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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (49 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—Acérquese —entonó—. Pero no demasiado, si hace el favor.

Me acerqué al estrado y procuré ignorar las risas de mi alrededor.

—¿Cómo ha logrado usted ensuciarse de ese modo? —me preguntó—. Usted ha frecuentado esta sala, pero creo que es la primera vez que lo hace cubierto de orines.

—Iba caminando por la calle, señoría, cuando me di cuenta de que me perseguía un desconocido. Como no sabía que era un oficial de este tribunal, pensé que mi vida corría peligro. Busqué refugio en un callejón que, desafortunadamente, resultaba notable sólo por su porquería.

Me miró con gravedad.

—¿Huye usted siempre de los desconocidos, señor Weaver?

—Estamos en Londres, señoría. ¿Quién que desee seguir vivo no huye de los desconocidos?

Los que habían oído mi respuesta rieron en señal de aprobación. Incluso al juez se le escapó una sonrisa.

—Le he llamado en relación con la causa abierta contra una tal Kate Cole, que será juzgada dentro de dos semanas por el delito de asesinato. Su nombre ha sido relacionado con este caso, y se me pide que le tome declaración.

Creo que mi aspecto no revelaba el temor que sentía, pero lo cierto es que era como si me hubieran vuelto a golpear en la nuca los rufianes de Wild. Me gusta pensar que abandoné la vida de criminal en parte porque no podía justificar la inmoralidad de esa vida. Aunque eso es hasta cierto punto verdad, sin duda lo es igualmente que como apresador de ladrones no tenía que vérmelas con las azarosas decisiones del sistema de justicia. No quiero ofender a los caballeros de los tribunales, pero no es ningún secreto que nuestro sistema penal, alabado en toda Europa por su severidad y rapidez, es una cosa terrible y digna de temer, y que ningún hombre, inocente o culpable, desea verse ante a él.

Mi miedo por tanto estaba muy justificado. Aunque no hubiese oído hablar en mi vida de Kate Cole ni supiese en absoluto de qué me estaba hablando el juez, ello no me garantizaría en modo alguno que no acabara colgado de una cuerda en el árbol de Tyburn. Sabía que iba a tener que proceder despacio y con cuidado.

—No tengo nada que declarar —dije, intentando con todas mis fuerzas parecer cansado y confundido—. No tengo ningún conocimiento acerca de este asunto.

Era un tema peliagudo, y aunque no me gustaba cometer perjurio ante la ley, sentía que no tenía elección. Decir la verdad con respecto a esto sería comprometer el anonimato de Sir Owen, que yo había prometido proteger. Lo único que podía hacer era intentar ganar tiempo.

—¿Nunca ha oído hablar de Kate Cole? —preguntó el juez con escepticismo.

—Nunca —dije yo.

—Pues eso me ahorra bastante tiempo, ¿verdad?

Y fue entonces cuando supe que éste era un asunto financiero, no jurídico. Duncombe no hubiera dejado de tomarme declaración con tanta rapidez si estuviese buscando justicia en lugar de plata. La idea no me gustó en absoluto; si a Duncombe le estaban pagando para involucrarme en esto, entonces cualquier soborno que yo pudiera ofrecerle, y que él aceptaría, no me haría ningún bien. Era norma entre los administradores de justicia aceptar sobornos de todas las partes contendientes pero favorecer a la más poderosa. No tenía nada que hacer contra Wild en este aspecto.

—Señalaré que niega usted todo conocimiento de esta persona y de sus crímenes —dijo Duncombe—. Sin embargo, debe usted ser informado de que su juicio se celebrará en el Old Bailey dentro de exactamente dos semanas, y que habrá usted de estar preparado para que le llamen como testigo de la defensa. No podrá usted abandonar Londres entre hoy y esa fecha, ya que este tribunal puede volver a necesitarle. ¿Ha comprendido, señor Weaver?

Asentí.

—Creo que comprendo perfectamente, señoría.

—Entonces sólo me queda recomendarle que se dé un baño.

Con eso Duncombe me dio permiso para irme, y después de darle una amistosa palmada en la espalda al pobre alguacil, me fui de la sala con sensación de desaliento. Me imaginaba prestando declaración en el juicio de Kate Cole por asesinato. Y aunque estaba dispuesto a mentir ante alguien como Duncombe, no me sentía preparado para cometer perjurio en un juicio por asesinato en el Old Bailey. De llegar las cosas a ese punto, estaría obligado a decir la verdad, y por tanto habría de hacer saber a Sir Owen cómo se habían desarrollado los acontecimientos.

Duncombe había dicho que iba a ser testigo de la defensa. Eso significaba que no era Wild, sino Kate, quien había dado mi nombre, ya que no había razón para que Wild quisiese defender a una mujer cuya condena le proporcionaría a él cuarenta libras. Pero no era capaz de imaginar cómo Kate se había enterado de mi nombre, y de haberlo hecho, qué habría de ganar involucrándome sin ponerse en contacto conmigo primero. Sin duda comprendía que estaba ansioso por mantener mi nombre fuera del juicio y que hubiera hecho muchas cosas para conseguirlo. Era posible que Wild hubiese efectivamente metido mi nombre en el asunto para ponerme en contra de Kate. ¿Consistía su plan en ahorcar a Kate y arruinar mi reputación de un solo golpe? No podía ni empezar a adivinarlo. Elias me había aconsejado que investigase estos asuntos utilizando las probabilidades, no los hechos, pero para descubrir lo probable tenía al menos que haber lógica, y en todo esto yo no era capaz de encontrarla.

Veinticinco

Una vez que me hube lavado y vestido, haciendo cuanto pude para evitar llamar excesivamente la atención del servicio de casa de mi tío, le envié un mensaje a Sir Owen pidiéndole que se encontrara conmigo en una taberna próxima. Me envió su respuesta y a las pocas horas estaba sentado frente a él acompañado de una reconfortante jarra de cerveza.

Sir Owen, sin embargo, no parecía reconfortado. Había desaparecido la cercana calidez que marcara nuestros anteriores encuentros. La mueca apretada de sus labios indicaba un estado de ánimo agitado, y echaba varias miradas por minuto hacia la puerta.

—Éste es un asunto muy desagradable —dijo Sir Owen—. Usted me prometió que mantendría mi nombre fuera del caso, Weaver —recorrió distraídamente con el dedo el asa de su jarra.

Yo estaba todavía bastante dolorido, pero procuraba adoptar el aire de un hombre relajado y con todo bajo control. A menudo me había dado cuenta de que, como un actor sobre un escenario, los movimientos de mi cuerpo podían influir en las emociones de mis interlocutores.

—Le prometí hacer todo lo que estuviese en mi mano, y pienso cumplir esa promesa, pero no puedo mentir ante el tribunal, o bien podría enfrentarme a la acusación de asesinato yo mismo. Sir Owen, este asunto ha rebasado las proporciones que ambos habíamos previsto, y creo que lo prudente ahora es prepararse para la posibilidad de que yo me vea obligado a mencionar su nombre ante el tribunal. Estoy seguro de que con la preparación adecuada podremos garantizar que ningún perjuicio serio…

—Su trabajo es proteger a quienes le contratan —gruñó, sin mirarme—. Tiene usted que hacer lo que sea. ¿Lo que quiere es más dinero?

—De verdad, Sir Owen, me escandalizan sus acusaciones. Le he servido lo mejor que he podido en toda circunstancia.

—Me pregunto —dijo distraídamente— ¿cómo explica usted la repentina habilidad de esta mujer para saber su nombre? Usted me contó que no tenía ningún conocimiento de quién era usted ni de dónde encontrarle.

Se irguió en el asiento y le dio un buen trago a su jarra.

—Eso es cierto —contesté—, pero me parece que Wild lo ha descubierto, y no puedo menos de suponer que Wild es quien está detrás de este embrollo.

—Wild —escupió—. Nos va a destruir a todos. Fui necio por confiarle este asunto, Weaver. Es usted, si me disculpa, un judío con mal genio que piensa con los puños. Si no hubiera usted disparado a nadie, nada de esto habría sucedido.

No tenía paciencia para aguantar las repentinas acusaciones y el mal humor de Sir Owen. Bastante contento había estado cuando maté a Jemmy de un disparo en plena calle, siempre y cuando el tiro no llegase nunca a perturbar su tranquilidad.

—Es cierto que si nadie hubiera resultado muerto no habría necesidad de un juicio por asesinato, pero también podría añadir que si usted no hubiese sido tan descuidado con sus papeles tampoco nada de esto habría sucedido.

Mi intención había sido la de enfadarle, ponerle nervioso quizá, pero mis acusaciones sirvieron sólo para hacer que Sir Owen recordase su propia autoridad. Se puso muy tieso y me miró con los ojos fríos.

—Está usted perdiendo los papeles —me dijo con voz queda—. Usted ha atraído demasiados problemas sobre su cabeza, y sobre la mía también, curioseando en lugares donde nadie le llama. ¿Cómo sabemos que no es la Mares del Sur quien está detrás de este repentino cambio de circunstancias en torno a la puta? A la Compañía sin duda le encantaría verle a usted silenciado de la manera que fuera. Todo este curiosear, buscando quién mató a su padre. ¿No podía haber esperado a que se solucionase el asunto de la puta?

Estaba a punto de hablar cuando me detuve y pensé en lo que había dicho Sir Owen.

—¿Cómo conoce usted ese tema? —le pregunté con la voz tranquila, esperando no revelar nada.

Observé a Sir Owen con cuidado para percibir cualquier señal de confusión, pero no exhibía nada más que exasperación.

—¿Quién en Londres no sabe que está usted metiendo la nariz en el suicidio de Balfour? No es ningún secreto que está usted creándole problemas a la Compañía de los Mares del Sur, y pienso de todo corazón que me está creando problemas a mí también. ¿Qué clase de hombre es usted, en cualquier caso, para mantener en secreto el nombre de su padre? Estábamos sentados entre hombres inteligentes hablando de Lienzo y usted no dijo ni una palabra. ¿Quería usted dejarme en ridículo en mi propio club, Weaver? ¿Es eso lo que se propone?

—Si se siente usted ridículo —dije con calma—, sólo puede ser culpa suya.

Sir Owen apretó los dientes.

—Es usted un sinvergüenza irresponsable por involucrarme a mí en sus sórdidos asuntos. Ojalá me hubiera mantenido usted al margen, porque sin duda me arrastrarán a mí al arroyo junto a usted.

A medida que Sir Owen se ponía más beligerante, me pareció mejor dejarle explayarse, pasando por alto sus antipáticas observaciones sobre judíos en general y sobre mí en particular hasta que se agotara. Finalmente adoptó una postura más razonable.

—Hablaré con hombres que tienen no poca influencia. Quizá pueda hacer algo para evitar que se le llame a testificar en este juicio. Mientras tanto, ha de darme usted su palabra de que, si llegan a convocarle, no pronunciará mi nombre ni me relacionará en modo alguno con su asesinato de ese hombre.

—Sir Owen —le dije con voz pausada y queda—, hemos de hacer todo lo que podamos para que eso no llegue a ocurrir, pero no puedo prometerle nada. Guardaré silencio mientras sea seguro hacerlo. No sé si llegarán a preguntarme por usted. El tribunal puede no considerar importante de parte de quién buscaba yo a Kate. Pero si me fuerzan a decir en nombre de quién actuaba yo esa noche, no podré negarme. ¿No hay alguna manera de informar a su prometida, la señorita Decker, de su pasado, a grandes rasgos, sólo lo suficiente para ponerla en guardia contra cualquier rumor desagradable con que pueda encontrarse?

No había elegido bien mis palabras. Me miró con incredulidad durante lo que me pareció una eternidad.

—¿Qué podría usted saber de la sensibilidad de una señorita refinada? —me espetó—. Usted no sabe de nada más que de putas y de la basura del arroyo.

Quizá debiera haber sido más sensible a sus circunstancias, pero no me salía del alma sentir simpatía por el tono acusatorio de Sir Owen. Había hecho de todo y más por servirle. Su expectativa de que me dejara colgar en Tyburn como muestra de lealtad hacia él no era justa en absoluto, y sus acusaciones sobre las mujeres de mi vida eran inapropiadas, por decirlo suavemente.

—¿No dice su evangelio algo de que sólo los libres de pecado pueden tirar piedras, Sir Owen? —le pregunté con toda calma.

Me miró fijamente.

—No tenemos nada más de qué hablar —me dijo, y se marchó apresuradamente.

El pánico de Sir Owen me dejó confuso, pero no del todo desalentado. Al fin y al cabo estaba al borde de ser abochornado públicamente, hasta el extremo de poner en peligro su próximo matrimonio, y yo sentía que él llevaba razón al considerar que yo tenía no poca culpa en el asunto. Me preocupaba más cómo se había desatado esta desafortunada cadena de acontecimientos y qué podía hacer yo para arreglarlo. Me parecía lógico que hubiera sido Jonathan Wild quien me había involucrado en el asunto de Kate Cole, pero de nuevo la pregunta era por qué. Sir Owen había sugerido que podía ser la propia Compañía la que me había puesto, y a Sir Owen conmigo, en medio del peligro, y ésa era una posibilidad que no podía ignorar.

Creía que había una persona que podía explicarme todo esto satisfactoriamente, así que de nuevo puse rumbo a la cárcel de Newgate para hablar con Kate Cole.

Al atravesar las terribles puertas de Newgate, y a cambio de unas pocas monedas, el guardia me llevó hasta el Patio de la Prensa, donde se encontraba la celda de Kate. El carcelero me explicó que Kate había pedido que no se dejase pasar a ningún visitante, pero esa petición se solucionaba inmediatamente con unos cuantos chelines.

La celda en sí era sorprendentemente agradable; había una cama de aspecto razonablemente cómodo, unas cuantas sillas, una mesa, un escritorio y un armario. Una pequeña ventana dejaba que se colase un poco de luz, aunque no suficiente como para que el cuarto fuese luminoso, incluso a pleno sol, y un exceso de cirios baratos de sebo dejaban lamparones de hollín negro en las paredes. Dispersos alrededor de la habitación había botellas y aljibes vacíos, trozos de carne a medio comer y cortezas rancias de pan blanco. Kate había estado dándose a la buena vida gracias a mi asignación.

Pero si bien había realizado las adquisiciones propias de una dama, no sabía vivir como tal. Llevaba ropa nueva —procurada sin duda con el dinero que yo le había dejado— pero estaba espantosamente sucia, arrugada como si hubiera dormido con ella puesta, y olía tan mal que me distraía. Los piojos que había cogido en las horas de pesadilla que había pasado en la Zona Común de la prisión se habían instalado en su cuerpo, y se paseaban tranquilamente por su piel como peatones apresurados en una calle concurrida.

Kate no dio pocas muestras de desagrado al verme en la puerta. Me dio la bienvenida con una mueca ceñuda que mostraba sus dientes rotos, e inmediatamente me dio la espalda, evitando mirarme a la cara.

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