, y era obvio que seguía respirando, aunque de manera ronca y dificultosa. Lo giré para ver si tenía los ojos abiertos y gimió de dolor.

—Hazme una flebotomía —me susurró con una sonrisa enferma—. Pero primero, atrapa a esos sinvergüenzas.

Confiaba en la sabiduría de Elias como cirujano, y lo cierto es que también en su valor mujeril, como para saber que no me diría que me fuese si su vida corriese verdadero peligro, así que agarré una de las porras y corrí escaleras abajo, sin encontrar ni rastro de mis atacantes.

En el exterior, una multitud se arremolinaba en torno al cuerpo del hombre que había caído, y me abrí paso para ver si seguía vivo. No era así. Estaba tendido, con el rostro girado hacia un lado, sangrando por la boca y por la herida que yo le había infligido. La muerte había cambiado bastante su aspecto, pero yo conocía a aquel hombre. Lo reconocía. Se trataba del mismo que me había atacado en Cecil Street aquella noche, y era quien había huido de mí en la Casa de los Mares del Sur.

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