—¿En qué puedo servirle, señor? ¿Desea usted comprar o vender?
—Si quisiera comprar —dije muy despacio, deseando saber algo más de aquel hombre antes de interrogarle—, ¿qué me ofrecería?
Me senté a la mesa y le miré de frente, intentando imitar el aspecto ingenuo del hombre que acababa de marcharse.
—Pues bueno, cualquier cosa que pueda ser vendida, evidentemente. Dígame qué acciones desea y se las proporcionaré en dos días.
—¿De modo que me vendería usted cosas que no tiene?
—Por supuesto, señor Weaver. ¿No ha hecho usted negocios nunca en la Bolsa? Pues entonces es usted muy afortunado por haberme encontrado tan pronto, porque puedo prometerle que no todos los hombres con los que se encuentre le servirán con tanta honestidad como yo. Ni podría usted esperar encontrar un hombre tan bien situado como yo. No necesita más que darme el nombre de lo que le interesa, señor, y puedo prometerle que se lo procuraré en un espacio de tiempo aceptable, o le devolveré el dinero con mis mejores deseos. Nadie ha tenido razones todavía para llamarme un pato cojo —fanfarroneó, utilizando el lenguaje de la Bolsa para referirse a los hombres que vendían lo que no podían conseguir—. Creo, además, que encontrará, una vez que hayamos concluido nuestro negocio, que mi minuta es muy competitiva. ¿Puedo preguntarle cómo conoció mi nombre?
—Lo aprendí de William Balfour —le expliqué—, y lo que busco es información, no Bonos del Estado.
D'Arblay se mordió las mejillas ya de por sí hundidas, tomó un poco de rapé, y cruzó las manos ordenadamente sobre la mesa.
—Me temo que ha habido un malentendido. Yo no negocio con información de ningún tipo, hay tan poco que ganar y tanto que perder.
—Sólo busco justicia, señor D'Arblay, en nombre de su difunto jefe. El joven señor Balfour vino a mí con la creencia de que la muerte de su padre no era lo que parecía, y sospecha que podría haber algunas maquinaciones en la calle de la Bolsa que explicarían la farsa.
—La sola idea es despreciable —dijo D'Arblay—. Y ahora, si me disculpa, creo que tengo trabajo que hacer.
Comenzó a incorporarse, pero le detuve con la mirada.
—No creo que me esté usted entendiendo, caballero. El señor Balfour me ha explicado que de la fortuna de su padre faltaba una prodigiosa cantidad de dinero que no puede explicar. Como contable del difunto Balfour, usted habría sido el primer hombre que notase tal carencia. Y sin embargo, no fue así. Me pregunto cómo explica usted eso.
—Si me está acusando, preferiría que lo hiciera usted claramente —dijo D'Arblay con altanería—. Puedo asegurarle que no soy capaz de explicar el dinero que falta de la fortuna de Balfour, a no ser que tengamos en cuenta el juego, el exceso de bebida, vivir por encima de sus posibilidades y, podría añadir también, tres queridas muy caras, ninguna de las cuales merecía el mantenimiento que se les daba, en mi opinión. Me sorprende que el señor Balfour lo enviara a usted a una búsqueda tan necia. Él despreciaba a su padre como el que más, por vividor. El señor Balfour padre fue, en tiempos, trabajador y próspero, pero a medida que fue haciéndose mayor pensó que había adquirido el derecho de gastarse todo lo que había conseguido y, como el hijo veía que la fortuna desaparecía, empezó a odiar a su padre.
Asentí, meditando sobre la discrepancia con respecto a la versión que daba Balfour del mismo cuento.
—Y sin embargo usted le dijo a Balfour que creía que faltaban algunos valores de entre los activos de su padre.
—Yo no hice nada semejante. ¿Quién le ha contado esa ridícula mentira? —D'Arblay no esperó a que yo contestara—. Que faltan valores, pues vaya cosa. Mi difunto jefe era capaz sin duda alguna de perder valiosos trozos de papel, pero afortunadamente era yo quien ordenaba esos asuntos, no él. Fue gracias a mi habilidad como conseguí mantener su hacienda a flote durante tanto tiempo. Al final, pese a todo, estaba prácticamente arruinado, y, como sabe, no pudo soportar la vergüenza. Realmente hay muy poco que añadir a esta historia que pueda sorprenderle, aunque sí es un cuento con moraleja que muchos debían aplicarse. —D'Arblay se cruzó de brazos, satisfecho de la sabiduría de su observación.
—¿Se le ocurre a usted alguna cosa que pueda sugerir que la muerte del señor Balfour no fue lo que pareció?
—Nada —replicó D'Arblay con firmeza.
—¿Y para quién trabaja usted ahora, señor D'Arblay?
—He ofrecido mis servicios a la señora Balfour para ordenar sus asuntos. Es una mujer necia, que durante mucho tiempo ha invertido el dinero en oro y piedras preciosas. La he convencido de que invertir en fondos le rendirá más beneficios.
—¿Y podría usted decirme qué estaba previsto que heredase la señora Balfour de su marido, en caso, claro está, de que fuera solvente al morir?
D'Arblay frunció el rostro en una mueca esquelética de repugnancia.
—Nada de nada —dijo—. La señora Balfour tenía una herencia independiente. No hubiera heredado nada. La incompetencia de Balfour era un bochorno para ella, pero nada más.
Esto era precisamente lo que Balfour me había contado, pero como sus versiones presentaban varias discrepancias, quería saber cómo describía D'Arblay el acuerdo financiero al que habían llegado las partes.
—Ya veo. ¿Dónde podría yo encontrarle de tener alguna otra pregunta que hacerle acerca de este asunto?
—Déjeme que le sea franco, señor. No tengo ningún deseo de que usted vuelva a visitarme ni en mi lugar de trabajo ni en mi residencia. He soportado esta conversación sólo por cortesía hacia el difunto señor Balfour, que era un hombre amable; si bien necio. No puedo ofrecerle más información, de modo que no existen razones para que usted vuelva a buscarme.
—Le daré las gracias entonces por su ayuda.
Me puse en pie y le hice una reverencia antes de adentrarme más en la espesa confusión del café. Al ir caminando, abriéndome paso entre la multitud, hice esfuerzos por entender la conversación. Si habían robado algunos de los valores del viejo Balfour, entonces no había nadie en mejor posición para hacerlo que D'Arblay. Las sospechas de Elias con respecto a una conspiración y una trama podían no ir más allá de este contable, quien, por lo que yo sabía, podía haber tenido toda libertad para robar a su jefe. Por otro lado, sólo tenía la convicción de Balfour de que a su padre le habían robado. Uno de ellos seguro que mentía, pero si el mentiroso era D'Arblay, no tenía por qué ser también el ladrón. Un hombre así podía esconder un crimen para proteger su propia reputación.
No sería capaz de entender este crimen, o este supuesto crimen, a no ser que comprendiese mejor la Bolsa misma. Así que me pareció una buena idea aprovecharme de la biblioteca que albergaba el café, y fui hacia los estantes, donde comencé a buscar entre las montañas de material, que no estaban organizadas de ninguna manera que yo pudiese descifrar. Los propietarios mostraban poca preocupación a la hora de insultar a sus clientes, ya que muchos de los panfletos denunciaban a los corredores por ser judíos malvados y extranjeros que afeminaban a los ingleses con sus tejemanejes financieros. Pasé por alto los títulos que me parecieron demasiado estrechos de miras, como Un inventario de quejas de la Nueva Compañía de las Indias Orientales contra la Vieja. También rechacé las obras de intención demasiado compleja, como Una carta de un caballero del campo a un amigo en la ciudad acerca de la legislación reciente —no recuerdo nada más de ese título, porque la sola palabra «legislación» me hace sentir como si tuviera el cerebro cubierto de mantequilla.
Incluso de niño era asombrosamente inepto a la hora de enfrentarme a libros difíciles. Mis profesores se negaban a comprender por qué yo no era capaz de dominar lo que otros chicos encontraban más fácil. Con mucha frecuencia, veía cómo las palabras se volvían borrosas mientras las miraba, y me descubría pensando en dedicarme a cualquier otra cosa que no fueran los estudios. No era que no obtuviese ningún placer de la lectura, ya que a menudo disfrutaba de la ilícita emoción de los libros de caballerías o las novelas de aventuras —simplemente no deseaba nunca leer lo que otros querían hacerme aprender.
Quizá fue por eso por lo que finalmente me decidí por un fino tomo de unas treinta páginas que me pareció tan asequible como incendiario: La calle de la Bolsa abierta de par en par; o, crímenes de esa siniestra raza de criaturas, llamadas corredores de bolsa, y la verdad acerca de sus malvadas operaciones. Lo había publicado hacía poco el editor Nahum Bryce, cuyo nombre yo conocía por algunas novelas y libros de caballerías con los que me había deleitado. Aquí, pensé, estaba precisamente lo que yo buscaba: una historia de la calle de la Bolsa redactada en forma de aventura.
Con el librito en la mano, me acomodé en un sillón frente a una mesa libre y empecé a leerlo. Me decepcionó descubrir que contenía más inventiva que información, y que tampoco traía aventuras; se cebaba contra la hipoteca del futuro que suponía la deuda nacional, la corrupción de un Parlamento que cobraba sobornos, y la desaparición de la hombría de la nación derivada de la locura por la Bolsa. Me escandalizó descubrir una referencia breve a mi padre bajo un aparente disfraz: «S 1L n o, ese notorio agente de la raza hebrea, a quien se puede ver todos los días en la Bolsa, vaciando los bolsillos de ingleses honrados con sus promesas de riqueza nunca vista».
Descubrir que el padre de uno es calumniado no es cosa fácil. Había visto mi nombre impreso en anteriores ocasiones —en muchas ocasiones, de hecho—, y siempre me había parecido desconcertante, evidentemente, porque los negocios de un hombre son algo privado, y la palabra impresa es algo muy público. Pero estos nombres no estaban impresos en los periódicos, que son fugaces y en el fondo insignificantes. Esto era un panfleto, una cosa permanente que alguien podía guardar en su biblioteca. Yo comprendía que estas acusaciones hechas por el panfletista no eran más que hipérbole, la retórica de los que se oponían a los corredores de bolsa, pero el hecho de que mi padre fuese una figura tan importante dentro de su pensamiento me pilló por sorpresa. No podía decir que no reconociese los demás nombres, ya que había referencias a las tramas de N____n A____1____n, que no podía ser otro que Nathan Adelman; y el panfleto tenía mucho que decir acerca de la villanía de P____1 B____th____1, que no me quedó más remedio que concluir que sería el viejo enemigo de mi padre, Perceval Bloathwait. Este sinvergüenza, según el panfleto, disfrutaba de la superchería, manipulando los mercados en su propio beneficio, sin importarle ser la ruina de los demás y de la misma nación. Me resultaba extraño que los hombres que vivían lejos de la metrópoli, los hombres que conocían la calle de la Bolsa sólo a través de panfletos como aquél, pensaran en hombres como mi padre, Adelman y Bloathwait como en los personajes de ficción de una novela o un libro de caballerías.
Mis reflexiones sobre este tema se desvanecieron cuando percibí la figura bajita y redonda de Nathan Adelman de pie cerca de mí con una especie de amarga sonrisa en el rostro.
—¿Ha venido usted a seguir los pasos de su padre? —me preguntó, inclinándose sobre mi mesa.
Me pareció una persona completamente distinta a la que había visto en casa de mi tío o en su carruaje. Aquí estaba en su elemento, y daba la impresión de coger fuerzas del caos que nos rodeaba. A pesar de su evidente pequeñez física, Adelman me dio la impresión de ser mayor, más poderoso, más seguro de sí mismo; ¿y por qué no me lo iba a parecer si todo el mundo a su alrededor se comportaba como si fuera un monarca de su propio pequeño reino? A unos diez pies por detrás de él, se había reunido una multitud de corredores. Todos deseaban unos pocos minutos de su tiempo, y debo decir que me divertía ser tan importante que el gran financiero se desentendía por mi causa de sus más urgentes asuntos. No es que me enorgulleciese personalmente, no me malinterpreten, pero el interés de Adelman por mí no hacía más que confirmarme que no estaba perdiendo el tiempo o persiguiendo sombras.
Le saludé, y me preguntó despreocupadamente con qué panfleto estaba pasando el rato.
—Ah —dijo, echándole un ojo—. Me temo que el autor no me tenía mucho aprecio. Ni a su padre tampoco, la verdad.
—¿Y cree usted en lo que escribe el autor? ¿Cree usted en la corrupción de los agentes avariciosos?
—Creo que el problema aquí no es tanto la avaricia de los agentes sino la avaricia de los libreros —dijo Adelman. Se echó las manos a la espalda despreocupadamente y se balanceó sobre los talones.
—Esto que ha escrito el autor sobre usted y sobre mi padre me dice usted que es mentira. ¿Qué sabe de Perceval Bloathwait?
—Bloathwait —el buen humor de Adelman se desvaneció como la grasa de un conejo en el espetón—. Sí, lo cierto es que se merece los insultos que recibe. Es un pillo astuto, y nos da mala reputación al resto de nosotros.
—Supongo que no dirá usted eso porque él sea un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, y por tanto un enemigo de su Compañía de los Mares del Sur.
—La Compañía no es precisamente mía pero, como usted sugiere, sí que me intereso por ella. Defiendo a la Compañía porque sus prácticas son dignas de elogio; no defiendo sus prácticas por mi asociación con ella.
—Su lealtad es admirable, pero me pregunto hasta dónde llega. Este panfleto que estoy leyendo contiene algunas ideas convincentes. No me creo su afirmación de que el corretaje sea malvado en sí mismo, pero no puedo evitar sentirme persuadido por el razonamiento de que la avaricia, en cualquiera de sus formas, supongo, pero en este caso la de los corredores de bolsa, puede transferir la villanía de una acera a otra. Quizá sólo haya un paso entre servirse del engaño para comprar y vender y, tal vez, el asesinato.
Adelman se puso considerablemente tenso.
—Observo que no ha tomado usted en cuenta mis recomendaciones, señor Weaver. No tiene usted ni idea del daño que puede hacernos a todos si un judío se pone a denunciar un asesinato.
Nuestra conversación fue interrumpida en ese punto por un caballero de tez enrojecida de unos veinticinco años, que se desplazó apresuradamente hasta el centro del café. Traía la peluca torcida, y su pecho daba muestras de que tenía dificultades para recuperar el resuello. Aun así consiguió emitir un grito ensordecedor.
—¡Vengo del Ayuntamiento! —clamó para quien quisiera oírle—. Nadie hace negocios con la administración de lotería. No hay fondos suficientes. ¡Va a ser todo un desastre!