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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (67 page)

Me sonrió, y supuse que por una sonrisa así la serviría en todo cuanto estuviese en mi mano.

—Me resulta incómodo hablar de ello, señor. Espero no hacerle perder la paciencia.

Pronto iba a tener que partir hacia el teatro, pero aun así le aseguré que podía tomarse el tiempo que le hiciera falta.

—Es acerca de Sir Owen Nettleton. Creo que le conoce.

Asentí.

—Sí. Espero verle en el teatro esta misma noche.

—¿Cree usted que es un hombre de honor?

Era una pregunta delicada, y había de responderla con cautela.

—Creo que Sir Owen es un caballero.

—Usted le hizo un servicio, ¿no es cierto? ¿Le mencionó mi nombre?

Ahora sabía por qué recordaba el nombre de Sarah Decker.

—Sir Owen me habló de usted sólo en los términos más laudatorios —contesté—. ¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo?

Ella sacudió la cabeza.

—Apenas si sé cómo explicarlo —dijo—. Mi esperanza es que usted consiga hablar con él, hacerle entrar en razón. No sé qué otra cosa hacer. He tratado el asunto con hombres de leyes, pero él no ha cometido ningún crimen. Mi hermano me ha dicho que se batirá en duelo con él, pero sé que Sir Owen es superior a mi hermano con la espada, y no podría soportar que nada le sucediera por mi culpa.

—Señora —le dije—, debe usted contarme la naturaleza de su dificultad. ¿Han tenido Sir Owen y usted algún tipo de ruptura?

—Ése es el problema precisamente —dijo la señorita Decker—. Nunca ha habido entre nosotros nada que pudiera romperse. Le he saludado en algunos acontecimientos sociales, hemos intercambiado algunas palabras, pero él y yo no somos más que lejanos conocidos. Y sin embargo él le dice al mundo que vamos a casarnos. No sé por qué lo hace. Todos los que le conocen le creen completamente cuerdo en todos los demás aspectos.

—¿Intenta él visitarla? ¿Verla en sociedad?

—No. Sólo habla en público de su compromiso conmigo.

Lamentaba muy sinceramente que la señorita Decker hubiese renunciado al refrigerio, porque en ese momento yo necesitaba algo más fuerte de lo habitual.

—No comprendo —le dije a la dama—. Él me habló de usted en términos muy elogiosos. No habría hallado razón alguna para dudar de que su compromiso con usted era genuino. De hecho, cuando habló de él, lo presentó como si pudiera arrojar sobre él una luz desfavorable a causa del reciente fallecimiento de su esposa. Me pregunto si esta fantasía suya de que va a casarse con usted no será algún tipo de delirio producido por la tristeza.

—Pero Sir Owen nunca ha estado casado. Habla de la muerte de su mujer y ninguno de sus amigos sabe cómo responder, porque Sir Owen nunca ha tenido esposa.

—Dios mío —suspiré. «Entonces, ¿qué era lo que yo recuperé para él?», estuve a punto de decir en voz alta—. ¿Por qué cuenta Sir Owen estos cuentos? ¿Tiene usted alguna idea?

La señorita Decker negó con la cabeza.

—Debe usted entender, señor Weaver, que ni lo sé ni me importa ya. Estas mentiras suyas dañan mi reputación. Alejan de mí a caballeros que podrían recibir la aprobación de mi padre como pretendientes, aunque él se niega a tomar medidas, y a mi hermano no se le ocurre más solución que la violencia. Yo esperaba que la cabeza más fría de una mujer encontrase algún procedimiento alternativo: un intermediario, como usted. Ojalá esto terminase, porque en modo alguno resulta respetable, me parece, que yo esté relacionada con un hombre como Sir Owen, que es poco más que un ordinario corredor.

—¿Poco más que qué? —me levanté del asiento. La señorita Decker se inclinó hacia atrás, retrocediendo horrorizada ante mi acercamiento.

Volví a sentarme.

—No pretendía asustarla, pero es que nunca he oído… es decir, no era consciente de que Sir Owen tuviera esta reputación de especular en bolsa.

Asintió.

—Lo hace de tapadillo, por temor a que su reputación se vea dañada, pero se sabe de todas formas. Creo que he oído que cuando negocia con valores utiliza un nombre falso, como si así pudiese proteger su reputación de la mancha bursátil.

Ni siquiera me atrevía a respirar.

—¿Cuál es ese nombre falso?

—Pues no lo sé —me respondió—. Pero sin duda comprenderá usted por qué yo no deseo tener nada que ver con este hombre. ¿Puede usted ayudarme?

Llamé al timbre y me puse en pie. Empecé a dar zancadas por la habitación.

—Le ofreceré a usted toda mi ayuda, señora. Permítame que se lo asegure.

Isaac entró y le pedí que me trajera el abrigo, ya que iba a abandonar la casa de inmediato.

La señorita Decker era toda confusión. Había sacado un abanico y lo agitaba con vigor frente a su rostro.

—¿Le he ofendido de alguna manera, señor Weaver?

—Señora, no deje que mi agitación la inquiete. Creo que me ha provisto usted de una información importante con respecto a otro asunto en el que estoy profundamente implicado.

—No comprendo —balbuceó—. ¿No va a hablar usted con Sir Owen?

—Lo haré.

Llegó Isaac y me ayudó a ponerme el abrigo.

—Me encargaré de que no mencione su nombre nunca más. Tiene usted mi palabra.

Le pedí a Isaac que acompañara a la señorita Decker hasta la salida y yo puse rumbo al teatro, a donde sabía que Sir Owen acudiría en busca de su entretenimiento vespertino.

Treinta y tres

Cuando me acercaba al teatro de Drury Lane se me ocurrió que no tenía pruebas con las que llamar a un alguacil, pero no podía esperar más para enfrentarme a este hombre. Había matado a Kate Cole porque era capaz de identificarle, y era probable que matara otra vez para proteger su secreto. Después de todo, tenía poco que perder. Si le atrapaban, le colgarían sólo una vez, independientemente del número de muertes atribuibles a su maldad.

Mi corazón me golpeaba dentro del pecho, y me resultaba difícil pensar con claridad. Tenía en la mente una imagen de Sir Owen a mi merced, mientras le atizaba sin piedad, una y otra vez, hasta que confesaba la vileza de sus actos, hasta que me rogaba que le perdonase por todo lo que había hecho. Sabía que tenía que protegerme del impulso de hacer realidad esta peligrosa fantasía, ya que las consecuencias de atacar a un barón, sin provocación clara, ante un teatro concurrido, no iban a resultar agradables. ¿Pero qué alternativas me quedaban? Podía llevarle ante la Casa de los Mares del Sur y pedirles que se ocuparan ellos de su falsificador. No podía estar seguro de que le castigasen, sin embargo. Podían conformarse con enviarle fuera del país bajo promesa de no hablar nunca de lo que sabía. Desde luego que había otras alternativas. Podía arruinar su reputación, publicar un panfleto desenmascarándole como asesino y corredor. Y si esa estrategia no resultaba suficiente, conocía a no pocos bandidos que estarían encantados de provocarle daños mucho más permanentes a cambio de una palabra amable, unos pocos chelines, y la promesa de llenarse el bolsillo cuando se encontrase el cuerpo de Sir Owen.

Me gustó comprobar que el teatro estaba bastante lleno, debido en parte, sin duda, a que la pieza de apertura de malabaristas y equilibristas alemanes era una de las más significativas atracciones de la ciudad: algunos elementos desordenados se divertían abucheando y tirándoles basura a los alemanes, y el resto del público se divertía observando el ataque. Por el bien de Elias esperaba que la concurrencia acogiera la obra de aquella noche con más calor que a los compatriotas del Rey. Para cuando llegué, los primeros artistas habían terminado su actuación, y el público se entretenía con las cortesías de la vida social mientras aguardaban el comienzo de El amante confiado.

La zona inferior del teatro estaba repleta de la clase de gente que frecuenta el patio en ocasiones semejantes. Había, por supuesto, mucha ralea londinense que sólo podía permitirse el precio de la entrada al patio, y mezclándose con ellos había jóvenes elegantes que disfrutaban de la libertad que les brindaba el patio para crear jarana y confusión.

Sir Owen, como yo sabía, tenía el temperamento de estos individuos, pero apenas edad para este tipo de diversiones. Un hombre de su posición sin duda buscaría la zona más alta, de modo que le busqué en los pisos superiores. De forma bastante maleducada, supongo, me abrí camino hacia los palcos, empujando a cualquiera que se encontrara en mi camino. Sin preocuparme por los buenos modales, metí la cabeza en varios palcos, buscando a mi hombre. Los pasillos estaban a rebosar de caballeros, jóvenes, damas y señoritas a quienes no les preocupaba nada, o les preocupaba muy poco, lo que sucediera sobre el escenario, ya que se ocupaban sólo de los últimos chismes y de la oportunidad de examinarse los unos a los otros. El teatro era, como sigue siendo hoy día, un lugar de moda donde se crean y se afianzan amistades. El hecho de que los hombres y las mujeres abajo, en el escenario, estuvieran actuando para su disfrute no era más que un deleite añadido, o, para algunos, una distracción.

Debería haberme comportado de manera sutil para que mi aproximación resultase imperceptible, pero mi excitación y mi rostro debieron de traicionarme, ya que el objeto de mi búsqueda me vio a mí en el preciso instante en el que yo le vi a él. Estaba en un palco frente a mí con otro caballero y dos damas de postín. Nuestros ojos se encontraron por un momento, y en ese instante estuve seguro de que él sabía lo que yo sabía, y de que él sabía que yo no estaba de humor para permitir que las ruedas de la ineficaz justicia rodasen sobre este asunto.

Corrí como el rayo por el pasillo que rodeaba los palcos, en la medida en que me lo permitía la multitud, y entré atrevidamente en el palco de Sir Owen. Debía de presentar un aspecto espantoso, las ropas desaseadas, la cabellera despeinada, la cara encendida por los jadeos. Los compañeros del barón se me quedaron mirando con absoluta perplejidad, como si acabara de entrar un tigre en el palco. Una de las damas, una mujer bonita con el cabello cobrizo y un vestido en negro y dorado, se llevó una mano a la boca.

—Qué inesperado —acertó a balbucear Sir Owen. Se puso de pie y se sacudió la ropa incómodo—. ¿Teníamos una cita? —preguntó en voz baja—. Debo de haber cometido un terrible error. Le pido disculpas. Quizá podamos reunimos en otra ocasión.

—Nos reuniremos ahora —le dije, sin que sus esfuerzos por salvar la situación de la ruina social me impresionaran—. Será mejor que sus amigos sepan lo que es usted.

Sabía que había asustado a la mujer del vestido negro y dorado, porque ahora se metió dos dedos enguantados en la boca y los mordisqueó. El otro caballero, un individuo gotoso más viejo —excesivamente viejo para la joven a la que acompañaba—, resultó no ser menos temeroso que sus compañeras del sexo opuesto. Fingió estar buscando a un conocido entre el público, murmurando para sí que no había ni rastro del zascandil.

—Por el amor de Dios, Weaver. —Sir Owen lanzaba ojeadas nerviosas entre mi persona y sus acompañantes—. Podemos discutir este asunto más tarde, caramba. Le haré una visita mañana por la mañana.

—Sí —dijo el gotoso, envalentonado por el dominio de Sir Owen—. Márchese, caramba.

No presté atención a aquel hombre.

—Sir Owen —siseé, apenas capaz de contener mi ira—, usted va a venir conmigo ahora.

—¿Ir con usted? —me preguntó con incredulidad—. ¿Está usted tan loco, Weaver, como para pensar que me puede dar órdenes a mí? ¿Dónde voy a ir yo con usted?

—A la Casa de los Mares del Sur —contesté. No tenía ninguna intención de llevarle allí, pero deseaba hacerle saber que conocía su vínculo con ese lugar.

Él soltó una carcajada.

—Me parece que no. Encuentro más sabio no ir nunca a lugares semejantes, se lo aseguro.

—A pesar de todo —le dije—, va usted a acompañarme hasta allí.

Sir Owen estaba atrapado. Él lo sabía. Quería desesperadamente escaparse de la confrontación por medio de las palabras, y no se le ocurría cómo.

—Ha olvidado usted por completo cuál es su sitio. Soy un caballero, estoy en compañía de caballeros y de damas. Puede que usted tenga algún asunto que tratar conmigo, pero le aseguro que existe una hora y un lugar apropiados. No tengo paciencia para judíos con mal genio ahora mismo, así que váyase y le haré una visita cuando lo estime conveniente.

En ese momento no sentía nada más que una furia asesina. Confieso, lector, que estuve a un mero parpadeo de agarrar a este villano pomposo por el pescuezo y estrangularlo allí mismo. Que me insultara de aquel modo cuando había cometido un crimen tan terrible contra mí y contra mi familia era más de lo que podía soportar. Creo que esta furia que sentía debía de reflejarse claramente en mi rostro, porque Sir Owen la vio. Vio lo que había en mi corazón y supo que estaba a pocos segundos de sentir mi ira.

En otras palabras: echó a correr.

Afortunadamente Sir Owen no era ni un hombre joven ni un hombre ágil, ya que aunque la pierna me dolía terriblemente, fui capaz de seguir su ritmo. Se sumergió de súbito en la multitud y avanzó a empellones entre varias damas y caballeros, y sospecho que al momento de comportarse tan rudamente en público supo que ya no había vuelta atrás, porque ¿cómo explicar su reacción? El darse cuenta de ello no hizo más que incrementar su desesperación, y empezó a derribar a miembros del público con creciente determinación, apresurándose hacia la salida como si ésta fuera a ponerle a salvo. Yo, por mi parte, intenté adoptar el papel de perseguidor cortés, pero no se puede negar que fui culpable también de mi porción de magulladuras y golpetazos.

El amante confiado dio comienzo en el escenario, pero la refriega de los palcos había atraído ya la atención del público del patio. Era la primera escena de la obra de Elias, y los actores proyectaban sus voces con potencia, quejándose de sus infortunios en el amor, pero incluso en medio de mi persecución pude oír una nota inconfundible de desesperación en sus voces, como si sintieran que algo completamente ajeno a su representación había captado la atención de la concurrencia.

No sabía dónde tenía Sir Owen la esperanza de ir, y lo cierto es que sospecho que él tampoco lo sabía, ya que pronto se encontró al final del anfiteatro, sin escaleras a la vista, y ningún sitio adonde ir más que hacia mí o treinta pies en caída libre hacia el escenario. Presa del pánico, se llevó la mano al chaleco y sacó una pistola elaboradamente decorada con oro y perlas. Yo también llevaba mi pistola encima, pero no era tan imprudente como para dispararla en un lugar tan concurrido.

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