—Y ésta —me dijo mi tío al fin, rodeando a la hermosa mujer con el brazo— es tu prima Miriam.
Yo sabía que el término «prima» era algo formal, puesto que Miriam era la viuda de mi difunto primo Aaron. Sabía muy poco de ella, o de su matrimonio, ya que Aaron la había desposado después que yo me fuera de casa, al regresar de su último viaje a Levante, pero Londres no es lo bastante grande como para no oír las habladurías. Había estado bajo la tutela de mi tío, ya que sus padres habían muerto antes de que ella cumpliera los quince años, dejándole una fortuna considerable. A los diecisiete años ya se había casado con Aaron, y a los diecinueve ya era su viuda. Ahora, aún en la flor de su juventud, y seguramente en posesión de una fortuna, permanecía en casa de su suegro.
Miriam era de complexión judía: piel aceitunada, una melena negra que llevaba suelta en tirabuzones, como una dama elegante de Londres, y los ojos de un verde profundo. Su vestido —un traje color verde mar con enagua amarilla— también demostraba un interés acusado por los estilos de la gran ciudad. No pude evitar pensar en esta mujer deliciosa, que venía ya con su propia fortuna, como atrapada en casa de mi tío, sin más necesidad que alguien que la rescatase. Aunque yo no traía fortuna propia, sospechaba que la suya podía valemos a los dos, y casi me río al imaginarme que yo, un judío, pudiera querer representar a Lorenzo si ella hacía de Jessica.
Hice una reverencia profunda.
—Prima —le dije, sintiéndome como un apuesto hombre de mundo. Yo era el primo pródigo, y esperaba que me encontrase fascinante.
—He oído hablar mucho de usted, señor —me dijo con una sonrisa que mostraba clientes blancos y sanos.
—Me honra usted, señora.
—Estamos en Inglaterra, no en Francia, Benjamin —dijo mi tío—. Puedes prescindir de las formalidades.
Yo no tenía ninguna respuesta inteligente, pero este hecho, afortunadamente, pasó desapercibido por todos porque en ese momento alguien llamó a la puerta.
—El sol —dijo mi tío— está demasiado bajo como para que Isaac responda a esa llamada.
Mi tía y él se marcharon a recibir a sus invitados.
—¿Esperamos a más gente? —le pregunté a Miriam, contento de la temprana oportunidad que se me brindaba para conversar.
—Sí —me dijo frunciendo el ceño, gesto que por un momento creí dirigido a mí. Rodeó el sofá donde yo me había sentado y se sentó con elegancia sobre los cojines de la silla frente a mí—. ¿Conoce a Nathan Adelman? —su desagrado, me di cuenta, iba dirigido a otro.
Asentí.
—Claro que he oído hablar de él. Un invitado muy notable.
Adelman había venido a Inglaterra desde Hamburgo para unirse a la corte de Jorge V hacía cinco años, en 1714. Era uno del escaso puñado de judíos a quienes, como a mi padre, les estaba permitido tener el título de corredor de bolsa registrado; era también un poderoso comerciante vinculado a las Indias Orientales y Occidentales, al Levante y, subrepticiamente, a la Compañía de los Mares del Sur e incluso al mismo Gobierno de Whitehall. Se rumoreaba que era el consejero del Príncipe de Gales en asuntos financieros. No sabía nada más de él salvo que el evidente desagrado que reflejaba el rostro de Miriam sugería que en nada le complacía su presencia.
Cuando entró en la habitación, la situación se aclaró. Le ofreció a Miriam, que tenía casi treinta años menos que él, una sonrisa optimista, casi exuberante. Adelman parecía sólo un poco más joven que mi tío; era un hombre bajo de estatura, gordezuelo, bien vestido y afeitado, ataviado con una peluca espesa y negra, y con todo el aspecto de caballero inglés que tendría cualquiera en un café respetable de Londres. Sólo le delataba la voz. Como mi tío, sin duda había trabajado muy duro para eliminar la mayor parte de su acento —aunque en su caso tener cierto deje alemán podía depararle ventajas en la corte de un rey alemán—. Era sabido de todo el mundo que la prioridad del rey Jorge era su principado germano, Hannover, y la prioridad de Adelman era el hijo del rey Jorge. Esta dedicación al Príncipe dejaba a Adelman en una situación peliaguda, ya que en aquel momento el Príncipe y el Rey estaban enfrentados, y a Adelman por tanto le faltaba el favor del Rey, del que se decía que había disfrutado en el pasado.
Miriam le correspondió asintiendo desganadamente, mientras yo me levantaba y le hacía una profunda reverencia al ser presentado. Para cuando volví a sentarme me di cuenta de que no hacía falta ser un hombre versado en descubrir secretos para leer las relaciones establecidas a mi alrededor. Adelman deseaba casarse con Miriam, y Miriam no tenía ningún deseo de casarse con Adelman. No podía ni aventurar una conjetura acerca de la opinión de mi tío respecto a semejante cortejo.
Después de unos momentos de educada conversación acerca del tiempo y de la situación política en Francia, llamaron a la puerta y apareció nuestro último invitado a cenar. Mi tío desapareció brevemente y después regresó, con una mano apoyada amistosamente en la espalda de Noah Sarmento, un oficinista que trabajaba en el almacén de mi tío. Éste era un hombre muy joven, de rostro educado pero severo. Iba bien rasurado, llevaba una peluca pequeña y apretada, y aunque su ropa no era de mala calidad, era de colores apagados, grises y marrones, y de corte igualmente falto de personalidad.
—Sin duda conoce al señor Adelman —empezó mi tío.
Sarmento inclinó la cabeza.
—He tenido el placer en numerosas ocasiones —dijo con un ánimo tan alegre que parecía no casar con sus facciones—, aunque no tantas como me gustaría.
La sonrisa de Sarmento le pegaba tanto a su cara como un uniforme de almirante a un mono. Esta imagen quizá sea falsa, sin embargo, ya que sugerir que Sarmento tenía algo de mono significaría sugerir que había algo juguetón y travieso en él. Nada más lejos de la realidad. Era un hombre sieso como he visto pocos, y aunque sé que hay muchos filósofos que discuten la legitimidad de la ciencia de la fisonomía, aquí teníamos a un hombre cuyo carácter podía leerse en la forma regañada y antipática de su cara.
Adelman le devolvió una reverencia breve mientras mi tío me presentaba a mí, con cuidado de no mencionar mi apellido supuesto.
—Éste es mi sobrino Benjamin, el hijo de mi difunto hermano.
Sarmento asintió sólo levemente antes de abandonar el contacto conmigo.
—Señora Lienzo —dijo, inclinándose hacia ella—. Es un placer volver a verla.
Miriam asintió, entrecerró los ojos y miró hacia otro lado.
—Dígame —empezó Sarmento, dirigiéndose a Adelman—, ¿qué noticias hay por la Casa de los Mares del Sur? En los cafés hay una gran agitación por saber qué ocurrirá ahora.
Adelman sonrió educadamente.
—Vamos, señor. Usted ya sabe que mi relación con la Compañía de los Mares del Sur es puramente informal. .
—¡Ja! —Sarmento se dio una palmada en el muslo. No supe si por placer o para darse ánimos—. He oído que la Compañía no da un paso sin consultarlo con usted.
—Me honra usted en exceso —aseveró Adelman.
Aprecié esta conversación sólo porque Miriam y yo intercambiamos rápidamente varias miradas para expresar nuestra compartida falta de interés. Pronto nos fuimos al comedor, donde seguí encontrando la conversación difícil y entrecortada. Mi tío me pidió repetidas veces que dijera las oraciones que se pronuncian tradicionalmente en la cena del sábbat, pero yo fingí haberme olvidado de lo que se me había grabado tan profundamente durante la infancia. Sentía una extraña gana de participar, pero no estaba seguro de que las oraciones que recordaba fueran las correctas, y no quería equivocarme delante de mi prima. No dije nada parecido, sino que sugerí que para mí bendecir la comida era cosa de superstición. Cuando mi tío pronunció las oraciones, sin embargo, sentí la llamada de algo —la memoria quizá, o la pérdida— y experimenté un extraño placer al escuchar las palabras hebreas. En mi casa no hubo oraciones mientras fui niño; mi padre nos enviaba a mi hermano y a mí a estudiar las leyes de nuestro pueblo en la escuela judía porque eso era lo que hacían los hombres, y asistíamos a la sinagoga porque a mi padre le resultaba más fácil ir que explicar por qué no iba.
Miré alrededor de la habitación para ver cómo respondían los demás a las bendiciones. Me pareció raro que Sarmento, que había demostrado antes una admiración clara por Miriam, no fuera capaz de despegar la mirada de Adelman.
—Dígame, señor Adelman —comenzó, una vez que mi tío hubo terminado con las oraciones—, ¿piensa usted que las recientes amenazas de un levantamiento jacobita afectarán a las ventas de los Bonos del Estado?
—Le aseguro que no tengo nada que decir que no se diga por todos los cafés —esquivó Adelman—. Las revueltas siempre dan lugar a fluctuaciones en el precio de los valores. Pero sin esa fluctuación no habría mercado, así que los jacobitas nos están haciendo un favor, supongo. Pero eso, como le digo, es algo corriente que sabe todo el mundo.
—No puede haber nada de corriente en sus opiniones —insistió Sarmento—. Me encantaría escucharlas.
—Le creo, sin duda —dijo Adelman riendo—, pero me pregunto si nuestros amigos, que no se pasan todo el día en la calle de la Bolsa, sienten tanta curiosidad como usted.
Inclinó la cabeza mirando a Miriam.
—Quizá pueda concertar una cita con usted en otro momento.
—Venga a visitarme cuando quiera —respondió Adelman, aunque con tan poco entusiasmo que hubiera asustado a cualquiera excepto al más decidido sicofante—. A menudo me encuentro en el Jonathan's Coffeehouse, y siempre puede enviarme un mensaje allí y estar seguro de que lo recibiré.
—¡Si no podemos hablar de los valores hablemos entonces de los entretenimientos de la ciudad! —exclamó Sarmento, en un elevado tono de voz que supuse que era su forma de demostrar entusiasmo—. ¿Qué opina usted, señora Lienzo?
—Creo que mi primo puede hablar más de ese tema que yo —dijo Miriam con voz queda, evitando mi mirada cuidadosamente mientras lo decía—. Me han dicho que sabe alguna cosa de las atracciones de Londres.
No sabía cómo tomarme su comentario, pero no podía detectar ningún insulto. Sólo estaba seguro de que Sarmento le había hecho una pregunta a Miriam y que ella me la había referido a mí. Acepté el desafío, sintiendo que ahora tenía la oportunidad de impresionarla. Hablé sólo de lo que había oído acerca de la nueva temporada teatral y di mi opinión sobre una serie de actores y obras del año anterior. Sarmento procedió a rebatir cada uno de mis argumentos, utilizándolos para emprender un discurso propio sobre sus ideas acerca del arte de la representación en general o de las obras en particular. Este charlatán nunca se hubiera atrevido a insultarme en público, pero aquí, a la mesa de mi tío, no hizo esfuerzo alguno por esconder el desprecio que sentía por mí; pero yo no podía avergonzar a mi tío desafiando a semejante cachorro. Así que fingí no entender sus miradas y sus gestos, y deseé en silencio tener la oportunidad de encontrármelo en otro lugar.
Era una tradición en casa de mi tío que, con los criados fuera de servicio, fueran las mujeres las que sirvieran la comida en el sábbat. Y así fue, y para mi satisfacción observé que Miriam se afanaba en evitar tanto a Sarmento como a Adelman —dejando a esos caballeros para mi tía Sofía— y en buscarme a mí al repartir los cuencos de sopa o los platos de cordero al cardamomo. Esperaba con avidez cada nuevo plato para poder deleitarme con su proximidad: el murmullo de sus faldas, el aroma de su perfume alimonado, y tantas insinuaciones fugaces de su pecho como ofreciera su corpiño. Y efectivamente, la tercera y última vez que me sirvió me cazó disfrutando de este placer, y atrapó mi mirada en la suya. En un instante me preparé para lo peor, porque las damas de Londres sólo conocen dos respuestas a una mirada como la mía, y yo no sabía si iba a recibir el duro ceño del castigo o la igualmente decepcionante sonrisa lujuriosa. No puedo describir con exactitud mi agradable confusión cuando Miriam rechazó estas dos posibilidades, y me ofreció sólo una sonrisa de complicidad divertida, como si la alegría que me daba tenerla cerca fuera un secreto compartido entre los dos.
Después de la comida, al mejor estilo inglés, los cuatro caballeros nos retiramos a una sala privada con una botella de vino. Adelman, en numerosas ocasiones, intentó hablar de negocios con mi tío, que dejó bien claro que no hablaría de esas cosas en sábbat. Sarmento llevó de nuevo la conversación hacia los rumores de un nuevo levantamiento jacobita aquí en Inglaterra. El tema del rey depuesto interesaba a mi tío, y tenía mucho que decir al respecto. Yo escuché con atención, pero me ruboriza reconocer que no seguía la política con demasiada atención, y muchos argumentos se me escapaban.
Adelman, cuyos intereses estaban tan íntimamente ligados al éxito de la dinastía actual, despreció a los jacobitas por ser una horda de descerebrados, y condenó al pretendiente por ser un tirano papista. Mi tío asintió calladamente, puesto que Adelman no había hecho más que resumir el pensamiento de los whigs. Pero Sarmento absorbía cada palabra de Adelman, elogiando sus ideas como propias de filósofo, y sus palabras como propias de poeta.
—¿Y usted qué, señor? —Sarmento se dirigió a mí—. ¿No tiene usted ninguna opinión sobre estos jacobitas?
—Yo me ocupo muy poco de la política —le dije, mirándole a los ojos. Supuse que su pregunta no tenía que ver con mis ideas políticas, sino con la manera en que iba a responder a su desfachatez.
—¿No será usted un detractor del Rey? —insistió Sarmento.
Yo no era capaz de adivinar su juego, pero en esta época en la que las rebeliones amenazaban constantemente a la Corona, esto era algo más que una charla ociosa. Ser acusado públicamente de simpatizar con los jacobitas podía arruinar la reputación de cualquiera, e incluso acabar en un arresto por parte de los Mensajeros del Rey.
—¿Acaso el hombre que no sea un simpatizante activo ha de ser necesariamente un detractor? —pregunté con cuidado.
—Estoy seguro —aventuró mi tío apresuradamente— de que mi sobrino ha levantado muchas veces su copa a la salud del Rey.
—Sí —concedí—, aunque confieso que cuando bebo a la salud del Rey suele ser más por la gana de beber que por el propio Rey.
Mi tío y Adelman rieron educadamente, y yo pensé que mi salida habría cansado a Sarmento. Me equivoqué. Simplemente sacó un nuevo tema.
—Dígame, señor —empezó a decir cuando las risas se acallaron—. ¿Quién le gusta más, el Banco o la Compañía?