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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (69 page)

—No comprendo —dije, aún bastante atontado—. ¿Por qué razón?

—Son órdenes —me explicó, como si eso lo aclarase todo.

—¿Órdenes de quién?

Nunca había oído hablar de un carcelero que se negase a ganar un poco de plata.

—No se lo puedo decir —replicó estoicamente. Empezó a toquetearse la piel floja alrededor del cuello.

Creo que mi voz revelaba la incredulidad que me producía lo que había oído.

—¿Se aplica esta medida a todos los hombres que tiene aquí?

Se rió.

—Oh, no. Los otros caballeros tienen la libertad de enviar tantos mensajes como quieran. ¿Cómo iba yo a ganarme el pan si no? Esto va sólo por usted, señor Weaver. No podemos dejarle a usted que envíe mensajes. Eso es lo que nos han dicho.

—Me gustaría hablar con el alcaide de la prisión —le dije con voz severa.

—Por supuesto —seguía pellizcándose el cuello—. Vendrá en algún momento mañana por la tarde. No creo que siga usted aquí, pero si está, podrá hablar con él entonces.

Consideré por un momento las opciones que tenía. Romperle el cuello a este sujeto me parecía un método bastante agradable de conseguir lo que quería, pero no era muy sabio. Pensé en un plan menos violento.

—Haré que le haya merecido mucho la pena enviar un mensaje por mí.

Él se limitó a sonreír.

—Ya han hecho que me merezca la pena hacer lo contrario. ¿Quiere que le traiga el papel y la pluma?

—¿Quién te ha pagado para que impidas que yo envíe mensajes? —inquirí.

Se encogió de hombros.

—No le puedo decir eso, señor.

Apenas hacía falta que lo hiciera, porque yo tenía mis sospechas.

—¿De veras quieres comprometerte a tener tratos con un hombre como Wild? —le pregunté al guardia.

Solamente sonrió.

—Bueno, supongo que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild, ¿no le parece?

Recordé las palabras de mi tío: «Al señor Mendes le gusta decir que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild».

—Dale recuerdos míos al señor Mendes —murmuré.

Me mostró una sonrisa de dientes podridos.

—Es usted un tipo listo, ¿eh? Me da hasta pena haber jugado con usted, señor, pero Wild es un poquito más listo, supongo.

Ordené al sinvergüenza impertinente que se marchara. No podía creer mi mala fortuna. Con toda seguridad habían cortado mis líneas de comunicación para que me fuera imposible enviar precisamente la clase de mensaje que quería enviar. Si estaban impidiendo que me pusiera en contacto con mi tío, era prácticamente seguro que quienquiera que estuviera conspirando contra mí se encargaría también de que me enfrentase a un juicio. No podía imaginar que a la Compañía de los Mares del Sur le apeteciese mucho eso: de hecho, si iban a llevarme a juicio podía considerar que mi vida estaba en peligro en todo momento, ya que la Compañía de los Mares del Sur tenía mucho que perder en un juicio. El Banco de Inglaterra, sin embargo, tenía mucho que ganar, y lo único que podía asumir es que quien estaba detrás de esta trama para aislarme era Bloathwait.

No dormí en absoluto aquella noche, pero tampoco pensé mucho acerca de lo que me había ocurrido ni en lo que había visto. Permanecí sentado en mi incómoda silla de madera e intenté vaciar la mente. Pero no pude olvidarme del todo del bonito rostro de Sarah Decker. Si ella era Sarah Decker, ¿quién era entonces la mujer que había conocido aquel día, y qué podía significar ese encuentro? Me hallaba, como había dicho Adelman, en un laberinto en el cual no podía ver lo que tenía por delante ni tampoco siquiera lo que tenía por detrás. Sólo sabía dónde estaba, y estaba atrapado.

A la mañana siguiente me llevaron ante el juez. El juez Duncombe me observó fijamente en su tribunal de Great Hart Street.

—Estoy asombrado —me dijo, y claramente lo estaba—. El señor Weaver, una vez más, y un asunto de asesinato, una vez más. De veras, señor, veo que debo proceder a encerrarle inmediatamente antes de que despueble usted la metrópoli entera.

Tragué saliva al oír la palabra «asesinato». Confieso que la situación me aterrorizaba, porque no ofrecía muy buenas perspectivas, por ponerlo suavemente.

—¿Debo entender que Sir Owen efectivamente ha muerto, señoría?

—No —explicó Duncombe—. El médico me ha contado que las heridas de Sir Owen son superficiales y que se espera que se recupere completamente. Pero está el asunto del otro individuo, el lacayo, Dudley Roach, que sí está muerto del todo. Dígame, señor Weaver, ¿le agrada o le desagrada a usted la expectativa de que Sir Owen vaya a recuperarse?

—Le confieso que tengo sentimientos encontrados —dije audazmente—, pero lo cierto es que prefiero que viva para que se le pueda obligar a confesar sus crímenes. Espero que le vigilen bien y que no pueda escapar.

—Estamos aquí para discutir sus crímenes —dijo el juez con sarcasmo—, no los de un barón.

Me erguí y hablé con aplomo.

—Estoy convencido de que los testigos de los hechos testificarán que Sir Owen disparó una pistola contra mí y me atacó. Fue él quien mató al lacayo, que no era más que un testigo desafortunado de la locura de Sir Owen. Yo sólo deseaba defenderme y apresar a un hombre cuyos crímenes debieran ser sacados a la luz pública. El hecho de que le hiriese fue un accidente, nada más.

—Por lo que me dicen mis alguaciles —replicó—, las cosas no son así. Parece que usted atacó a Sir Owen, y si él se defendió con pasión, el resultado del conflicto puede explicar su empeño. Si usted le incitó con un ataque, el cargo de homicidio puede recaer en usted, no en Sir Owen. ¿No está usted de acuerdo?

No lo estaba, y se lo dije.

Duncombe me hizo una serie interminable de preguntas acerca de lo ocurrido, y yo contesté como mejor pude sin revelar nada acerca de las acciones de la Mares del Sur falsificadas. Dije solamente que me había enterado de que Martin Rochester había cometido varios asesinatos y que Sir Owen y Martin Rochester eran la misma persona. Como había sucedido en el teatro la noche anterior, esta información produjo no poca sorpresa. Duncombe se me quedó mirando con asombro, mientras que el público de la sala estalló en elevados murmullos. El juez golpeó su mazo y restituyó un silencio respetuoso.

—Si sabía usted que este hombre era lo que usted dice —me preguntó—, ¿por qué no pidió una orden de arresto?

La pregunta me sorprendió, y no encontré respuesta. Me temía que Duncombe creyese que mi confusión era señal de que me había pillado en un renuncio.

Me interrogó durante lo que me parecieron horas, aunque creo que no fue tanto tiempo en absoluto. Entonces Duncombe empezó con la labor de interrogar a los testigos. No voy a pedirle a mi lector que soporte lo que yo soporté, escuchando los interminables detalles de mi enfrentamiento con Sir Owen. Baste decir que más de una docena de testigos ofrecieron testimonios, y que ninguno de ellos pretendía disculparme.

Enfrentado a la naturaleza arbitraria de nuestro sistema legal, tenía razón para preocuparme, ya que si alguien poderoso deseaba enviarme a juicio, entonces no veía forma de evitar ese sino. Y consideré con cierta contrición la muerte del lacayo inocente. Pese a que él había sido víctima del humor algo volátil de Sir Owen, aquél era un humor provocado por mí, y ahora sabía que había provocado a Sir Owen basándome en un engaño. Alguien se había esforzado mucho en asegurarse de que yo creyera que Sir Owen me había mentido. Alguien lo había dispuesto para que una persona se hiciera pasar por quien no era y me enfrentase a una serie de mentiras que sólo podían llevarme a la conclusión de que Sir Owen era un sinvergüenza. Ya no sabía qué creer.

El interrogatorio de Duncombe a los testigos duró más de cuatro horas, y para cuando concluyó, yo estaba demasiado exhausto como para siquiera ser capaz de adivinar su veredicto. No veía razón para que no me llevase a juicio, y esta perspectiva me aterrorizaba. Por fin, tras oír a todos los testigos, el juez anunció que estaba listo para tomar una decisión.

Busqué alguna señal en su manera de comportarse, deseando conocer mi destino antes de que él lo pronunciase, pero no fui capaz de sacar nada en claro de la expresión severa y hierática del juez.

—Señor Weaver, es usted sin duda un hombre peligroso y excitable, y claramente agitó a Sir Owen, pero nunca le obligó a sacar un arma ni a vaciar el cargador tan temerariamente. Sospecho que me dará usted razones, en el futuro, para desear que Sir Owen hubiera tenido más puntería, pero ésa no es la cuestión que se dilucida hoy aquí. No encuentro causa para acusarle de homicidio. Si Sir Owen desea procesarle por agresión, entonces me temo que se verá usted ante este tribunal muy pronto. Deseo de todo corazón que puedan ustedes arreglar sus asuntos en privado. Puede retirarse.

Me di cuenta más tarde de que debí haberme sentido eufórico de alivio, pero quizá estaba demasiado perplejo. No sabía cómo comprender su decisión. Sólo me quedaba suponer que Duncombe había sido sobornado en mi favor, pero ¿quién habría intercedido por mí? ¿Alguien habría informado a mi tío de que yo estaba en peligro a tiempo de intervenir? ¿Si era así, por qué no estaba en la sala?

Me abrí paso entre la concurrencia, con el único deseo de salir de aquel horrendo edificio, antes de que el juez cambiase de opinión. Elias me dijo más tarde que él estaba allí y que me agarró el brazo al pasar por su lado, pero yo no tengo recuerdo de haberle visto. Avancé a empellones, moviéndome con la determinación embotada de una mula estúpida, hasta que escapé de los confines del tribunal y respiré el aire pútrido y neblinoso de la tarde londinense. A pesar de lo mal que olía el aire aquel día, y de lo nublado y desapacible que estaba el tiempo, me regocijé en él con una satisfacción indescriptible. Era un momento de alivio, y la consciencia de que el alivio no era sino momentáneo lo hacía aún más dulce.

Mi ensueño no duró más de un minuto, y cuando el mundo volvió a cristalizarse ante mí, como lo hace después de que uno se frota los ojos, reconocí inmediatamente la carroza y el paje indio de Nathan Adelman. Miré el carruaje un momento hasta que Adelman sacó la cabeza por la ventanilla y me invitó a subir.

Le miré sin expresión. Me sentía como si al emitir cualquier sonido fuera a empeñar más fuerzas de las que disponía.

—Hemos ganado la libertad, según veo —no estaba riéndose del todo, pero resplandecía de satisfacción—. No es un hombre fácil, ese Duncombe, pero al final se avino a razones. Suba, Weaver.

—Estoy asombrado —dije al entrar en el carruaje— de verle salir de todo esto como mi aliado. Hubiera pensado que la Compañía habría estado encantada de ser testigo de mi ruina.

Me senté frente al gran financiero, y el carruaje echó a andar, sin que yo supiera hacia dónde.

Adelman me sonrió, como si fuéramos a ir a dar un delicioso paseo juntos por el campo. De hecho, su figura pequeña y gordezuela daba toda la impresión de ser la de un perfecto caballero inglés.

—Creo que antes de anoche nos hubiera complacido verle arruinado, pero ahora las cosas han cambiado, y le aseguro que debería estar agradecido de que llegáramos a un trato con este juez antes de que lo hicieran nuestros amigos del Banco de Inglaterra. Puede usted estar seguro de que se habrían encargado de llevarle a juicio.

—Por supuesto —asentí—. Me habría visto forzado a explicar mis acciones, y esa explicación habría supuesto la revelación pública de la implicación de Sir Owen en la falsificación de las acciones de la Mares del Sur.

—Exacto. Al final, agradezco su trabajo, ya que hemos descubierto la identidad de Rochester, y ya no le creará más dificultades a la Compañía.

Respiré profundamente.

—Ya no estoy convencido de que Sir Owen sea Martin Rochester, sólo de que alguien se ha tomado mucho trabajo en hacerme creer que así era.

Adelman se me quedó mirando.

—No tengo ninguna duda de que Sir Owen sea nuestro hombre, y la Compañía, se lo aseguro, tampoco tiene ninguna duda. Y parece que hay otros más que no tienen ninguna duda.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Sir Owen —dijo despacio— está muerto.

No me avergüenza reconocer que me mareé, y busqué un lugar donde apoyar el brazo.

—Me aseguraron que sus heridas eran superficiales.

No podía entender lo que Adelman me decía. Si Sir Owen estaba muerto, ¿por qué no me habían acusado de asesinato?

—Las heridas que le produjo la caída eran superficiales —me explicó Adelman. Su voz era tranquila, controlada, casi relajante—. Pero recibió otras heridas. Al abandonar la casa del médico esta mañana, le asaltó un rufián que le apuñaló sin piedad en la garganta. Sir Owen sobrevivió al ataque durante sólo unos pocos minutos.

No sabía si sentía ira o felicidad, temor o júbilo.

—¿Quién era ese rufián? —pregunté.

—El villano logró escapar —me sonrió, con una mirada traviesa que no quiso disimular. Me gustaría haber visto vileza, pero había algo infantil, pícaro, en su aspecto. Adelman deseaba hacerme saber que la Compañía de los Mares del Sur había despachado a Sir Owen—. Es bastante escandaloso que pudiera escapar, con toda aquella gente allí —me dijo, sonriendo—. Sir Owen era un hombre con muchos enemigos, y supongo que nunca conoceremos toda la verdad.

—Le creo a pies juntillas —contesté, trasladándole el mensaje a Adelman más con la mirada que con las palabras—. Hay mucho que no llegaremos a saber, de eso he empezado a darme cuenta.

—Pero se encontraron papeles en los bolsillos de Sir Owen que indican inequívocamente que él era la persona conocida como Martin Rochester. Había incluso el borrador de una carta, dirigida a uno de los directores de la Mares del Sur. —Adelman me entregó varios trozos de papel doblados.

Los abrí y hallé una caligrafía difícil, pero hojeé las páginas rápidamente. La carta era efectivamente lo que Adelman decía. «Ahora busco tan sólo dejar que la Compañía proceda con su plan —leí—. A cambio de la consideración de treinta mil libras, abandonaré esta isla para no volver jamás, ni hablar de lo que aquí ha ocurrido».

Le devolví la carta.

—Se parece bastante a lo poco que he visto de la letra de Sir Owen —comenté—. Pero el asunto con el que nos enfrentamos es la falsificación, después de todo.

—Puede usted estar tranquilo, el hombre que asesinó a su padre ha sido castigado.

Sacudí la cabeza.

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