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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (62 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—¿Has vuelto a pensar acerca de mi oferta? —me preguntó con delicadeza.

Reflexioné sobre cómo responder durante un tiempo. Mi tío, hasta donde podía yo comprobar, se había exculpado a sí mismo de todo mal en el asunto de la conspiración en torno a la muerte de mi padre. No se había exculpado del todo en el asunto de la fortuna de Miriam, así que le presioné.

—Pongamos que acepto su oferta, tío, y que me caso con Miriam. ¿Qué ocurriría si algo me sucediese? ¿Qué sería de Miriam?

Mi tío reunió fuerzas para responder. No era más que una pregunta, pero le hizo acordarse de la pérdida de su hijo. Quizá había sido un error por mi parte siquiera sugerir tal cosa.

—Comprendo por qué puede preocuparte eso. Es perfectamente lógico que pienses en esas cosas, pero Miriam siempre ha sido bienvenida en mi casa.

—¿No debiera ella ser independiente? ¿Y qué hay de usted? Si usted perdiera un barco cargado de mercancía, eso sería sin duda desastroso para sus finanzas.

—Sería desastroso en muchos aspectos, pero no para mis finanzas. Siempre aseguro mis barcos contra posibles daños, de modo que en caso de producirse una tragedia, por mucho que uno sufra, no sufre la ruina.

Puso el vaso de vino sobre la mesa.

—Quieres saber lo que le ocurrió a la fortuna de Miriam —había una frialdad en su voz que yo no había oído desde que él y yo comenzamos esta investigación—. Quieres saber cuántas monedas podrás meterte en el bolsillo en caso de casarte con ella.

—No —repuse deprisa—. No me ha comprendido. Disculpe que no haya tenido para con usted la cortesía de ser más directo. Deseo saber qué le ocurrió al dinero de Miriam por ella, no por mí.

—¿Por ella? —preguntó—. Pues lo tengo yo. Será suyo de nuevo en cuanto vuelva a casarse.

—¿Y en caso de que no lo haga?

Él se rió.

—Entonces, se lo guardaré mientras viva en mi casa. Si sigue soltera en el momento de mi muerte, lo he dispuesto para que se constituya un fideicomiso.

—¿Pero por qué no se lo da a ella? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—El dinero ya no es realmente suyo, excepto en espíritu. Aaron lo invirtió en el comercio, y cuando su barco se perdió, recibí el pago de la aseguradora. Se hace tan difícil saber qué dinero pertenece a quién. Pero a Miriam nunca le faltará de nada mientras permanezca bajo mi protección o se case con un hombre a quien yo apruebe.

—¿Y qué sucede si ella no desea su protección —continué— o desea casarse con un hombre a quien usted no aprueba?

—¿Piensas que he sido siniestro, Benjamin? ¿Que he estafado a la mujer de mi propio hijo por unos pocos miles de libras?

Para mi alivio no había indignación alguna en su voz. Se creía tan libre de motivos malvados que no podía tomar en serio la sospecha.

Yo sí la tomaba en serio, sin embargo. Porque era culpable, aunque no de malicia.

—No creo que se haya apropiado de nada con mala intención —dije—. Creo que se ha atrevido a hablar por boca de Miriam.

—¿Y ahora lo haces tú? —su voz se volvía enérgica de nuevo.

Había tocado algo.

—Nunca haría tal cosa —dije—, pero me temía que usted no escucharía sus palabras. Pensé que quizá escuchara las mías.

—Es una tontería por su parte desear eso —me dijo mi tío—. Miriam ha vivido en mi casa mucho tiempo. Si he hecho algo que no le haya gustado, ha sido por su propio bien.

—¿Cómo puede usted decidir eso por Miriam? —pregunté—. ¿Lo ha consultado con ella alguna vez?

—Consultar estos asuntos con las mujeres es de necios —respondió—. ¿Viste que retenía el dinero de Miriam y pensaste que lo hacía por avaricia? Me escandalizas, Benjamin. A lo mejor ahora me acusarás de ser poco liberal, pero he visto a las mujeres llevar sus fortunas a la ruina demasiadas veces, y sólo deseo preservar para Miriam una fortuna que debe ser suya y de sus hijos. Si le dejo hacer lo que le plazca, malgastará el dinero en vestidos y carruajes y entretenimientos caros. A las mujeres no se les pueden confiar estas cosas.

Sacudí la cabeza. Por las cosas que decía de ella parecía como si nunca hubiera conocido a su nuera.

—Puede que algunas mujeres sean así, pero Miriam sin duda no lo es.

Él se rió suavemente.

—Cuando tengas tu propia mujer, tus propios hijos, podemos volver a tener esta conversación.

Se puso en pie y abandonó la habitación. Yo no pude saber si había dado por concluido el asunto o si había cedido.

Mi tío no me pidió nada, porque me había prometido que no me pediría nada, pero comprendía que prefería que suspendiese mi investigación durante el sábbat. Lo hice en señal de respeto a su casa, y también porque necesitaba tiempo para meditar sobre todo lo ocurrido. No me dijo nada acerca de nuestra conversación sobre Miriam, y yo no le dije nada a él. No tenía estómago para sacar un tema que sería motivo de conflicto para él. Al menos aún no. Me resultaba extraño pensar que había llegado a casa de mi tío con la esperanza de que él fuera el hombre que mi padre nunca había sido. Supongo que había esperado demasiado de él; es decir, que había esperado que opinase lo mismo que yo en todos los frentes. Me consolaba, sin embargo, saber que retenía el dinero de Miriam no por vileza, sino por prejuicios contra su sexo.

A nuestra cena del viernes mi tío sabiamente decidió no invitar ni a Adelman ni a Sarmento, pero sí invitó a una familia vecina: un matrimonio de la edad de mis tíos más o menos, su hijo y la esposa de éste. Me gustó tener compañía, porque resultaba una distracción muy necesaria y la presencia de las mujeres me liberaba de la incómoda tarea de intentar conversar con Miriam.

Después de rezar en la sinagoga al día siguiente, de nuevo me encontré hablando con Abraham Mendes. Era tan raro que este hombre que no me parecía más que un villano en presencia de su amo, Jonathan Wild, pudiera resultar tan socialmente competente en otras circunstancias. Para mi sorpresa, creo que incluso me alegré de verle acercarse a mí.

Mendes y yo intercambiamos el saludo tradicional del sábbat. Preguntó por la salud de mi familia, y luego dirigió su atención hacia mí.

—¿Cómo progresa su investigación, si me permite la pregunta?

—¿No viola la ley de Dios hablar de tales asuntos durante el sábbat? —inquirí.

—Es cierto —convino—, pero el robo también, de modo que será mejor que no analicemos nuestros pecados.

—La investigación va mal —murmuré—. Y aunque no le importe molestar al Señor, haga el favor de no molestarme a mí. No estoy de humor para hablar del asunto.

—Muy bien —me sonrió—. Pero si quiere, puedo comentarle sus dificultades al señor Wild. Es posible que pueda ofrecerle alguna ayuda.

—Ni se le ocurra. Mendes, no estoy seguro del grado de su vileza, pero no tengo ninguna duda acerca de su amo. Haga el favor de no mencionarle mi nombre.

Mendes me hizo una reverencia y se marchó.

Una vez de vuelta en casa, me encontré nuevamente evitando a Miriam. Los dos nos habíamos esforzado en eludirnos desde nuestra desafortunada conversación. El sábado, después de ir a la sinagoga, Miriam anunció que le dolía la cabeza y pasó el resto del día en su habitación. No puedo decir que sintiese otra cosa excepto alivio.

Esa noche, al subir las escaleras, me la encontré en el pasillo, justo junto a su puerta. Me había estado esperando.

—Benjamin —dijo con voz queda. Mis tíos estaban durmiendo en el piso superior. Nos oirían si no teníamos cuidado.

No sabía si acercarme a ella o alejarme. Parecía un tonto allí quieto, pero por el momento me resultaba más fácil que tomar una decisión.

—Hay algo que quiero decirle —susurró, casi de manera inaudible.

Caminé hacia delante, con la mano extendida. Ella dio un paso atrás.

—Es sobre su padre.

Esa afirmación me paró en seco. Mis miembros temblaban. Me habían pasado demasiadas cosas como para no sentir terror ante esa afirmación.

—¿Qué pasa?

—Hay algo que quiero decirle, algo que me parece que debe oír. Su padre… —hizo una pausa, apretó los labios, y respiró fuerte por la nariz como un marinero hinchando los pulmones antes de tirarse a la mar—. Su padre no era un hombre bueno.

Casi me río; de hecho, hubiera soltado una carcajada de no haber estado tan confuso.

—Creo que eso ya lo sabía.

Se mordió el labio.

—No me entiende. Una vez me dijo que se sentía culpable, que tenía remordimientos, como si hubiera cometido errores. A lo mejor deba sentir esas cosas; a lo mejor sí que erró usted horriblemente al escaparse de casa, y aún más al no volver. Pero eso no significa que estuviera equivocado, al menos no del todo. Cúlpese a sí mismo si quiere pero debe culparle a él también.

Sacudí la cabeza una y otra vez, sólo parcialmente consciente que lo hacía.

—Su padre sabía dónde estaba. Sólo tenía que leer los periódicos para saber dónde peleaba. Podía haberse acercado a usted, y no lo hizo. No lo hizo porque no sabía ser generoso. Le vi tratar con su hermano, y no era más cálido con José que con usted, sólo estaba más satisfecho. Sus recuerdos no son una invención, son la verdad. Quizá las cualidades que le convirtieron en un buen hombre de negocios lo convirtieron en un mal padre. Pero yo creo que… —su voz se perdió un momento—. Tiene demasiados remordimientos —dijo—. Más de los que debiera.

Sus palabras me dejaron como helado. Sentí tal torrente de emociones que no podía distinguir una de otra.

—Quiero que seamos amigos, Benjamin —dijo tras una pausa, a lo mejor cansada de mi silencio—. ¿Lo entiende?

Asentí como un bobo.

—Entonces mañana podremos hablar como solíamos.

Sonrió tan dulcemente, tan tímidamente, que pensé que me estallaría el corazón. Y luego subió las escaleras y me dejó en el pasillo, donde permanecí hasta que oí las campanadas de un reloj en el piso inferior, y entonces me fui a mi habitación tropezando como un borracho.

Fue poco después de la una de la tarde cuando llegué a casa de Sir Owen, y me resultó una sorpresa agradable ver que estaba despierto, completamente vestido, y listo para verme al cuarto de hora de mi llegada. Lejos de ser el hombre severo con quien me había encontrado la última vez que le vi, ahora tenía todo el aspecto de ser el mismo de siempre.

—Weaver —me gritó con bastante placer al entrar en la sala—. Qué bueno verle. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Le apetece un trago de algo?

—No, gracias, Sir Owen —le dije mientras él se servía un oporto. Yo estaba demasiado agitado, demasiado confundido, pensé, como para tragar incluso.

—Me he enterado de que ese amigo suyo, el cirujano escocés, va a deslumbrar al Teatro Real de Drury Lane con una nueva comedia. Nunca me pierdo una comedia nueva, ¿sabe? Y si es de un hombre que me ha curado de gonorrea, mejor que mejor. Dígale por favor que estaré allí la noche del estreno.

—Creo que le gustaría más que asistiese a la noche benéfica para el autor —dije con una calidez que era reflejo de la suya. Para sacarle algo a Sir Owen, era necesario que no conociera mi estado de ánimo.

Se rió.

—Bueno, si el esfuerzo merece la pena, volveré la tercera noche. Siempre he creído que hay que apoyar la noche a beneficio del autor. Es lo menos que se puede hacer por una obra buena.

—Estará encantado de saberlo.

Guardé silencio un momento, y Sir Owen se unió a él conformándose con agitar su oporto matutino en el vaso.

—Le traigo noticias que creo que usted debe saber —continué—. Parece que Kate Cole ha sido asesinada.

—¡Asesinada! —casi se le cae el vaso—. Por Dios, señor, yo he oído que se ahorcó.

Se dispuso a dejar el oporto sobre la mesa pero luego cambió de idea y tomó un largo trago.

El mero hecho de que supiera algo así me asombró.

—¿Así que usted lo sabía?

—Oh sí, oh sí —contestó. Se terminó la copa y se sirvió otra—. ¿Pero está usted seguro? ¿No? Bueno, verá, el asunto de su juicio era algo que me tocaba muy de cerca, y, como sabe, no me faltan ciertos contactos. Recibí un mensaje de un amigo que sé que tiene algún vínculo con el alcaide de la prisión de Newgate; me contó que había muerto. Me indicó claramente que la mujer se había ahorcado. Me sorprende oírle hablar de asesinato.

—Lo cierto es que sólo tengo sospechas de que haya sido asesinada —admití— por otro asunto que me concierne.

—¿Qué otro asunto? —me preguntó—. ¿Lo de su padre? ¿Por qué tendría que ver con esta mujer?

—Es difícil de decir —le dije—. No soy capaz de descifrarlo, porque hay demasiados jugadores.

Sir Owen me escudriñó.

—¿Hay alguna forma en que pueda ayudarle? Como sabe no me faltan contactos, y si puedo ofrecerle cualquier servicio, sólo tiene que pedírmelo.

No podía dejar de sentirme asqueado de un amigo como Sir Owen, que se había mostrado encantado de sacrificarme cuando su reputación corría un leve peligro, pero que ahora que no tenía nada que perder, estaba ansioso por demostrarme sus influencias.

—Es usted ciertamente muy amable —me quedé pensativo un momento. El hecho de que el carácter de Sir Owen tuviera sus máculas no era quizá suficiente razón para no aprovecharme de sus contactos—. No quiero involucrarle, porque me he dado cuenta de que se trata de un asunto peligroso, pero sí hay una cosa con la que quizá pueda ayudarme, y lo cierto es que sería una grandísima ayuda. ¿Ha oído usted el nombre de Martin Rochester?

—Rochester —repitió. Se tomó un momento para pensar en el nombre—. Lo he oído mencionar, me parece, pero no sé quién es. ¿A lo mejor un nombre que he oído en las casas de juego? —entrecerró los ojos y tomó un trago—. ¿Tiene que ver con la muerte de la puta?

—Sí —contesté—. Creo que Rochester dispuso que la mataran porque podía identificarle. Verá, me he enterado de que Rochester no es más que un seudónimo, y que se encuentra detrás de algunos actos inenarrables. Si pudiera averiguar quién es, entonces podré descubrir la verdad de los crímenes que investigo.

Sir Owen sorbió su oporto.

—¿Será eso muy difícil?

—Rochester es muy astuto, y tiene tanto amigos como enemigos, que borran sus pistas. Una cosa es utilizar un nombre falso por conveniencia, pero con Rochester parece que se trata de algo completamente distinto. Se ha creado un ser falso —dije, razonando acerca del asunto conforme hablaba—, una representación de un corredor, al igual que el dinero, es una representación de la plata.

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