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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (36 page)

—¿De qué desea usted hablar, señor Sarmento? —le pregunté al fin.

—Cuénteme su conversación en el carruaje con el señor Adelman la otra noche.

Apreté las manos una contra otra para parecer un hombre sumergido en sus pensamientos. Lo cierto es que sí que estaba sumergido en mis pensamientos, pero quise dar la impresión de estar pensando por ser inteligente, no por estar confundido.

—Primero, señor, me habla usted de mis tratos con el señor Lienzo, y ahora me pregunta por mis tratos con el señor Adelman. ¿Hay alguno de mis negocios del que usted no quiera hablar?

—¿Negocios? —me preguntó con asombro—. ¿Es de negocios su asunto con Adelman?

—No he dicho que hayamos llegado a ningún acuerdo —le expliqué—. Sólo que hablamos de negocios. Pero aun así me gustaría mucho saber por qué me hace preguntas tan entrometidas acerca de mis negocios.

—Ha habido un malentendido —balbuceó Sarmento, intentando de pronto parecer obsequioso—. Sólo estoy interesado. Preocupado incluso. Adelman podría no ser el hombre por quien usted le toma, y no quiero que usted sufra.

—¿Que no sufra, dice? Pero bueno, si hace unos días le vi hacerle la corte a Adelman durante toda la noche; ¿y ahora quiere usted prevenirme contra él? De verdad que no le entiendo.

—Soy un hombre que se conoce los entresijos de la calle de la Bolsa, señor, y usted no. Haría bien en recordarlo. Pero los hombres como Adelman y su tío son hombres de negocios, entrenados en las artes del fingimiento y la adulación.

Me incorporé de repente en la silla, asustando al señor Sarmento.

—¿Qué está diciendo usted de mi tío?

—Su tío no es hombre con quien jugar, señor. Espero que no lo tome a la ligera. Quizá lo vea usted como un amable caballero de cierta edad, pero puedo asegurarle que es extremadamente ambicioso, y es una ambición que yo he llegado a admirar y a emular.

—Explíquese mejor.

—Vamos, vamos. Sé que está usted inmerso ahora en los negocios de su familia. Su tío le tira unas pocas monedas, y usted corre a recogerlas como un perro. Pero incluso usted podrá darse cuenta de que es raro que su tío tenga una amistad tan estrecha con un hombre odiado por su padre.

¿Mi tío tirándome monedas? ¿Adelman odiado por mi padre? Quería saber más, pero no me atrevía a descubrirme preguntando demasiado.

—No juegue conmigo —dije al fin—. Y debería recordarle que vigile su lengua cuando le hable a un hombre que se la arrancaría de la boca sin pensárselo dos veces.

—No tengo tiempo para juegos, Weaver —se burló de mi apellido pronunciándolo con afectación—. Se lo prometo, yo tampoco soy hombre con quien se deba jugar. Ya no está en el ring, y no puede pegar a los demás para que se aparten de su camino. Si desea usted pelear en la calle de la Bolsa, señor, encontrará usted que le pueden los hombres como yo, y que aquí utilizamos armas mucho más peligrosas que los puños.

Me miró de la manera más inanimada, como si compartiese mesa con un vegetal. No había nada amenazador ni en los gestos de su cuerpo ni en la expresión de su cara.

—Confieso que no sé cómo juzgarle, señor —dije por fin—. Tiene usted aspecto de querer amenazarme, y sin embargo no veo razón para que sea usted mi enemigo.

Sarmento volvió a ofrecerme algo que se parecía bastante a una sonrisa.

—Si usted no tiene intención de ser mi enemigo, entonces yo tampoco tengo intención de amenazarle.

—¿Por qué le doy miedo? —le pregunté—. ¿Porque pueda heredar el negocio de mi tío? ¿Porque pueda casarme con Miriam? ¿Porque pueda retarle a una pelea? Seamos honestos el uno con el otro.

—Desprecio sus burlas —me contestó, no puedo decir que airadamente porque su tono no varió un ápice—. Haría usted bien en tener cuidado conmigo. Y con su tío, y con sus amigos.

Antes de que pudiera responder, Sarmento se había puesto en pie, empujó a un corredor de baja estatura para apartarlo de su camino, y se abrió paso entre la multitud. No estaba seguro de qué quería sugerir sobre mi tío, pero que me previniese acerca de Adelman me preocupaba más que cualquier otra cosa que hubiera dicho, porque ahora Sarmento hacía insinuaciones acerca de un hombre a quien, en casa de mi tío, sólo había querido agradar.

Empujado por la curiosidad, me levanté de la mesa y fui hacia la salida, donde vi que Sarmento se marchaba. Tras esperar un momento, seguí su ejemplo, y le vi dirigirse en dirección norte hacia Cornhill. Una vez hubo llegado a esa concurrida calle, resultaba fácil seguirle de cerca. Caminaba a buen paso, tejiendo un rumbo entre el gentío avaricioso que venía a hacer negocios en la calle de la Bolsa.

Tomó dirección oeste, hacia el lugar en el que Cornhill se cruza con las calles Threadneedle y Lombard, y aquí el espesor de la muchedumbre empezó a disminuir, así que me rezagué bastante, me tomé un instante para tirarle un penique a un mendigo, y continué la persecución a una distancia prudencial.

Para entonces Cornhill se había convertido en Poultry, y Sarmento giró a la derecha hacia Grocers Alley, mucho menos concurrida. Esperé un momento y le seguí al callejón que llevaba a Grocers Hall, que era la sede del Banco de Inglaterra. Sarmento se dirigió al enorme edificio que, como el propio edificio de la Bolsa, se levantaba como testimonio arquitectónico de los excesos del último siglo.

Sarmento se apresuró hacia un carruaje aparcado delante del Hall. Para poder ponerme más cerca, me aproximé a un grupo de caballeros que andaban por allí, puse acento del campo y les expliqué que me había extraviado y que necesitaba que me informasen del camino más corto al Puente de Londres. Los londinenses pueden no ser los más sociables del mundo, pero no hay nada que les guste más que dar direcciones, y ahora, mientras estos cinco caballeros se peleaban por darme las mejores instrucciones, el carruaje empezó a moverse despacio, pasando por delante de mí. Pude ver que Sarmento conversaba concentradamente con un hombre de rostro ancho lleno de facciones demasiado pequeñas. La pequeñez de su nariz y de su boca y de sus ojos era aún más absurda por la enorme peluca negra que llegaba casi hasta el techo del carruaje y descendía ondulada en tirabuzones gruesos. Era una cara que había visto hacía poco y que no me costó reconocer. No puedo decir que sintiese otra cosa que no fuese la más absoluta confusión cuando vi que Sarmento se iba en coche con Perceval Bloathwait.

Dieciocho

Ya no podía fingir ante mí mismo que mis sospechas con respecto a Bloathwait nacían del vago fantasma de un terror infantil. Había cubierto una cosa sobre su mesa, algo que no había querido que yo viese. Eso en sí mismo podía significar poco; podía haber estado apuntando algo relacionado con sus finanzas personales, o con las rameras, o con su afición por los niños pequeños, no había forma de saberlo. Sería muy raro que un hombre como Bloathwait no tuviera sobre la mesa nada que mereciese la pena esconder de un enemigo en potencia. Pero el vínculo con Sarmento, un hombre a sueldo de mi tío, era un asunto completamente diferente. Bloathwait mantenía una conexión secreta con mi familia, y sentí que tenía que saber cuál era.

Mis aventuras juveniles como fugitivo me habían curtido bien para este oficio de investigar asesinatos, y supe que era hora de utilizar mis habilidades como allanador de moradas. Hacía mucho tiempo que había aprendido que no había instrumento más eficaz para entrar ilegalmente en una casa que el interés de una doncella bobalicona, así que compuse una irresistible lettre d'amour, que envié doblada alrededor de un chelín. No albergaba apenas dudas de que Bessie la lavandera respondería amablemente a mi misiva, y cuando recibí la contestación qué deseaba menos de una hora más tarde, me froté las manos de emoción.

Mi parada siguiente era Gilbert Street, donde me alegré de encontrar a Elias de vuelta de sus festejos, pero estaba dormido tan profundamente bajo la influencia de un vino por el que aún tenía los dientes y la lengua manchados de un púrpura encendido, que a la señora Henry y a mí nos llevó casi media hora devolverle la consciencia a mi amigo. Estaba tumbado boca arriba, con la peluca aún pegada a la cabeza, pero colocada encima de la frente. Tenía casi toda la ropa puesta todavía, pero se había quedado dormido después de sacar un brazo de la manga de la chaqueta. Los zapatos y las medias estaban salpicados de barro, que había ensuciado las sábanas de la señora Henry, y su corbata de lazo, suelta pero no desatada, tenía lamparones oscuros de salsa de carne.

Cuando por fin alcanzó algo parecido a la consciencia, la señora Henry abandonó la habitación dando muestras muy claras de disgusto, y a la luz temblorosa de dos velas insuficientes observé a mi amigo abrir y cerrar la boca como una marioneta de la Feria de San Bartolomé.

—Dios santo, Weaver. ¿Qué hora es?

—Casi las nueve, me parece.

—Si la casa no se está quemando, voy a tener que enfadarme mucho contigo —murmuró, incorporándose con esfuerzo—. ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy de celebración?

—Tenemos trabajo que hacer —le dije sin más—. Necesito allanar la casa de Perceval Bloathwait, el director del Banco de Inglaterra.

Elias giró la cabeza de lado a lado.

—Estás loco.

Se puso en pie y cruzó tambaleando la habitación hasta una vasija llena y cubierta discretamente con un bonito retazo de lino. Se quitó la chaqueta y el chaleco y luego quitó el trapo del lavabo y empezó a echarse agua en la cara. Incluso en la oscuridad no pude menos de notar lo que parecían ser manchas de grasa en las posaderas de sus pantalones.

Se volvió hacia mí, con la cara ahora empapada de agua.

—¿Quieres entrar en casa de Bloathwait? Dios bendito, ¿por qué?

—Porque creo que esconde algo.

Sacudió la cabeza.

—Entra en su casa si quieres. No voy a detenerte. Pero no sé por qué quieres que yo vaya contigo.

—Porque voy a poder entrar por gracia de una bonita doncella del servicio, y necesito a alguien que la mantenga entretenida mientras yo rebusco entre los papeles de Bloathwait.

Ya había captado la atención de Elias.

—¿Cómo de bonita?

Una hora más tarde Elias se había lavado, se había cambiado de ropa, se había colocado la peluca, y me había pedido que le invitase a unos cuantos pocillos de café. Tomamos rumbo por tanto al Kent's, uno de los cafés preferidos de Elias; estaba lleno de ingenios, de poetas y de dramaturgos, ninguno de los cuales tenía ni un cuarto de penique. Me da la impresión de que las camareras debían pasarlas canutas para conseguir que esta banda de canallas pagados de sí mismos abonase sus cuentas, pero el café, pese a la pobreza de sus fieles, parecía prosperar. Esta noche en concreto, casi todas las mesas estaban llenas, y las conversaciones zumbaban a nuestro alrededor. La nueva temporada teatral estaba en boca de todos, y escuché críticas de tal obra y tal autor y elogios a la belleza de media docena de actrices.

—Cuéntame otra vez qué es lo que pretendes ganar allanando la casa de este hombre. —Elias se llevó vacilantemente el pocillo a los labios como un criado presentando un guiso.

—Está escondiendo algo. Tiene más información de la que está dispuesto a compartir, y apuesto a que encontraremos lo que necesitamos en su despacho, y probablemente encima de su mesa.

—Incluso de haber habido algo ahí cuando fuiste a visitarle, ¿no lo habrá guardado bajo llave a estas alturas?

Sacudí la cabeza.

—Bloathwait no me parece la clase de hombre que pueda creer que alguien se atreva a violar su residencia.

—Ojalá tengas razón —suspiró Elias—. ¿Eres consciente de que el allanamiento de morada es un delito castigado con la horca?

—Sólo si entramos como ladrones. Si entramos con objeto de asaltar la virtud de una jovencita, no habrá un solo hombre en Inglaterra que consienta que nos acusen, y mucho menos que nos declaren culpables.

Elias sonrió traviesamente ante mi ocurrencia.

—Tienes toda la razón.

Mi amigo empezó a parecer más alerta, y aunque no era el mejor momento para pedirle consejo, no fui capaz de contenerme y le pregunté acerca de lo que esperaba que él conociese.

—¿Qué puedes decirme acerca del negocio de los seguros?

Levantó una sola ceja.

Insistí.

—¿Sería capaz un comerciante de mandar un barco en misión comercial sin asegurarlo?

—No, a no ser que el tal comerciante fuera un necio —me contestó. Dejó el «¿por qué?» en el aire.

—La viuda de mi primo —le expliqué con reticencia—. Ella tenía una fortuna, y no era una fortuna insignificante, al casarse, y mi primo la invirtió en el negocio de mi tío. Su barco, que representaba un porcentaje muy alto de esa inversión, se perdió, y con él, supone ella, se perdió también su parte. Pero si el barco hubiese estado asegurado, entonces está claro que alguien tiene ahora ese dinero.

—¡Una intriga con una guapa viuda! —Elias casi gritó. Ahora estaba completamente despierto—. Dios mío, Weaver, te voy a matar por reservarte esta información. Tienes que contármelo todo sobre ella.

—Vive en casa de mi tío —le dije, con cuidado de no proporcionarle demasiada munición para cuando declarase el fuego abierto—. Creo que desea independizarse, pero no tiene mucho dinero.

—Una viuda —dijo soñador—. Me encantan las viudas, Weaver. Nada de cicaterías a la hora del favor. No, las viudas son una raza generosa de mujeres —vio que me estaba disgustando y echó el freno—. Triste asunto —observó.

—Me gustaría ayudarla de alguna manera.

—¡Si es bonita, yo también la ayudaré bien! —exclamó, pero enseguida volvió en sí—. Sí, bueno, ¿sospechas que tu tío está reteniendo lo que le pertenece por derecho?

—No creo que haya cogido nada que no esté en el contrato —respondí—. Pero me duele pensar que la mantiene prácticamente como una prisionera en su casa aprovechándose de las leyes de propiedad.

—¿Crees que tu tío es completamente digno de confianza? —me preguntó.

No tenía respuesta alguna, ni siquiera para mí mismo. Así que en lugar de contestar miré el reloj y anuncié que era hora de irse. Pagué la cuenta y conseguí un carruaje, que nos llevó a unas pocas manzanas de la casa de Bloathwait. Desde allí proseguimos a pie hasta Cavendish Square, que en mitad de la noche era un lugar oscuro y silencioso como una tumba. Elias y yo nos deslizamos silenciosamente hasta la entrada de servicio y, según el plan, nos encontramos con Bessie a las once de la noche. Miró a Elias con cierta confusión (mientras que él la observó a ella con cierto placer), pero nos dejó entrar de todas formas.

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