—Quizá estos hombres hayan formado parte de una camarilla que ahora se ha roto. Quizá los distintos elementos hayan ido cada uno en una dirección para ordenar sus propios asuntos como les parezca. No sé decirte. ¿Qué sacaste en claro de tu visita a la Casa de los Mares del Sur?
Le conté a Elias mi encuentro con Cowper, el oficial.
—Hasta que no me diga lo que ha descubierto, no sé cómo podemos proceder en ese terreno. Me pregunto si no irá siendo hora de hacerle una visita al señor Balfour. Después de todo, es quien me paga. Debería mantenerle informado.
—Selectivamente, me parece a mí —dijo Elias.
—Oh, estoy completamente de acuerdo. Nadie está libre de sospecha, Elias, y Balfour es un pájaro muy raro. Quizá si le presiono un poco veamos alguna grieta en su fachada.
—Espléndido.
—Mientras tanto, tengo preocupaciones más urgentes, como por ejemplo dónde voy a dormir esta noche. La señora Garrison me ha echado con cajas destempladas por algo tan nimio como que los rufianes de Wild se hayan colado a la fuerza en su sala de visitas.
—Ésa sí que es una mala noticia. ¿Adónde irás?
—Quizá vaya a molestar a mi tío durante una temporada, hasta que tenga tiempo de buscar otro sitio. Ha mostrado estar a favor de que las familias se ayuden entre sí.
No le dije nada a Elias acerca de la inquietud que sentía con respecto a mi tío. Apenas puedo explicar por qué la sola idea de que hubiese vileza en el seno de mi propia familia me resultaba tan vergonzosa, pero si mi tío no había sido del todo claro conmigo, ¿qué mejor manera de descubrir su engaño que mudarme a su casa?
Elias me examinó entonces las heridas infligidas por los soldados de Wild, sin dejar de mencionar que mi recuperación se vería acelerada por la extracción de una pequeña cantidad de sangre, pero me negué. Cuando hubo terminado las curas, me apreté las clavijas resuelto a soportar el dolor y salí en busca de mi tío. Lo encontré en el almacén, revisando unos libros mayores en el despacho, y me acerqué a él con nerviosismo para hacerle la petición, temiendo que sospechase que me estaba aprovechando de su buen talante. Pero no fue así.
—Te quedarás en la habitación de Aaron —me dijo tras considerarlo un momento. Luego bajó la mirada hacia sus libros, haciéndome saber que la conversación había terminado.
—Gracias, tío —dije después de un momento.
Levantó la mirada del libro.
—Te veré esta noche entonces.
De modo que, habiendo recibido el favor como si fuera un castigo, regresé a casa de la señora Garrison a poner en orden mis pertenencias, recoger todo aquello que no podía esperar que me enviase su criado, y marcharme de su casa.
Esta partida definitiva me llevó más tiempo de lo que había previsto, y su sabor fue mucho más amargo de lo que había podido imaginar. Supongo que fue tonto por mi parte no tener más cuidado, no guardarlo bajo llave en una caja fuerte, no haberlo escondido, no haber disimulado su naturaleza. Deslizarlo simplemente entre una pila de papeles sobre mi escritorio me había parecido suficiente, pero resultó que había estado muy equivocado. Me fui, por tanto, con una especie de vergüenza ignominiosa, hacia la generosidad de casa de mi tío para informarle de que el panfleto de mi padre, posiblemente la prueba más convincente de que su muerte había sido orquestada por los poderes de la calle de la Bolsa, había desaparecido y no estaba ya en mi poder.
Estaba sentado en el estudio de mi tío con los ojos fijos en la taza de vino especiado que humeaba sobre la mesa junto a mí. Había trasladado ya la mayoría de mis cosas a la habitación que me habían asignado en el segundo piso. Ya había pensado estratégicamente acerca de mi situación; la habitación de Miriam se encontraba en el tercer piso, así que aunque no había razón para que yo pasase por su puerta, sí la había para que ella pasase por la mía. Sólo me quedaba preguntarme hasta exactamente qué punto sería ella una viuda agresiva.
Mientras tanto, mi pensamiento se centraba más en los acontecimientos del día. Isaac había calentado demasiado el vino y en sus esfuerzos por manejar el peltre ardiente, mi tío ya se había derramado una buena cantidad sobre su sobria chaqueta marrón. Parecía importarle poco, sin embargo, del mismo modo que parecía importarle poco que yo hubiese perdido nuestro único ejemplar de Una conspiración de papel. «Sería mejor que aún lo tuviéramos —me había dicho encogiéndose de hombros—, pero estos hombres mataron a tu padre para que guardara silencio. Si logras escapar sólo con que te roben, quizá no sea tan terrible».
Necesité una buena dosis de valor y dos vasos de vino ardiendo para confesar la pérdida ante mi tío. Era una confesión que dolía, porque yo sentía que había fallado en mi responsabilidad con respecto a mi familia, y este fracaso tenía un sabor demasiado parecido al de la época en la que me había escapado de casa de mi padre. Pero mi tío sólo chasqueó la lengua con preocupación, me preguntó acerca de mis heridas, y pronunció una bendición para agradecer a Dios que no estuviera grave. Intenté ponerme en su lugar, imaginarme qué podía estar sintiendo, y no podía comprender en absoluto por qué no le importaba la pérdida del manuscrito. Deseé poder deshacerme de las sospechas que generaba su compostura, pero sólo se me ocurría que ya no le importaba que encontrase o no al asesino de mi padre, si es que alguna vez le había importado.
Se sentó frente a mí, observándome con preocupación mientras sus dedos tanteaban con cautela la caliente asa plateada de su jarra.
—Me temo —me dijo— que esta investigación tuya se vuelve demasiado peligrosa.
El dolor que me recorría todo el cuerpo se había suavizado hasta convertirse en un resentimiento sordo. Tenía las piernas y el cuello rígidos, y la cabeza me latía horriblemente.
—Ahora ya apenas puedo parar —le dije, con la esperanza de que se le soltase la lengua—. ¿No confirma esta violencia nuestras sospechas?
—Esta familia ha sufrido demasiadas pérdidas —me dijo sacudiendo la cabeza—. No puedo quedarme mirando en silencio mientras te amenazan a ti también.
—No le entiendo. Usted quiso esta investigación. ¿Ha ocurrido algo que le haya hecho cambiar de opinión? ¿Le ha convencido el señor Adelman?
Se rió.
—Adelman —dijo, como si el nombre fuera suficiente para explicar la gracia que le hacía—. ¿Me crees tan fácilmente persuadido por Adelman?
—No sabría decirle —murmuré. Pensé en lo que Sarmento me había dicho: que mi padre odiaba a Adelman. Y pensé en cómo mi tío había invitado a Adelman a su mesa para la cena del sábbat—. No podemos dejarlo todo simplemente porque sea peligroso, tío.
—Ésa es precisamente la razón por la que debemos dejarlo. Porque es peligroso. Pero —levantó una mano— tú conoces tu negocio mejor que yo. No voy a incurrir en la presunción de decirte cómo has de proceder o cómo has de encargarte de tu propia seguridad. Sólo quería decir, Benjamin, que no voy a obligarte a insistiría ponerte en peligro, por mi causa.
No podía seguir guardando silencio.
—¿Por qué mantiene una amistad con Adelman, un hombre que era enemigo de mi padre?
Estuvo a punto de reírse, pero se aguantó, como si su risa pudiera ofenderme. Quizá fuera cierto.
—¿Quién te ha dicho que él y tu padre fueran enemigos? —no hizo una pausa para esperar respuesta—. El señor Adelman y yo hemos hecho negocios juntos desde que él llegó a esta isla. A tu padre no le gustaba su relación con la Compañía, es verdad, y era un hombre a quien no se le daba bien esconder sus sentimientos, pero no eran enemigos, sólo conocidos que se trataban con frialdad.
Quizás hubiese malinterpretado a mi tío. Mi tío, a diferencia de mi padre, no era un cobarde, pero yo le sabía cauteloso, cuidadoso a la hora de mantener su posición en la comunidad, deseoso siempre de decir lo correcto ante los observadores ojos de nuestros vecinos cristianos. Su preocupación hizo que me sintiera falto de generosidad por haber dudado de él.
Intentando cambiar de tema, me aclaré la garganta y tomé un trago de vino, que se había enfriado ya hasta estar agradablemente caliente.
—¿Pondría alguna objeción si llevase a Miriam al teatro?
Se revolvió incómodo en el asiento.
—No estoy seguro de que el teatro sea el mejor lugar para una mujer como Miriam. Quizá algún otro acontecimiento social —me sugirió.
—Es usted muy protector con ella —observé.
—Se ha criado en esta casa desde que era poco más que una niña, y se casó con mi propio hijo. Siento una gran responsabilidad con respecto a ella.
—¿La responsabilidad de mantenerla alejada del teatro?
—De mantenerla alejada del peligro —me corrigió—. Ya sabes la clase de elementos que frecuentan los teatros, Benjamin. Y sabes lo delicada que es la reputación de una dama. Que la vean simplemente hablando con el hombre equivocado podría arruinarla para siempre. Y tú no querrías eso, estoy seguro.
—Por supuesto que no —dije nervioso. Los ojos de mi tío Miguel se fijaban en cada variación de mi rostro.
—Voy a ser directo contigo, Benjamin. He notado que has desarrollado cierto afecto por Miriam. No le he preguntado a ella por el asunto, pero creo que ella puede llegar a sentir lo mismo. Sabes que tiene otros pretendientes, pero me parece que ninguno le interesa mucho, y, como digo, a mí me importa su felicidad. Pero no soy tan tonto como para mandarla a un matrimonio por amor con un hombre que no puede hacerle justicia.
—Entiendo —asentí, deseando más que ninguna otra cosa que esta conversación nunca hubiera tenido lugar.
—Sería inapropiado por mi parte considerarte a ti como un pretendiente en tu situación actual, pero siempre hay opciones. Debes saber que necesito aún un agente en Levante, y desde la muerte de Aaron no he encontrado un sustituto apropiado. Tendrías que viajar mucho, pero hay muchas oportunidades de ganar una considerable fortuna tanto para ti como para tu familia. Y, como estoy seguro que sabes, Miriam tiene una asignación de cien libras al año, que le proporcionaría un buen nivel de comodidad inicial a la hora de montar un hogar.
—¿Miriam tiene cien libras al año? —dije yo casi abruptamente.
Mientras que resultaría difícil mantener un hogar, de lujo con esa cantidad, para una mujer que no tenía problemas de comida ni de alquiler, era una suma enorme. No podía imaginar por qué Miriam había necesitado pedirme dinero prestado, ni por qué había intentado negar haberme hecho semejante petición.
—¿Está recibiendo esta suma ahora?
—Por supuesto. La recibe en cuatro pagas al año. La última le fue entregada hace unas pocas semanas precisamente. ¿Por qué lo preguntas?
Y por qué lo preguntaba, es verdad.
—Su oferta es muy generosa, tío —tomé un último trago de vino y me puse en pie, sintiendo dolor al hacerlo—. No creo que me considere insensible a lo que me propone. Pero sé que no soy el hombre adecuado para ser su comerciante con los turcos. Y aunque el premio es muy estimable, me hará poco bien si he de estar tan lejos.
Mi tío se puso en pie también, y me puso una mano suavemente en el hombro.
—No soy el más observador de los hombres, Benjamin, pero sí que me doy cuenta de algunas cosas. Miriam decidió no viajar con Aaron por determinadas razones. No estoy seguro de que sintiera lo mismo con respecto a ti. En cualquier caso, espero que consideres mi propuesta. Sigue en pie te cases o no. Me gustaría mucho verte establecido en el negocio familiar.
Le hice una reverencia a mi tío, condenándome al mismo tiempo por devolver su generosa calidez con mi cortesía formal. Pero no albergaba ningún deseo de vivir y comerciar entre una pandilla de turcos con turbante, y menos aún de ocupar con tanta facilidad el hueco dejado por mi primo muerto.
Al día siguiente me desperté tieso por la paliza recibida de manos de los hombres de Wild, y la piel en torno a mi ojo derecho estaba morada e hinchada. Mi tío ya se había ido al almacén para cuando bajé, así que me senté a la mesa del desayuno con las dos señoras de la casa. Mi tía me preguntó que si me había vuelto a dar por pelear en el ring. Miriam se me quedó mirando con una especie de horror.
Después del desayuno seguí a Miriam hasta la salita, donde había empezado a hojear los periódicos. No pude evitar sentir que había cierta frialdad en su comportamiento para conmigo, y supongo que también lo había en el mío. Sabía que no tenía ningún derecho a guardarle rencor por tener un amante, pero le guardaba rencor de todas formas. Creo que quería que ella se comportase de tal modo que hiciera que mi rencor desapareciese o lo hiciese crecer. Sólo sabía que ella me importaba y que su galanteo con un hombre que yo sabía que era un zascandil me atormentaba.
—Ahora va a ser un verdadero miembro de la familia —me dijo.
—Mi tío me ha permitido amablemente que me quede aquí durante un periodo difícil.
Pasó una página.
—Es un hombre generoso, entonces.
La miré fijamente.
—¿La he ofendido de alguna manera, Miriam?
Me devolvió la mirada.
—Usted sabe algunas cosas acerca de las cortesías sociales. ¿Lo ha hecho?
¿Se habría enterado de alguna manera de cómo había seguido a Deloney? Si lo había hecho, ¿se atrevería a enfrentarse conmigo? No me parecía posible.
—No se me ocurre cómo he podido hacerlo, señora.
—Entonces —respondió—, es probable que no lo haya hecho.
No tenía ganas de jugar con ella a estos juegos.
—Si decide lo contrario —le dije—, sólo espero que me informe de mi transgresión para poder pedirle disculpas.
—Es usted demasiado gentil —me dijo, y volvió a mirar el periódico.
Tenía demasiadas cosas que hacer como para insistir, de modo que simplemente le hice una reverencia y me fui. Me pareció que la hora era suficientemente apropiada, así que tomé rumbo a casa de Balfour, pero su casera me dijo que ya no residía allí.
—El caballero vive ahora con su madre —me dijo—. Yo pensaba que conocía a esa clase de personas, y estaba segura de que iba a tener que llamar al alguacil si quería ver a alguien de su calaña pagar la renta. Pero no hace ni tres días coge y me da todo lo que me debe y me pide que le embale sus cosas y que se las mande a su madre, eso me dice. Y eso es lo que he hecho.
Conseguí la nueva dirección de Balfour y le di las gracias por atenderme. Luego alquilé un carruaje hasta la casa de su madre en Tottenham Court Road. El criado me tuvo esperando una hora larga en un recibidor esmeradamente decorado antes de que entrase Balfour en el cuarto como una exhalación, en busca de alguna cosa que por fin se metió en el bolsillo antes de dirigirse a mí. Observé que había tenido cita con el sastre, porque había sustituido su traje elegante pero raído por algo mucho más fino y más nuevo. Llevaba una chaqueta de color amarronado con un chaleco burdeos debajo, y las mangas adornadas con mucho encaje dorado. La camisa era de la seda blanca más elegante y más limpia, e incluso su peluca —muy del estilo de la suya antigua— estaba bien cardada, era de proporciones correctas, y estaba muy aseada. Balfour era un hombre nuevo, y tenía las ropas que lo demostraban.