—¿Te gusta trabajar para el señor Bloathwait, Bessie? —me acerqué a ella, para poder ponerme justo delante de esta bonita moza de la colada.
—Oh, sí que me gusta —asintió con entusiasmo un poco exagerado, como si yo fuese a informar a alguien de que ella se encontraba insatisfecha.
—¿Qué clase de hombre te parece que es?
Entreabrió un poco la boca. Sabía que la estaba interrogando, pero no sabía por qué.
—Oh, no sería capaz de responder a una pregunta así. Pero es un gran hombre, seguro —levantó la vista como si se hubiera acordado de algo—. Voy a tener que seguir con lo mío, señor. Si el señor Stockton, el mayordomo del señor Bloathwait, me encuentra aquí hablando con un caballero fino, seguro que no deja de hacerme preguntas.
—Pues no querría yo que eso ocurriese, claro. Pero sí me agradaría bastante, Bessie, que volviéramos a vernos alguna vez en el futuro. A lo mejor podríamos concertar una cita durante la cual no temiéramos al señor Stockton. ¿Te gustaría?
El delicioso rubor se extendió de nuevo por su rostro, su cuello y su escote. Cayó en una reverencia tan baja como rápida.
—Oh, sí señor. Me gustaría, señor.
—¿Cuánto te gustaría? —le pregunté, tomando un chelín de mi monedero y poniéndoselo en la palma de la mano. Sujeté el dorso de su mano con la palma de la mía mientras con la otra le cerraba los dedos en torno a la moneda. Acaricié suavemente sus deditos gordezuelos con el pulgar.
—Mucho —suspiró.
—A mí también me gustaría mucho —aparté la mano y deslicé con suavidad los dedos sobre su cara—. Debes irte ya, Bessie, no vaya a ser que el señor Stockton venga a buscarte.
Volvió a hacerme una reverencia y se fue corriendo.
Lo cierto es que no soy el tipo de hombre al que se le caigan los anillos por utilizar un chelín o dos para conquistar a la moza de la colada de un caballero, pero tenía en mente algo más que los placeres de la carne. Me parecía útil tener una confederada flexible dentro de la casa de Bloathwait, y si encima era una belleza flexible, miel sobre hojuelas.
Unos diez minutos después de la partida de Bessie el lacayo zarrapastroso regresó y me dijo que Bloathwait me recibiría. Le seguí a través del vestíbulo hasta una puerta cerrada. Llamó una vez y la abrió revelando una habitación abarrotada de muebles, decorada en los mismos tonos apagados del recibidor.
El estudio, a pesar de todo, dejaba entrar más luz, pero la claridad que penetraba por las ventanas hacía poco por disipar la sensación de oscuridad, igual que la evidente limpieza de estas habitaciones hacía poco por disipar la sensación de estar levantando polvo al andar. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros, con los volúmenes ordenados con el tamaño como criterio. En el suelo cerca de muchas de las estanterías había libros mayores apilados sin aparente cuidado, y había hojas de papel sueltas sobre las estanterías y metidas entre las páginas de los libros.
Para ser un hombre por cuya casa daba la impresión de que las apariencias le importaban poco, Bloathwait había diseñado su estudio atendiendo a cada detalle. Era un hombre enorme, y su mesa de trabajo de tamaño exagerado le impedía parecer un adulto ridículo sentado en una silla construida para un niño. Estaba sentado con el aire de dignidad que su tamaño sugería, ya que este hombre, después de todo, era una de las figuras más importantes del mundo financiero de Londres.
Bloathwait estaba atendiendo a sus asuntos con una rigidez formal, con la sombría peluca negra y el traje negro cerniéndose sobre su gran masa corporal como una nube de tormenta. Una mano manchada de tinta navegaba por los papeles con una furiosa precipitación, como si nunca fuera a haber tiempo suficiente para todo el trabajo que aún le quedaba por hacer, y, en su obsesión, me pareció a medias un loco y un canalla: un hombre igualmente capaz de ordenar mi muerte como de derramarse el tintero sobre el regazo.
Supongo que tenía un aspecto que se diferenciaba poco del que tenía el hombre al que yo recordaba de mi infancia; aquella criatura era enorme, llena de facciones grotescamente desproporcionadas por lo pequeñas: boca, dientes, nariz, ojos, todo ello perdido en un rostro ancho y carnoso. Ahora había algo que me pareció más desagradable que terrible, más dado a suscitar repugnancia que temor. Aun así, sabía que si me lo acabase de encontrar por la calle, si hubiese aparecido en la periferia de mi visión, me hubiese helado la sangre.
Echándome sólo una mirada fugaz, Bloathwait utilizó el antebrazo para limpiar un espacio de papeles, y luego agarró una hoja para revisarla. Pilas y más pilas de documentos cubrían por completo la superficie de su mesa; algunos de ellos estaban completamente llenos de una letra diminuta y apretada, mientras que otros tenían sólo unas pocas palabras. No podía imaginarme que un hombre tan importante para el funcionamiento del Banco de Inglaterra pudiera prosperar en semejante caos.
—Señor Weaver —dijo al fin. Puso la pluma sobre la mesa y me miró. Un viejo reloj, tan ancho como un hombre y alto como un hombre y medio, empezó a emitir unas campanadas de sonido oxidado, pero Bloathwait elevó la voz por encima del ruido mecánico—. Siéntese, por favor. Confío en que me dirá el motivo de su visita con toda prontitud.
Al ir a sentarme en una silla de aspecto cojo frente a la mesa, le vi alargar el brazo para coger un pliego común que se encontraba en el borde mismo del alcance de su mano. Fue un movimiento sutil, cauto y despreocupado al mismo tiempo, pero me llamó la atención, como lo hizo también el trozo de papel que cubrió con él. No sabría decir qué contenía, escrito en una caligrafía desordenada, pero alguna palabra o frase de aquella página me inquietó en el momento preciso que Bloathwait la escondía de mi vista. Con la mano libre cogió un volumen de gran tamaño y lo colocó sobre el papel. Entonces me brindó su atención.
Al ver que yo observaba sus movimientos entornó los ojos con desaprobación.
—Espero sus órdenes —dijo lacónicamente—. He dispuesto un cuarto de hora como máximo para esta entrevista, pero me reservo el derecho de acortar ese espacio de tiempo en caso de considerar que la reunión es improductiva.
No se podía estar seguro nunca con una criatura como Bloathwait, pero tuve la impresión de que mi presencia le ponía nervioso, y sentí una extraña emoción, por poder hostigar a este hombre que tanto me había hostigado a mí de niño. Estábamos allí sentados como iguales, o al menos como no del todo desiguales. En cualquier caso, él sentía que le convenía escuchar lo que yo venía a decirle.
—¿Y qué es lo que desea usted que produzca esta conversación? —pregunté, optando por ser deliberadamente elíptico.
Bloathwait parpadeó como una bestia obtusa.
—¿Qué expectativas voy a tener? Es usted quien viene a verme a mí.
Deseando librarme de su frío escrutinio, pensé que era mejor no seguir evitando el tema.
—He venido, señor Bloathwait, porque estoy investigando la muerte de mi padre.
Su rostro no mostró ninguna emoción, pero garabateó una nota en un trozo de papel.
—Me resulta muy extraño que venga usted a mí —no levantó la mirada al hablar—. ¿Cree usted que yo sé algo de las operaciones de los carruajes de alquiler?
Me dolió un poco esta contestación. Se me ocurrió que, a pesar de mis esfuerzos por darme importancia, aún me sentía bastante infantil en presencia de Bloathwait, como si él fuera un pariente mayor o un maestro; ponerle nervioso, descubrí, me hacía sentirme travieso en lugar de poderoso. No iba a llegar a ninguna parte si me estremecía cada vez que me miraba con desaprobación, así que involuntariamente tensé los músculos del pecho y decidí tratarle como a cualquier otro hombre.
—Claro que no —dije, fingiendo impaciencia—. Pero según mis recuerdos usted sí conocía bastante a mi padre.
Levantó la cabeza una vez más.
—Su padre y yo trabajábamos ambos en la Bolsa, señor Weaver, cada uno a su manera. Asistí al funeral de su padre sólo por cortesía, nada más.
—Pero usted le conocía bastante —insistí—. Eso es lo que he oído.
—No voy a responder acerca de lo que usted haya oído o haya dejado de oír.
—Entonces se lo contaré yo —le dije, encantado ahora de haber tomado las riendas de la conversación—. Me han dicho, señor, que usted se acostumbró durante toda su vida a estar al corriente de los asuntos de mi padre. Que se familiarizó usted con sus negocios, sus conocidos, sus idas y venidas. Sé que al menos en una ocasión se ocupó usted brevemente de las idas y venidas de sus hijos, y que más tarde trasladó ese interés al propio padre.
Me ofreció la más débil de las sonrisas, dejando a la vista un muro de dientes torcidos e incongruentemente grandes.
—Su padre y yo habíamos sido enemigos. Ya veo que usted alberga algún recuerdo de esa animosidad. Aunque la enemistad terminó hace mucho tiempo por mi parte, he aprendido que lo más sabio es asumir que los congéneres de uno suelen ser menos generosos que uno mismo —hizo una pausa breve—. Mantuve una familiaridad distante con su padre por si acaso él me deseaba mal. Eso nunca resultó ser cierto.
—Esperaba —continué— que, como usted efectivamente había mantenido esa familiaridad, pudiera darme alguna idea acerca de quién podía desearle mal.
—¿Por qué cree que alguien pudiera desearle mal? A mí me habían hecho creer que su muerte fue un desafortunado accidente.
—A mí me han hecho creer otra cosa —expliqué. Y procedí a informarle de las sospechas de William Balfour.
Bloathwait me escuchó como un estudiante en una clase magistral. Tomaba notas mientras yo hablaba, y parecía estar reflexionando sobre los aspectos confusos de mi narración. Cuando terminé, cambió su expresión a una de vago regocijo, sacudiendo la cabeza y torciendo su pequeña boca en una sonrisa condescendiente.
—Con ser Balfour hijo sólo la mitad de tonto que Balfour padre, entonces es ya el doble de tonto que cualquiera al que pueda hacérsele caso. Le diré lo siguiente: no tengo ningún desprecio por la pobreza, ninguno en absoluto. Si un hombre comienza con nada y termina con nada, es como la mayoría de los hombres sobre la faz de la tierra. Algunos hombres se enriquecen y se vuelven despectivos con respecto a otros hombres que son pobres o que comenzaron siendo pobres. Yo sólo desprecio a los hombres que una vez fueron ricos y se volvieron pobres. Yo he tenido reveses, usted, obviamente, eso lo sabe, pero un verdadero hombre de negocios es capaz de revertir sus reveses. Balfour lo malgastó todo en placeres disparatados, y no le dejó nada a su familia. Le desprecio.
—Yo creo que hay que darle cierto crédito a lo que dice el hijo. Si bien no hay que darle ninguno al hijo mismo —añadí tras un instante.
Toqueteó la esquina de un trozo de papel.
—¿Tiene usted alguna prueba de estas sospechas?
Pensé que era mejor no compartir aún ninguna información. Deseaba saber lo que sabía Bloathwait, no cómo iba a responder a la poca información que ya tenía yo.
—Si tuviera pruebas —dije—, no tendría necesidad de solicitar su ayuda. Ahora mismo sólo tengo sospechas.
Se inclinó hacia delante, como para señalar que ahora deseaba prestarme toda su atención.
—Le diré que yo albergaba una especie de antipatía personal por su padre. Se lo digo sin vacilaciones. En asuntos de la Bolsa, sin embargo, no podía evitar respetarle, como respetaría a cualquier hombre que defendiese al Banco de Inglaterra. Haré por tanto todo lo que pueda para ayudarle, para así honrar a todos los hombres que honran al Banco. No puedo decirle que crea en su fantástica historia de tramas de asesinatos y valores perdidos, pero si usted desea realizar algún tipo de investigación, en absoluto le impediré que proceda.
Pensé que sería mejor reconocer lo que él claramente veía como una muestra de generosidad por su parte.
—Gracias, señor Bloathwait.
Se acarició la barbilla pensativamente.
—Y además no me gusta la idea de que alguien pueda asesinar a alguien de su raza con impunidad —continuó—. No hace falta que le diga que nosotros los disidentes sufrimos casi tantas incomodidades como ustedes los hebreos, y detesto pensar que cualquiera pueda matar a otro sin temor al castigo siempre y cuando su víctima no sea miembro de la Iglesia anglicana.
—Respeto su sentido de la justicia —dije con cautela.
Se reclinó en el asiento y extendió las manos sobre la gran explanada de su pecho.
—Ojalá supiera de algo que pudiera ayudarle. Sólo puedo decirle esto: en las semanas anteriores al accidente, oí algunos rumores acerca de su padre. Al parecer se había convertido, de alguna manera, en enemigo de la Compañía de los Mares del Sur.
Me concentré en ofrecer un aspecto sólo levemente curioso, aunque deseaba hacerle mil preguntas, ninguna de las cuales podía formular. Que Bloathwait hubiese oído hablar de la enemistad entre mi padre y la Compañía no probaba gran cosa, pero me confirmaba la importancia del panfleto que mi tío había descubierto.
—Cuénteme algo más acerca de lo que oyó.
—Me temo que no hay nada más —me dijo con un despreocupado movimiento de la mano—. La gente no habla mal abiertamente de la Compañía, señor Weaver. Es con mucho demasiado poderosa como para enfrentarse a ella. Sólo oí que su padre se había metido en un asunto que podía dañar los intereses de la Mares del Sur. Nunca supe de la naturaleza del asunto ni de la del daño.
—¿A quién oyó hablar de esto?
Sacudió la cabeza.
—No sabría decirle. Fue hace mucho tiempo, y no reparé en ello en aquel momento. Los hombres de negocios a menudo intercambian información de manera informal. Siento mucho no haber prestado más atención.
—Yo también lo siento.
—Si me enterase de algo más, no dudaré en ponerme en contacto con usted. Sólo puedo recomendarle que si realmente cree que su padre fue asesinado, entonces habrá usted de descubrir qué podría haber hecho para enfadar a los hombres de la Compañía de los Mares del Sur. Entonces deberá determinar qué medidas tomaría la Compañía en ese caso.
—¿Qué podría haber hecho un hombre para enfadar a la Compañía?
Bloathwait extendió las manos en un gesto de ignorancia.
—No puedo decirle cómo piensan los directores de la Mares del Sur, señor. Si un hombre llegase a amenazar sus ganancias, ¿le atacarían? No lo sé. Pero sí creo que su padre no tenía ningún enemigo más poderoso cuando murió.