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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (15 page)

Me quedé mirándole, admirando su porte y el respeto que despertaba. En el funeral de mi padre, el tío Miguel no me había parecido más viejo de lo que le recordaba. El pelo se le había empezado a tornar de color, su barba recortada estaba casi completamente encanecida y las arrugas de su rostro daban fe de sus casi cincuenta años, pero había aún juventud en su mirada y energía en sus movimientos. No se había paseado nunca por un ring, pero era un hombre ágil, de músculos elásticos, y se complacía en llevar ropas bien cortadas que realzaban su figura. No se atrevía con las modas francesas que importaba subrepticiamente, pero sus trajes estaban confeccionados con las mejores telas, estaban siempre inmaculadamente limpios, eran de color oscuro y recordaban el sobrio estilo del mundo de los negocios de Amsterdam, donde se había criado.

Mientras estaba allí de pie, un hombre de tez más bien oscura y de mediana edad se me acercó con obvia cautela. Pude ver que era judío, aunque bien afeitado y vestido, prácticamente como un comerciante inglés —botas, rudos pantalones y camisa de lino, un sobretodo de protección pero no decorativo—. No llevaba peluca, y su verdadero pelo, como el mío propio, estaba peinado hacia atrás para que pareciera que llevaba peluca con coleta. Mirando a este hombre, inglés de traje y maneras, pero judío de cara —al menos reconocible como judío por otros judíos—, me pregunté si sería así como me verían los ingleses que me rodeaban: vestido sin ostentación, bien aseado, y a pesar de todo ello, absolutamente extranjero.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó este hombre con una sonrisa estudiada. Hizo una pausa y me miró de nuevo—. Dios santo. Que me aspen si no es Benjamin Lienzo.

Reconocí al hombre como Joseph Delgato, un antiguo ayudante de mi tío. Había estado empleado en el negocio de mi tío desde que yo era apenas un muchacho.

—No te reconocí al principio, Joseph.

Mi actitud era nerviosa y pasó un momento largo de incómodo silencio entre nosotros. Había muchas cosas que pensábamos los dos, pero creo que ambos llegamos por separado a la conclusión de que teníamos poco que decir. Le cogí la mano cálidamente.

—Tienes buen aspecto.

—Usted también. Me alegro de que haya venido a casa. Fue terrible lo de su padre, señor. Muy terrible.

—Sí. Gracias.

Me pregunté si pensaría que me había reconciliado con mi familia desde el funeral. Parecía confuso, pero supuse que simplemente se consideraba excluido de los asuntos privados de la familia.

—El señor Lienzo terminará enseguida. El inspector se ha cansado de intentar pillar a su tío infringiendo la ley, así que ahora se conforma con fingir una inspección, para continuar, naturalmente, con la educada aceptación de un soborno.

—¿Por qué hay que sobornarle si no ha encontrado ninguna infracción?

Joseph sonrió.

—Se disimula y se esquiva tanto en el mundo del comercio como en el mundo del boxeo —me explicó, satisfecho por haberme honrado con una referencia pugilística—. Si no le ofreciésemos una muestra de nuestro respeto, digamos, se inventaría sin duda alguna infracción, y eso nos resultaría mucho más problemático y costoso que un simple soborno. Ya que entonces tendríamos que implicar a abogados, jueces y parlamentarios y al Consejo municipal, y a toda clase de cuerpos que se le puedan ocurrir. Es prudente pagarle. De este modo se convierte en nuestro empleado en lugar de en nuestro perseguidor.

Asentí y observé a mi tío entregarle al inspector un pequeño monedero. El inspector hizo una reverencia y se marchó con un gesto de satisfacción. Y ya podía estar satisfecho. Mi tío, según supe más tarde, le había dado veinte libras, mucho más de lo que hubiera recibido de un comerciante nativo en el mismo negocio que mi tío —al menos uno a quien no hubiesen pillado con contrabando—. El miedo a que les denunciasen hacía que los judíos les resultaran útiles a los hombres como aquél.

Cuando terminó con el inspector, mi tío se giró en mi dirección y me reconoció con lo que interpreté como agradable sorpresa, como si visitar su almacén fuera algo con lo que me entretenía regularmente. Vino andando hacia mí y me estrechó la mano con calidez, igual que haría con un amigo con quien tuviese una relación normal.

—Tío —dije simplemente, ya que deseaba que este encuentro fuese sólo de trabajo.

Mi tío no era hombre que se sorprendiese fácilmente, de modo que consideré casi una hazaña que elevase una ceja al dirigirse a mí.

—Benjamin —me dijo, asintiendo, recobrando rápidamente la compostura.

Era más bien un gesto de satisfacción, como si le hubiese dado la razón al presentarme ante él. Vi que quería medirme, determinar qué estaba haciendo allí antes de decidir cómo reaccionar ante mi presencia. Sonreí ligeramente, esperando que se sintiera cómodo, pero su expresión no cambió en absoluto.

—Si me presento en mal momento, puedo venir en otra ocasión.

—Creo que no hay un momento peor que otro para un encuentro como éste —me respondió después de un momento—. Vayamos a mi despacho, donde podremos hablar en privado.

Mi tío me condujo a una habitación cómoda con una imponente mesa de roble y unas cuantas sillas duras de madera, suavizadas con cojines sobre los asientos. Había unos estantes llenos, no de poesía, u obras de la antigüedad, o libros religiosos, sino de libros mayores, atlas, guías de precios e inventarios. Éste era el cuarto desde donde mi tío manejaba gran parte de su negocio oficial, un negocio que le había ido bien desde que mi padre y él llegaran al país unos treinta años atrás.

Después de pedirle a un sirviente que nos preparase té, se sentó detrás de su mesa.

—No puedo menos de suponer que no vienes por sentimientos familiares, y que hay una crisis que te ha traído hasta aquí. No importa, supongo. Tu padre me dijo una vez que si volvías, por la razón que fuese, te escucharía y juzgaría tus palabras con cuidado y equidad.

Los dos nos quedamos en silencio. Mi padre nunca me había dicho a mí nada semejante. Obviamente yo nunca le había dado ocasión, pero aquello no sonaba como el padre que yo recordaba, el hombre que siempre me exigía que le explicase por qué yo no era ni tan estudioso, ni tan trabajador, ni tan listo como mi hermano José. Recordé una vez cuando tenía once años que había corrido a casa, temblando de la emoción, con las medias rotas y la cara cubierta de barro. Era domingo —día de mercado para los judíos de Petticoat Lane— y mi padre vigilaba por el rabillo del ojo a los criados mientras guardaban los productos que habían comprado, porque quería que todos los criados de la casa supieran que, en cualquier momento, podían ser objeto de su escrutinio. Corrí hasta la cocina de la casa que alquilábamos en Cree Church Lane, y por poco me choco con mi padre, que detuvo mi carrera colocándome una mano en cada hombro. Pero no se trataba de un gesto amable; me miró desde arriba con la expresión más estricta. Por aquel entonces yo estaba empezando a darme cuenta de que tenía un aspecto cómico bajo su enorme y absurda peluca blanquísima, que no hacía sino llamar la atención sobre la barba negra que empezaba a crecerle a las tres horas de haber visitado al barbero.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

Se me ocurrió, con cierto grado de indignación, que como traía un aspecto algo desastrado podía preguntarme si me había hecho daño, pero el orgullo tapó la indignación al recordar la victoria que aún tenía fresca en la mente.

Había estado paseando de puesto en puesto por el mercado abarrotado, ya que el domingo era el gran día de compras para la comunidad judía, y los mejores mercaderes salían a la calle anunciando a gritos alimentos, telas y toda suerte de productos. El aire se espesaba con los olores de las carnes asadas, de los bollos recién horneados y del hedor de Londres que volaba en dirección este hasta nuestro barrio. No necesitaba ninguna cosa en particular del mercado, pero tenía unos cuantos peniques en el bolsillo, y además una mano rápida, y no buscaba más que la oportunidad de gastarme la moneda o de agarrar algo sabroso y desaparecer en la multitud.

Le había echado el ojo a unas gelatinas que estaban muy hacia dentro del puesto como para afanármelas, y aún no había decidido si tenían un aspecto lo suficientemente delicioso como para que me deshiciese de mi preciado dinero. Estaba casi decidido a comprarme una docena de aquellos dulces cuando oí los estridentes gritos de unos chicos que se abrían paso a empellones entre la multitud. Ya había visto a más como ellos en otras ocasiones —pequeños rufianes a quienes les gustaba empujar a los judíos porque sabían que los judíos no se atreverían a empujarles a ellos—. No formaban una pandilla malvada estos chicos de unos trece años, por su aspecto hijos de tenderos o comerciantes —no se deleitaban torturando a sus víctimas, sólo provocando alboroto y escapando del castigo—. Iban causando destrozos entre la gente, tirando a un hombre acá, volcando una mesa llena de cosas allá. Estas travesuras me llenaban de ira, no por la acción en sí, ya que yo había sido culpable de cosas bastante peores en mis tiempos, sino porque nadie se atrevía a darles a estos chicos la paliza que se merecían y, aunque no hubiera sido capaz de expresar el pensamiento en ese momento, también porque me hacían desear ser inglés y dejar de ser judío.

Se iban acercando hacia donde yo estaba, y les miré fijamente, esperando captar su atención mientras todo el mundo a mi alrededor seguía con sus compras, ignorando a los muchachos a ver si así desaparecían. Cada vez estaban más cerca, gritaban y reían, robaban dulces de los puestos y retaban a todos a que les detuviesen. Se encontraban a unos quince pies de mí cuando, al retirarse de un puesto donde había tirado un montón de candelabros de peltre, el más alto de los chicos chocó con fuerza contra la señora Cantas, vecina y madre de un amigo mío. Esta señora, una mujer gruesa de pasada la mediana edad, con los brazos llenos de coles y zanahorias, se cayó y las legumbres se desparramaron por el suelo como dados. El chico rubio que había chocado contra ella se volvió deprisa, ya en plena carcajada, pero se detuvo algo avergonzado cuando vio el espectáculo ante sí. Puede que fuera un alborotador, pero aún no había llegado al grado de malicia que le permitiera atacar a una mujer sin sentir remordimiento. Hizo una brevísima pausa; una especie de arrepentimiento le nublaba las facciones, que, sucias como estaban, revelaban aún una base de color blanco lechoso.

Quizá hubiera pedido disculpas; quizá incluso hubiera pedido a sus compañeros que le ayudasen a recoger las compras desparramadas, pero la señora Cantas, con la cara roja de ira, dejó escapar una ristra de los más insultantes epítetos que he oído salir de la boca de una mujer, a excepción de la más barriobajera de las fulanas. Elaboró estos insultos en nuestro dialecto portugués, de modo que el chico y sus compinches se limitaron a mirarla atónitos, sin saber cómo responder mientras su víctima les gritaba en lo que a ellos les parecía un incomprensible trabalenguas. Yo, por mi parte, alabé en silencio a la señora Cantas por tener al menos el coraje de darles su opinión, aunque fuera en un idioma que estos individuos no pudiesen entender. Y su opinión era de lo más colorida, y escuché vagamente divertido cómo le llamaba «hijo de perra de una puta coja con viruela, enano apestoso que necesita empujar a las mujeres porque su masculinidad sin circuncidar podría confundirse con las partes arrugadas de una mona».

Sin querer me eché a reír, y vi que no era el único. A mi alrededor los hombres, y también las mujeres, se habían parado y se reían del susto que les había dado la hipérbole airada de esta mujer. La cara lechosa del niño rubio se había puesto colorada de rabia y humillación, porque estaba rodeado de una multitud de judíos que se reían de un insulto que ni siquiera había entendido.

—Te maldigo por perra —le gritó a la señora Cantas, con la voz temblorosa de un niño agitado que quiere que le tomen por un hombre— y escupo sobre tu maldición de gitana —culminó, escupiéndole, efectivamente, y en plena cara.

Me avergüenza decir que nadie más que yo se movió para darle a aquel sinvergüenza su merecido, pero la multitud seguía mirando anonadada, y la señora Cantas, que había sacado fuerzas de sus insultos, ahora me pareció que estaba al borde de las lágrimas. Por mi parte, a mí me habían criado para mostrar mucha más deferencia hacia las mujeres, y por la razón que fuera, esta lección me había llegado al alma, mientras que había despreciado muchas otras; quizá porque mi propia madre había muerto siendo yo apenas un chiquillo, así que las madres de los demás ocupaban un lugar especial en mi corazón.

Ni siquiera hoy puedo explicar mis razonamientos, sólo describir mis acciones: le pegué. Fue un puñetazo torpe, mal planeado. Apreté la mano en un puño, la levanté sobre la cabeza y le pegué hacia abajo, dándole en la cara como con un martillo. El chico se cayó al suelo, sólo un instante, y luego se puso en pie y se fue corriendo, con sus amigos pisándole los talones.

Esperaba que la multitud me vitoreara, que la señora Cantas me proclamase como su salvador, pero me di cuenta de que no había causado más que embarazo y confusión. Mis acciones no habían sido las de un protector, sino las de un alborotador. La señora Cantas se puso de pie nerviosa, pero evitó mi mirada. A mi alrededor no veía más que las espaldas de gente a la que conocía de toda la vida —tenderos que regresaban a sus puestos, sus clientes que se apresuraban a marcharse—. Todos intentaban olvidar lo que habían visto y esperaban que su olvido hiciera que los demás también se olvidasen y que mi violencia no nos trajese la Inquisición también a Inglaterra.

Sin embargo, yo no pensaba dejar que me saboteasen la alegría tan fácilmente. Corrí hacia casa, esperando que alguien allí oyese la historia y me alabase como yo creía que me merecía. Como mi padre fue la primera persona a la que vi, él fue el primero en oír la historia, aunque la versión que le di demostraba cierta falta de imaginación narrativa.

—Estaba en el mercado —le dije sin aliento— y un chico malo y feo le ha escupido a la señora Cantas. Así que le he dado una paliza —proclamé. Me zafé de las manos de mi padre y agité el puño para ilustrar lo que había hecho—. ¡Le he tirado al suelo de un solo golpe!

Mi padre me dio un bofetón.

No tenía por costumbre pegarme, aunque reconozco totalmente que yo era el tipo de crío al que habría que haberle pegado de vez en cuando. Éste era el tortazo más fuerte que me había dado nunca: de hecho era, en aquel momento, el tortazo más doloroso que nadie me había dado nunca; me dio con el dorso de la mano, casi con el puño, intentando, creo yo, darme en el hueso con el anillo gordo que llevaba en el dedo anular. El golpe era inesperado, había saltado como una serpiente, y la fuerza me reverberó en la mandíbula y me bajó por la espina dorsal, hasta que sentí los miembros flojos y temblones.

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