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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (16 page)

Supongo que tuvo miedo; mi padre odiaba los problemas y odiaba cualquier cosa que pudiera llamar la atención sobre nuestra comunidad de Dukes Place. A veces, con la esperanza de convertirme en un hombre, o más bien en el tipo de hombre que a él le gustaba, me invitaba a sentarme con él y con sus invitados alrededor de una botella después de cenar; ahí él siempre hablaba de permanecer invisibles, de evitar los problemas, de no enfadar a nadie. Este tortazo que me había dado, yo sabía a qué venía. Mi padre veía designios en todo, para él todo estaba interrelacionado: una acción siempre generaba cientos de otras. Temía que yo adquiriese la costumbre de pegar a los niños cristianos. Temía que mi imprudencia trajese una plaga de odio sobre los judíos. Temía que se acumulase una nube a partir de mi violencia contra este único niño: una nube que traería consigo la persecución, el tormento, la destrucción.

Su expresión no varió un ápice. Estaba allí de pie, con las facciones convertidas en una máscara de inquietud y de miedo, y de decepción quizás, porque yo no me hubiese caído al suelo. Fijó los ojos con sospecha en la marca roja que me había dejado en la cara, como si de algún modo yo hubiera falsificado las pruebas de su violencia.

—Así es como se siente uno cuando le pegan —me dijo—. Es una sensación que harías bien en evitar.

Mi orgullo me había abandonado, pero la indignación permanecía —y recuerdo que pensé: «Pues no es tan terrible».

Fue un momento que creo me hizo anticipar mi carrera en el ring, porque la verdad es que había algo más que la sensación de que aquello no era tan malo, una extraña especie de placer. Era el placer del aguante, de saber que había sido capaz de soportar el dolor sin caerme, sin moverme siquiera, sin llorar. Era el placer de saber que podría resistir otro golpe, y otro más después de aquél; quizá los suficientes como para agotar a mi padre hasta el punto de que no fuese capaz de pegarme otra vez. Fue ese día cuando empecé a ver a mi padre como a un hombre débil.

Pero mi tío era un tipo de hombre distinto: su negocio de contrabando le había enseñado más sutileza de la que nunca aprendió mi padre. A mi padre le aconsejaba paciencia; siempre defendió la idea de que yo tenía que buscar mi propio camino, que mi padre no debía exigirme que yo fuera como mi hermano. Sentado en el almacén de mi tío, pensé que le debía algo por la comprensión que siempre había reclamado para mí, aunque el pozo de la comprensión ya se hubiese secado.

Pareció que pasaba un cuarto de hora mientras permanecíamos ahí sentados, sin decir palabra, pero supongo que no serían más de unos segundos. Por fin mi tío habló, en un tono de voz más suave, con la esperanza, quizá, de ahorrarme el azoramiento.

—¿Necesitas dinero?

—No, tío —estaba ansioso por quitarle de la cabeza la idea de que había venido a mendigar—. Vengo a verle por un asunto que concierne a la familia. Me dijo una vez que creía que mi padre había sido asesinado. Quiero saber por qué piensa eso.

Había captado su atención. Ya no se estaba controlando, para encontrar la actitud correcta con la que enfrentarse al regreso del sobrino pródigo. Ahora me miraba fijamente, intentando descubrir por qué le venía a hacer esta pregunta.

—¿Te has enterado de algo, Benjamin?

—No, nada de eso.

Dejando a un lado los detalles superficiales, le conté la historia de Balfour y sus sospechas.

Sacudió la cabeza.

—Tu tío te dice que han asesinado a tu padre, y tú no le haces caso. ¿Y ahora un perfecto desconocido te dice lo mismo y entonces sí que te lo crees? —en su agitación, el acento portugués de mi tío se volvía más pronunciado.

—Por favor, tío. He venido en busca de información para descubrir si mi padre fue asesinado. ¿Qué importa el porqué?

—Por supuesto que importa. Ésta es tu familia. No te he visto desde el funeral de Samuel, y antes de eso hacía diez años que no te veía.

Suspiré y me dispuse a hablar, pero mi tío vio que me estaba poniendo impaciente y ansioso, y se interrumpió.

—Pero —me dijo— eso es el pasado y esto es el presente. Y que quieras hacer algo bueno por tu familia es lo único que importa. Así que, sí, Benjamin, sospecho que tu padre fue asesinado. Le dije lo mismo al alguacil, y también al juez. Escribí además numerosas cartas a hombres que conozco en el Parlamento, hombres que, debo añadir, me deben dinero. Todos dicen lo mismo: que el hombre que mató a tu padre es un desalmado, pero no hay ley que castigue una muerte accidental, incluso si llegamos a probar que el accidente fue debido al descuido o a la ebriedad. La muerte de Samuel para ellos es una desgracia desafortunada. Y yo, por pensar otra cosa, soy un judío susceptible.

—¿Qué es lo que le hace pensar que fue asesinado?

—No estoy seguro de que fuera asesinado, sólo tengo sospechas. Samuel era un hombre que hacía muchos enemigos simplemente por su oficio. Compraba y vendía acciones, y había tanta gente que perdía dinero con él como gente que lo ganaba. No tengo que decirte lo mucho que los ingleses odian a los corredores. Dependen de ellos para hacer dinero, pero les odian. ¿Es mera coincidencia que alguien le atropelle en la calle? ¿Y que ese Balfour, con quien andaba en negocios, muriese de la forma en que murió? Quizá, pero a mí me gustaría saberlo con certeza.

Vacilé antes de hacer mi próxima pregunta.

—¿Qué dice José de todo esto?

—Si quieres saber lo que tu hermano tiene que decir —me contestó mi tío airadamente—, quizá debas escribirle. Ya sabes que vino a Londres poco después del funeral de Samuel: lo dejó todo y se embarcó hacia Inglaterra en cuanto lo supo. Tú sabías que lo haría, y no hiciste nada por encontrarte con él.

—Tío… —comencé. Quería decirle que José tampoco había hecho nada por encontrarse conmigo, pero las palabras me sonaron a niñería, además de ser poco sinceras, puesto que ya me había preocupado yo de no estar en casa cuando él vino a la ciudad, de modo que si hubiera venido a visitarme le hubiera evitado.

—¿Por qué te escondes de tu propia familia, Benjamin? Lo que pasó entre tú y Samuel pasó hace mucho tiempo. De haberle dado la oportunidad, él te habría perdonado.

Yo no terminaba de creerme aquello, pero no dije nada.

—Esta distancia que has establecido no tiene base, nace de la nada. Ahora tu padre ha muerto y nunca podrás reconciliarte con él, pero no es demasiado tarde para reconciliarte con tu familia y con tu propia gente.

Pensé acerca de esto durante un tiempo, no sé cuánto. Quizá mi padre sí hubiese cambiado desde la última vez que le vi. Quizá el tirano frío que yo recordaba era tanto producto de mi imaginación como de mi experiencia. No era capaz de determinarlo, pero las palabras de mi tío me aguijonearon la conciencia; me hicieron sentir como un maldito irresponsable que había hecho desgraciada a su familia. Durante todos aquellos años siempre pensé que el que había sufrido era yo. Yo decidí apartarme de la fortuna y de la influencia. Ahora empezaba a entender cómo veía mi tío el exilio que me había impuesto a mí mismo: para él mi ausencia carecía de sentido y era egoísta, y había herido a mi familia más de lo que ella me había herido nunca a mí.

—Eres mucho mayor ahora, ¿no? Quizá te arrepientas de algunas de las cosas que hiciste en tu juventud. Ahora te has convertido en un hombre respetable. Incluso me recuerdas un poco a mi propio hijo, Aaron.

No dije nada, porque no quería insultar a mi tío ni hablar mal de los muertos, pero esperaba con todas mis fuerzas no parecerme en nada a mi primo.

—Necesito saber el nombre del cochero que atropello a mi padre —le dije, volviendo al tema que nos ocupaba—. Y quisiera saber si conoce a alguien en particular que fuera enemigo de mi padre. Quizás alguien que le hubiera amenazado. ¿Hará eso por mí?

—Lo haré, Benjamin. En parte lo haré por ti.

—¿Hay algo más que le llamase entonces la atención? ¿Algo que permita relacionar la muerte de mi padre con la de Balfour? El hijo de Balfour piensa que puede existir alguna conexión con los negocios de la calle de la Bolsa, pero estos temas financieros se escapan a mi entendimiento.

El tío Miguel miró a su alrededor.

—Éste no es lugar para hablar de cosas de familia. No es lugar para hablar de los muertos, y no es lugar para ordenar unos asuntos de naturaleza tan privada. Ven a mi casa esta noche a cenar. Ven a las cinco y media. Cenarás con tu familia y después hablaremos.

—Tío, quizá no sea ésa la mejor manera.

Se inclinó hacia delante.

—Es la única manera —me dijo—. Si quieres que te ayude, ven a cenar a casa.

—¿Se arriesgará a que el asesino de su hermano escape a la justicia si me niego?

—No hay riesgo alguno —dijo—. Te he dicho lo que tienes que hacer, y lo harás. Las protestas sólo te hacen perder el tiempo. Te veré a las cinco y media.

Dejé el almacén asombrado por lo que había ocurrido. Iba a cenar con mi familia, y contemplaba la perspectiva de esa noche con una sana dosis de temor.

Ocho

Llegué casi puntual a la casa de mi tío en Broad Court, en el distrito de St. James, en Dukes Place. En el año 1719, a los judíos extranjeros aún no les dejaban tener propiedades en Londres, así que mi tío tenía alquilada una casa agradable en el corazón del barrio judío, a poca distancia de la sinagoga de Bevis Marks. Su casa tenía tres plantas; no recuerdo cuántas habitaciones, pero estaba bien proporcionada para un hombre que vivía con su esposa y tenía una sola persona más a su cargo, además de apenas un puñado de sirvientes. Aun así, mi tío trabajaba en casa a menudo, como hacía mi padre, y le gustaba tener invitados.

Al contrario que muchos judíos que vivían en Dukes Place y luego se marchaban cuando habían hecho fortuna —instalándose en los más elegantes vecindarios del oeste—, mi tío había decidido quedarse atrás para compartir su suerte con los miembros más pobres de su nación. Es cierto que las zonas más occidentales de la ciudad no son las más agradables, ya que los vientos habituales de Londres llevan todos los hedores repugnantes de una metrópoli apestosa hasta la puerta misma de su casa, pero pese al olor, la pobreza y el aislamiento de Dukes Place, a mi tío ni se le ocurría mudarse. «Soy un judío portugués nacido en Amsterdam y trasladado a Londres —me había dicho el tío Miguel cuando yo era niño—. No tengo ninguna intención de volverme a mudar».

Al caminar hacia la puerta recordé que era viernes por la noche, el principio del sábbat judío, y que mi tío se había servido de un ardid para que asistiese a una cena de sábbat. Me bombardearon recuerdos de mi infancia: el olor cálido del pan de huevo recién cocido, el ruido de la conversación. Las comidas del sábbat siempre habían tenido lugar en casa de mis tíos, ya que el sábbat, por tradición, era una ocasión familiar, y donde yo vivía no era tanto un hogar familiar como una organización doméstica. Todos los viernes antes de la caída del sol caminábamos desde nuestra casa en Cree Church Lane hasta la casa de mi tío, donde compartíamos oraciones y comida con su familia y los amigos que hubiera invitado. Mi tío siempre nos hablaba a mi hermano y a mí como si fuéramos adultos, una costumbre que yo encontraba tan halagadora como desconcertante. Mi tía solía darnos gelatinas o pastelitos a escondidas antes de cenar. Estas comidas eran de los pocos rituales de mi infancia que recordaba con cierto cariño, y sentí una ráfaga de ira contra mi tío por exponerme a estos recuerdos de nuevo.

Incluso después de llamar a la puerta pensé en salir corriendo, en abandonar mis planes, mi investigación y al señor Balfour, y la idea de que mi padre había sido asesinado. «Que siga muerto», casi murmuré en voz alta, pero, a pesar de las ganas de huir, me quedé en el sitio.

Isaac, un cascarrabias bajito y encorvado que había estado al servicio de mi tío desde que yo era un chiquillo, me recibió en la puerta. Supongo que rondaría los sesenta años, o más, y parecía estar bien de salud y tan próximo al buen humor como le era posible.

—Si llega a venir unos momentos más tarde —dijo como saludo a alguien a quien hacía una década que no veía—, el señor Lienzo hubiera tenido que abrir la puerta él mismo.

Isaac siempre había llevado muy a rajatabla todos los asuntos de religión, y se negaba a trabajar durante el sábbat, como dicta la ley judía. Como mi tío también se negaba a trabajar, apenas podía echarle en cara a su criado que tuviera la misma adherencia a la ley.

Esta casa me inundaba de antiguos recuerdos, porque aquí había pasado interminables horas de niño. Casi toda la decoración era exactamente como la recordaba: los azules y rojos de la alfombra persa, la madera labrada de la escalera, los austeros retratos de mis abuelos en la pared. Más que el aspecto, los aromas me recordaban los sábbats de mi infancia —guisos de carne y pasas hervidas y los dulces olores de la canela y el jengibre.

Mi tío me recibió en el salón, donde estaba sentado a solas con un periódico. Parecía ser una de las publicaciones que se especializaban en los negocios de los Bonos del Estado y los valores de la calle de la Bolsa. Guando entré lo dejó a un lado.

—Benjamin —me dijo levantándose del asiento—, qué contento estoy de que hayas venido. Sí, es muy bueno tenerte aquí.

—Me ha engañado, tío —le dije—. No me ha dicho que me había invitado a una cena de sábbat.

—¿Que te he engañado? —se sonrió—. ¿Acaso te he ocultado el día de la semana que era? Me atribuyes más astucia de la que tengo, aunque me encantaría ser tan listo como dices.

Mi respuesta se cortó por la entrada de mi tía, seguida de una hermosa mujer de unos veintiún años. La tía Sofía era una mujer mayor y atractiva, con ligera tendencia a la gordura, y un poco tonta de trato. Sus relaciones sociales se limitaban casi exclusivamente a otros judíos inmigrantes, y nunca había aprendido a hablar inglés muy bien. Igual que mi tío, llevaba ropas que delataban el tiempo vivido en Holanda. Su vestido era de lana fina y negra, alto de cuello y largo de mangas, y llevaba el pelo recogido en un moño alto rematado por un pequeño gorro blanco en la coronilla, que me recordaba a los retratos flamencos del siglo pasado.

Me abrazó y me hizo preguntas en su inglés vacilante, que yo respondí en un portugués igualmente vacilante. Me asombró lo feliz que me sentía de verla. Era una mujer amable, y me miraba sin juzgarme: sólo vi el placer que le proporcionaba el tenerme en su casa. La verdad es que estaba exactamente igual a como la recordaba.

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