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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (18 page)

La pregunta me confundía, y sospeché que ésa había sido su intención. El asunto de esta rivalidad financiera me interesaba bastante, porque sabía que el viejo Balfour había hecho algunas inversiones basándose en lo que sabía de esta competición, pero yo entendía tan poco acerca de las características del antagonismo entre ambas instituciones que ni se me ocurría cómo responder. Fingir que entendía el tema no iba más que a revelarme como un cretino, así que hablé simplemente.

—¿Quién me gusta más para qué?

—¿Cree usted que al Tesoro le hace un mejor servicio el Banco de Inglaterra o la Compañía de los Mares del Sur? —hablaba despacio y muy claramente, como si le estuviese dando instrucciones a un criado de pocas luces.

Le ofrecí la más cortés de mis sonrisas.

—No era consciente de que fuera necesario que todo hombre tomara partido.

—Bueno, no todo el mundo, supongo. Sólo deben hacerlo los hombres con medios y negocios.

—¿Deben hacerlo? —preguntó mi tío—. ¿No puede un hombre de negocios simplemente observar la rivalidad sin tomar partido?

—Pero usted toma partido, señor, ¿no es cierto?

Esta pregunta, hecha por un empleado a su jefe, me pareció impertinente, pero si mi tío se ofendió no dio muestras de ello. Simplemente escuchó a Sarmento, que seguía parloteando.

—¿No ha creído siempre su familia que el Banco de Inglaterra debe mantener el monopolio sobre la financiación de los préstamos del Estado? ¿No le he oído yo a usted decir que a la Compañía de los Mares del Sur no se le debería permitir competir con el Banco por este negocio?

—Usted sabe muy bien, señor Sarmento, que no deseo hablar de estas cosas durante el sábbat.

Sarmento inclinó la cabeza ligeramente.

—Tiene usted toda la razón, señor —y, dirigiéndose de nuevo a mí, dijo—: Usted, señor, no siente una restricción semejante, supongo. Y como todos los hombres de medios y de negocios han de tener una opinión, ¿puedo asumir que usted no está muy dispuesto a compartir la suya?

—Dígame quién le gusta a usted, señor, y quizá tenga entonces un modelo que emular.

Sarmento sonrió, pero no me sonreía a mí. Se dirigió al señor Adelman.

—Bueno, a mí me gusta la Compañía de los Mares del Sur, señor. Especialmente cuando se encuentra en manos tan capaces.

Adelman inclinó la cabeza.

—Sabe usted perfectamente que a nosotros los judíos no nos está permitido invertir en las Compañías. Sus afirmaciones, señor, aunque me honran, quizá dañen mi reputación.

—Sólo repito lo que se dice en todos los cafés. Y nadie le hará de menos por su interés en estos asuntos. Usted es un patriota, señor, del más alto nivel. —Sarmento seguía hablando en su tono de voz aburrido, que casaba mal con la pasión de sus palabras—. Puesto que mientras las finanzas de la nación estén protegidas por hombres tales como los directores de la Compañía de los Mares del Sur, no debemos temer revueltas ni sublevaciones.

Adelman parecía incapaz de encontrar una respuesta, y simplemente se inclinó de nuevo, así que mi tío intervino, sin duda con la intención de llevar la conversación hacia algún tema alejado de los negocios, y anunció que por segunda vez en casi otros tantos años la capellanía de la parroquia le había propuesto para el cargo de Guardián de los Pobres. Esta noticia produjo en Adelman y en Sarmento una carcajada sentida que yo no entendí.

—¿Por qué nombrarle a usted para este cargo, tío? ¿No significará tener que ir a misa en la iglesia los domingos?

Los tres hombres se rieron, pero sólo Sarmento rió con verdadero placer ante mi ignorancia.

—Sí —concedió mi tío—. Significa ir a misa en la iglesia durante el sábbat cristiano y hacer un juramento cristiano sobre una Biblia cristiana. No me nombran porque quieran que asuma el cargo. Me eligen porque saben que me negaré a hacerlo.

—Confieso que no entiendo nada.

—Es simplemente una forma de generar ganancias —me explicó Adelman—. Su tío, como no puede asumir el nombramiento con el que le han honrado, deberá pagar una multa de cinco libras por rechazarlo. Es habitual que las capellanías nombren a muchos judíos al cabo del año, incluso a judíos pobres. Saben que hay otros que pagarán la multa. Hacen mucho dinero de esta manera.

—¿No se puede elevar una queja?

—Pagamos muchos impuestos —explicó mi tío—. Tú naciste aquí, así que estás libre de los impuestos de extranjería, pero el señor Adelman y yo no lo estamos. Y aunque el Parlamento nos ha otorgado la ciudadanía a los dos, nuestros impuestos son aún mucho más altos que los de los británicos de nacimiento. Este nombramiento no es más que un impuesto más, y lo pago sin hacer aspavientos. Me reservo mis quejas para asuntos importantes.

Conversamos una hora más acerca de temas variados hasta que el señor Adelman se puso en pie bruscamente y anunció que debía regresar a casa. Utilicé su partida como excusa para la mía propia. Antes de irme, sin embargo, mi tío me llevó aparte.

—Estás enfadado.

Sus ojos brillaban con una luz extraña, como si no recordase la ira que había sentido contra mí en el funeral de mi padre, como si no hubiera existido una ruptura entre mi familia y yo.

—Ha roto su promesa —le dije.

—Sólo la he retrasado. Te dije que hablaría contigo después de cenar. No te dije cuánto tiempo más tarde. Ven a la sinagoga, al oficio de mañana por la mañana. Pasa el resto del sábbat con tu familia. Cuando caiga el sol, te contaré lo que quieres saber.

No sabía cómo responder, ni siquiera cómo me afectaba este ofrecimiento.

—Tío Miguel, el tiempo no es un lujo que yo posea. No puedo pasarme el día rezando y charlando.

Se encogió de hombros.

—Ése es mi precio, Benjamin. Pero —sonrió— te lo cobraré una sola vez. No te pediré nada más, aunque necesites información en las próximas semanas, o meses.

Sabía que no podría convencerle; sería capaz de dejar libre al asesino de su propio hermano antes que echarse atrás una vez tomada una decisión. Y debo decir que me agradaba la idea de pasar la tarde con Miriam, así que quedé en reunirme con él a la mañana siguiente.

Adelman y yo cruzamos juntos el umbral de la puerta, y me sorprendió el lujo de su carroza dorada, que estaba aparcada fuera de la casa de mi tío. Al ver a su amo, un chico de unos catorce años de complexión oscura —de la India, aventuré—, vestido con una llamativa librea roja y dorada, abrió la puerta y se quedó quieto como una estatua.

—Lienzo. —Adelman me agarró del brazo con practicada afabilidad—, ¿puedo dejarle en algún sitio? Vive usted en Covent Garden, ¿no es cierto?

Me incliné para mostrarle mi aceptación y mi gratitud.

Admito que estar encerrado en semejante estrechez con un hombre de la importancia de Adelman me inquietaba, puesto que aunque mi oficio me colocaba a menudo en compañía de grandes hombres, raramente lo hacía bajo tales circunstancias. Aquí estábamos los dos reunidos, no por negocios, sino dando un paseo amistoso por la ciudad.

Al empezar la carroza a dar sacudidas, Adelman corrió las cortinillas, envolviéndonos en una oscuridad casi total. Se mantuvo en silencio algún tiempo, y a mí no se me ocurría ninguna manera de iniciar una conversación, así que permanecí inmóvil, sintiendo cómo las ruedas del carruaje rodaban sobre las inmisericordes calles de Londres. Cada vez que me desplazaba en el asiento, el ruido que hacía se me antojaba molestamente escandaloso. No oía ningún sonido del asiento frente a mí, donde estaba Adelman.

Por fin se aclaró la garganta, y creo que tomó una pizca de rapé.

—Me parece —comenzó— que ha recibido usted una visita del señor Balfour.

—Me asombra usted, señor.

Casi grito de sorpresa. Reconozco que sentí un escalofrío recorriéndome la espina dorsal. No había nada en la voz de Adelman, entiéndanme, que pudiera asustarme. Mantenía ese tono pulido y germano. Sí había algo, sin embargo, en la pregunta en sí, en el conocimiento que daba lugar a la pregunta. ¿Qué podía saber un hombre de la posición de Adelman de tales asuntos? Lamentaba que la oscuridad no me permitiera extraer alguna información de su rostro, aunque sospecho que tenía la suficiente práctica en controlar su expresión como para no haberme dado muchas pistas de esa clase. Yo también era muy capaz de esconder mis sentimientos, de todas maneras.

—No puedo expresarle la sorpresa que me causa saber que mis negocios puedan atraer su atención —le dije con absoluta calma.

—Es usted parte de una familia importante, señor Lienzo.

—Me conocen por el nombre de Weaver —le dije.

—No pretendía ofenderle —se explicó rápidamente—. Pensé que quizá ése era un nombre que usted sólo utilizaba cuando peleaba —hizo una breve pausa—. Seré franco con usted. Le admiro, señor. Admiro que haya usted decidido abandonar las antiguas supersticiones de su raza y se haya labrado un camino por su cuenta. Le ruego no me malinterprete. Respeto a su tío inmensamente, pero encuentro que su fidelidad a los ritos y a las tradiciones constituye un peligroso obstáculo para nuestra gente. Usted, por otra parte, ha demostrado a los ingleses de todo el mundo que no pueden reírse ni burlarse de los judíos. Sus hazañas en el ring son legendarias. Incluso el Rey, señor, conoce su nombre.

Me incliné en la oscuridad. Decía la verdad cuando afirmaba que yo le había dado la espalda a los ritos y tradiciones de mi gente, pero que celebrase mi negligencia me incomodaba. Quizá esto fuera porque yo siempre había entendido mi propio rechazo como una actitud nacida de la holgazanería, mientras que él lo veía como parte de una filosofía liberal.

—Me honra con sus palabras —le dije tras un incómodo silencio—. Pero no estoy seguro de qué tiene eso que ver con el señor Balfour, ni por qué mi trabajo ha de interesarle a usted, señor.

—Sí, es usted un hombre de negocios. Me encantan los hombres de negocios. Déjeme que le diga, señor Weaver, que me entristeció la muerte de su padre, pero la admiración que sentía por él no me hace ver lo que no existe. Su muerte fue un trágico accidenté, nada más. Yo también conocía a Michael Balfour. Era un buen hombre, supongo. O lo suficientemente bueno, en cualquier caso. Pero al igual que su hijo, Balfour era débil. Cometió errores en sus negocios, y no pudo salvarse ni enfrentarse a las consecuencias de su ruina. A ojos poco expertos, el hecho de que dos hombres de negocios que eran amigos muriesen tan seguidamente el uno del otro puede parecer raro, pero no hay nada que permita relacionar ambas muertes. Dígame —me dijo con un cambio teatral en su tono de voz—, ¿qué le ha ofrecido Balfour para investigar este asunto?

Le expliqué la naturaleza de nuestro acuerdo.

Dejó escapar una breve carcajada, más parecida a un ladrido.

—No recibirá usted ningún dinero; no creo que pueda sacarle ni cinco chelines, para qué hablar de cincuenta libras. Su fortuna, sabe, no puede recuperarse. Balfour lo perdió todo, y no es ningún secreto que la madre no siente más que desprecio por el hijo. No ganará usted nada empleando así su tiempo, señor, aparte de la enemistad de hombres poderosos a quienes no les gusta ver a alguien entrometiéndose en sus asuntos. Casualmente, puede que yo esté en posición de ofrecerle una alternativa. Sus habilidades no han pasado desapercibidas, y hay muchos hombres, en la Compañía de los Mares del Sur, en el Parlamento, en la misma corte, que estarían encantados de poder contar con un hombre de su talento. ¿Qué me dice, señor Weaver? ¿No desea desembarazarse de un asunto tan desagradable?

Fingí que no encontraba intrigante su oferta.

—Lo que usted me propone es sin duda muy generoso —le dije—, pero aún no entiendo bien por qué le interesan a usted mis tratos con Balfour o por qué desea usted que deje de investigar el asunto.

—Es un tema delicado. Para empezar, no quiero que se levante ningún rumor pestilente con respecto a nosotros. De olerse los periódicos sus investigaciones, me temo que eso arrojaría una pésima luz sobre los judíos de Inglaterra, cosa que sería mala para todos, ya sean rabinos, agentes de bolsa, o púgiles ¿verdad? La segunda razón es que la Compañía de los Mares del Sur está inmersa en unas negociaciones extremadamente complejas acerca de la administración de los fondos públicos. No puedo entrar en detalles, pero baste con decir que estamos preocupados por el elevado tipo de interés que hay sobre la deuda nacional financiada, y que estamos en mitad del proceso de convencer al Parlamento de que ponga en marcha una serie de medidas que contribuyan a reducir ese tipo de interés, para así liberar a la nación de una tremenda carga financiera. Nuestro plan no puede funcionar si la gente pierde confianza en una red de créditos que muchos encuentran desconcertante. Cualquier sospecha por parte del público de que existe algún nexo entre la muerte de Balfour y la Bolsa nos haría un daño irreparable. Si la gente cree que el mercado de valores está infestado de intrigas y asesinatos, me temo que fracasaremos en nuestros planes de aliviar la carga nacional de la deuda, y usted, señor, le habrá costado a su Rey y al Reino, literalmente, millones de libras.

—No quisiera provocar tales daños —dije con cautela—, pero existe aún el problema de los temores de Balfour. Él cree que estas muertes no son lo que parecen, y yo creo que debo examinar el asunto más a fondo.

—No hará más que perder el tiempo y esquilmar a la nación.

—Pero seguro que puede usted admitir la posibilidad de que las muertes sean algo más que pura coincidencia.

—No puedo —me respondió con absoluta confianza.

—¿Entonces cómo explica el hecho de que el contable del propio Balfour no sea capaz de justificar la bancarrota de su amo?

—Los asuntos de créditos y finanzas son, incluso para aquellos que se ganan la vida con ello, algo fantástico, insondable —me explicó cortante, no tan pulido ya ni tan amistoso—. Son, para la mayoría de los hombres, del orden sobrenatural, no del físico. Me atrevería a decir que no hay ni un solo corredor en Inglaterra que, de morir inesperadamente, no revelase en sus documentos embrollos inexplicables y huecos aparentes.

—La muerte del señor Balfour no fue inesperada —observé— al menos no para él, si resulta ser cierto que se trató de un suicidio.

—El ejemplo de Balfour no me vale. Se quitó la vida, cosa que prueba su incapacidad para ordenar sus propios asuntos. Vamos, señor Weaver, no dejemos que nuestros vecinos cristianos nos reprendan por ser como los rabinos en nuestro minucioso examen de las cosas —me entregó su tarjeta—. Olvídese de esta tontería de Balfour y venga a visitarme al Jonathan's. Le daré cartas de presentación para hombres que le harán rico. Además —me dijo, con una sonrisa que pude percibir incluso en la oscuridad del carruaje—, le ahorraré el trago de pasar la mañana en la sinagoga con su tío.

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