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Relatos de Faerûn (25 page)

Harto de sollozar monté otra vez en mi caballo. Acaso por haber sido formado en el sacerdocio de Oghma, necesitaba información adicional para comprender bien lo sucedido. Hice que mi montura diese media vuelta y me dirigí al pueblo vecino, según entendía, el lugar de residencia de Greal Y la población en la que había construido su nueva iglesia provisional.

Cuando llegué allí, estaba verdaderamente fatigado. Bajé del caballo como pude y llamé a la puerta de Greal. Nadie me respondió, así que llamé otra vez, aporreando la puerta esta vez.

—¿Maese Greal? —pregunté.

Nada.

—Maese Greal, soy el Señor del Saber Jaon.

Seguí aporreando la puerta. Tan sólo dejé de hacerlo un instante, cuando me resultó claro que estaba cerrada con llave.

—¡Tengo que hacerle unas preguntas sobre el rosetón que le compré!

Cada una de mis palabras venía puntuada por los golpes de mi puño en la madera, cuyo ritmo llevaba a pensar en algún ritual de las junglas meridionales.

—¡Tengo que hacerle unas preguntas sobre el Maestro Erudito Tessen!

Exhausto a más no poder, me derrumbé sobre la puerta.

—¡Dígamelo! —imploré—. ¡Dígame qué era lo que realmente adoraban en la abadía!

Mientras volvía a la parroquia a lomos de mi caballo, era consciente de que alguien me había visto. Alguien me había estado observando todo el tiempo que pasé aporreando aquella puerta. Y todo el tiempo que estuve derrumbado en el suelo, exhausto, frente a la casa de Greal mientras las hojas del otoño revoloteaban a mi alrededor como muertos recuerdos que acaso no eran sino simples mentiras. Nadie en todo el pueblo asomó la cabeza en respuesta a mis gritos. Nadie abrió la puerta de su casa, pero yo sabía bien que me habían estado espiando. Incluso ahora...

¿Cuántos de ellos habrían tomado parte en los rituales repulsivos e inimaginables que sin duda fueron puestos en práctica bajo aquel rosetón? ¿Era posible que aquellos rituales hubieran seguido desarrollándose mientras yo mismo me encontraba en la abadía? ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? No, no quería pensar más en ello... La cuestión me resultaba demasiado dura y dolorosa, y me quedaban cosas por hacer cuando por fin me encontrara otra vez en mi propia iglesia. Lo que me lleva al presente.

Estoy escribiendo esta historia un día después de mi visita al lugar de la vieja abadía. No he pegado ojo en toda la noche ni tampoco he pegado bocado. Cuando llegué a la iglesia, seguía alimentando la improbable esperanza de que Pheslan estuviera allí, de que, de un modo u otro, yo me hubiera equivocado. Pero no me había equivocado, y Pheslan no estaba allí. Me vestí con las ropas de mi orden: camisa y pantalones blancos, así como la kantlara, un chaleco negro con bordados de oro. La kantlara había sido confeccionada por mi abuela, quien también fuera Señora del Saber. Eché mano a mi símbolo sagrado y empuñé el cayado que guardaba junto a la puerta por si se daba una emergencia, un cayado de punta de hierro, susceptible de ser empleado como arma de combate. Me dispuse a entrar en acción, a enfrentarme al mal que yo mismo había traído a mí parroquia.

Pero esperé. ¿Y si me estaba equivocando, como había pensado antes? ¿Y si en realidad facilitaba el acceso de aquellos seres a nuestro ámbito? Me convencí de que tal eventualidad era improbable. Una cosa tan maligna como aquel rosetón tenía que ser destruida. Su destrucción tan sólo podía redundar en el bien. Incluso existía la posibilidad de que liberase a Pheslan de aquello que lo mantenía cautivo, si es que Pheslan seguía con vida.

Pasé el resto de la jornada de ayer al pie de la escalera, que seguía apuntalada bajo la ventana. Miré arriba incontables veces, pero sólo vi la vidriera verde y azul. Ningún movimiento, ninguna sombra, nada. MÍ indecisión me impedía subir por la escalera, ni que fuese un solo travesaño.

Después de muchas horas de discutir conmigo mismo, más exhausto de lo que nunca había estado hasta la fecha, empecé a escribir este manuscrito en la mesita que hay en mi dormitorio.

A lo largo de la noche he escrito mi relato en estas pocas hojas de pergamino. Ahora que he terminado, me apresto a subir por la escalera. Voy a destruir ese rosetón, a hacerlo añicos por entero. Si tengo razón y el mal desaparece volveré a este cuarto y tiraré este manuscrito al fuego, para que nadie llegue a saber de estos horribles acontecimientos. Pero si estoy equivocado... por eso ahora estáis leyendo este relato. Si tal es el caso, acaso vosotros, quienes quiera que seáis, sepáis qué se puede hacer para poner remedio a mis errores.

Estoy preparado.

El primer Pozo de la Luna

Douglas Niles

Douglas Niles tuvo el privilegio de escribir
El Pozo de las Tinieblas
, la primera novela de la serie Reinos Olvidados. Desde entonces ha escrito nueve novelas y varios relatos correspondientes a la misma saga, así como más de una docena de libros vinculados a otras series. Su obra más reciente es la trilogía de El Muro de Hielo, finalizada en 2003, y correspondiente a la serie de novelas Dragonlance.

Publicado por primera vez en

Realms of Magic.

Edición de Brian M. Thomsen y Robert King, diciembre de 1995.

Uno de los aspectos más fascinantes de escribir literatura fantástica consiste en la creación de un entorno, una verdadera ecología correspondiente a una localización imaginaria. Las islas Moonshae regidas por el benigno poder de la diosa Madre Tierra son una de mis regiones preferidas en los últimos años, más que nada por su peculiar ecología. Este relato trata de ilustrar tan íntima relación de forma alegórica.

D
OUGLAS
N
ILES

Marzo de 2003

R
esidente en lo más profundo del lecho de roca, la diosa era un ser vivo mezcla de piedra, légamo y fuego cuyo cuerpo estaba recubierto por las profundidades de un mar vasto y sin huellas. Como todos los inmortales la diosa tenía muy escaso conocimiento de la lenta progresión de las eras, del medido pulso del tiempo. Sólo gradualmente, a lo largo de eones interminables, había llegado a comprender que, a su alrededor y sobre su cabeza, el océano albergaba vida en abundancia. La diosa reconocía la presencia de esa vitalidad en todas las formas que prosperaban y crecían; desde el primer momento supo que la vida, aunque fuera en su forma más simple y efímera, era una cosa buena.

Las aguas profundas bañaban su cuerpo, mientras que los fuegos volcánicos de su sangre se hinchaban en demanda de liberación. La diosa era un ser vivo, y como tal crecía. Su ser se fue expandiendo, elevándose con lentitud de las profundidades del océano, diseminándose a lo largo de milenios sobre el lecho marino, ejerciendo una presión deliberada y poderosa encaminada a la ascensión vertical. Con el paso del tiempo, su piel, el lecho del mar, ascendió hasta dejar atrás el ámbito del negro y el azul oscuro hasta alcanzar los tonos del aguamarina y una calidez que era muy distinta a la del pulso ardiente de la lava que medía los firmes latidos de su propio corazón.

La vida en múltiples formas se aceleró en torno a su ser, primero mediante elementos muy simples, más tarde en formas mayores y más elaboradas. Las aguas que rodeaban y enfriaban su ser rebosaban de animación. En la rocosa carne de su cuerpo no cesaban de abrirse heridas, mientras que su sangre de piedra fundida provocaba espumeantes estallidos de vapor al entrar en contacto con las frías aguas.

Entre todas aquellas sibilantes erupciones, la diosa intuía la presencia de unas formas enormes que nadaban en círculo a su alrededor y respiraban el mar gélido y oscuro. Seres con aletas y tentáculos, con escamas y branquias, reunidas para disfrutar de la calidez de las heridas de la Madre Tierra, unas heridas que no le causaban dolor, sino que le aportaban la ocasión de expandirse, de ascender todavía más en las aguas cada vez más claras.

Por fin, en la vida que se apiñaba en torno a sus pechos, la diosa sintió la presencia de unos grandes seres dotados de sangre caliente y corazones palpitantes. Estos seres poderosos nadaban como peces, pero estaban envueltos en una piel reluciente antes que en escamas y se elevaban mar arriba para beber del aire que llenaba el vacío existente fuera de las aguas. Las madres daban de mamar a sus pequeños, de modo muy similar a como la diosa alimentaba a sus hijos. Y, lo principal de todo, la diosa intuía que aquellos recién llegados estaban dotados de la chispa de una mente, del pensamiento y la inteligencia.

Inmune al paso de los milenios, disfrutando del frío contacto del mar con su cuerpo rocoso y emergente, la encarnación física de la diosa seguía expandiéndose. Por fin, una parte de su ser se elevó sobre el océano azotado por las tempestades hasta sentir una nueva calidez, una radiación que descendía de los cielos. De forma ocasional, ese calor se veía encubierto por un manto de polvo frío, si bien la capa helada pronto volvía a transformarse en nueva calidez, a convertirse en aguas amables que bañaban la carne de la diosa, en nuevos rayos dorados que descendían continuamente del cielo.

La carne de la diosa se fue enfriando y curtiendo por efecto de su exposición al cielo. Nuevas y distintas formas de vida arraigaban a su alrededor; los seres que vivían en aquel mar de aire muchas veces levantaban la mirada hacia las nubes. Muchos no andaban ni nadaban, sino que se tornaban sedentarios. Habitantes de un único lugar, se dedicaban a plantar ramas en el suelo y a crear unas exuberantes enramadas que se extendían por la tierra entera. El crecimiento de aquellos árboles altos y poderosos llenaba de orgullo a la diosa amante de la vida en todas sus formas. La diosa entendía que los bosques que cubrían su piel rendían fruto y se marchitaban en épocas determinadas, como entendía cada vez mejor los procesos de enfriamiento y calentamiento de las estaciones.

Fue esta nueva conciencia lo que finalmente aportó a la Madre Tierra el sentido último del paso del tiempo. Conocedora de las estaciones, el curso de los cambios en el clima le llevó a entender el patrón de todos los años. La diosa llegó a contar el tiempo como lo haría un hombre, contando su propio aliento o los latidos de su corazón, de forma que cada aliento equivalía al paso de un año. A medida que los años transcurrían por decenas y centenares, la diosa se tornó más vibrante, fuerte y consciente de la realidad.

La sangre ardiente de los eones primigenios terminó de enfriarse; las erupciones del mar finalmente terminaron por verse recubiertas de sólida piedra. Allí donde emergía sobre las olas, el firme lecho marino estaba en la base de todo bosque, pradera y páramo. Los mares y los lagos se unían a la tierra, manteniendo siempre fresca a la diosa al tiempo que las aguas, dulces o saladas, alimentaban la creciente población de seres vivos.

A todo esto, la diosa seguía en comunión con los seres de sangre cálida que vivían en las profundidades, de las que a veces salían a la superficie para sumergirse muy pronto otra vez, quienes compartían la misma imagen mental de una vasta cúpula celeste del dulce beso de la brisa marina, de la imponente majestad de las altas nubes. Su preferido era un ser al que había estado alimentando de su pecho durante tiempo inmemorial, un ser que se alimentaba de las algas y el plancton producto de sus cálidas emisiones, un ser que en ocasiones podía pasarse décadas enteras adormilado entre sus brazos. La diosa acabó por referirse a él como Leviatán, el primero de sus hijos.

Este ser era la poderosa ballena, superior en tamaño a cualquier otro pez o mamífero que nadara en aquellas aguas. Su alma era gentil, su mente observadora, despierta y paciente, pues sólo quien ha vivido durante siglos enteros conoce el significado de la paciencia. Su pecho enorme albergaba sendos pulmones gigantescos, y la ballena entendía la existencia a un ritmo que la diosa podía entender. A veces, tras respirar un poco de aire, descendía a las profundidades, en las que permanecía el tiempo equivalente a muchos latidos del corazón de la diosa, años enteros desde el punto de vista más acelerado de los demás seres de sangre caliente.

En comunicación prolongada y muda con la diosa que era su madre, el Leviatán yacía acomodado en el fondo del mar, disfrutando del calor vivificante que le proporcionaba la fiera sangre de su madre al latir sobre el lecho rocoso del océano. En momentos así, la gran ballena rememoraba las imágenes contempladas al asomar la cabeza sobre las olas, imágenes del verde exuberante que cubría tantas de las islas creadas por la Madre Tierra, de los seres innumerables que poblaban, no sólo el mar y la tierra, sino también los mismos cielos.

La ballena asimismo compartía con la diosa los recuerdos de las nubes. Tales recuerdos alimentaban, en mayor medida que ningún otro, la imaginación de la Madre Tierra, aportaban regocijo a su corazón y provocaban que la curiosidad germinase en su ser.

En comunión con el Leviatán, quien compartía con ella el recuerdo de las cosas prodigiosas que había visto, la diosa empezó a intuir cierto rasgo propio: a diferencia de tantas de las criaturas que habitaban su carne, la diosa era ciega por completo. La diosa no tenía ninguna ventana, ningún sentido que le permitiera ver la vida ubérrima que florecía sobre su encarnación física.

Las únicas imágenes visuales de que disponía provenían de la memoria de la gran ballena, y tales imágenes no eran sino pálidas, vaporosas imitaciones de la realidad. La diosa quería ver por sí misma el cielo de lluvia y nubes, conocer los animales que recorrían sus bosques y claros, los árboles cuyas raíces tan profundamente se hundían en su carne.

Gracias al Leviatán, la diosa Madre Tierra sabía lo que eran los ojos, las mágicas órbitas que permitían a los animales del mundo contemplar las maravillas que los rodeaban. La diosa sabía de ellos y ansiaba tenerlos... De forma que trazó un plan destinado a dotarle de un ojo.

El Leviatán iba a ayudarla. La gran ballena bebió de una fuente situada bajo el mar a fin de absorber el poder y la magia de la Madre Tierra. A continuación, ayudándose con sus poderosas aletas, subió a la superficie, atravesando aguas cada vez más claras hasta que sus anchos lomos emergieron entre las olas y sintieron el beso de la brisa y la luz del sol.

Nadando con vigor, el Leviatán se dirigió a una bahía de aguas profundas enclavada entre dos penínsulas rocosas, hacia la orilla occidental de una de las pequeñas islas tan apreciadas por su madre. Al norte se elevaban unas montañas, una cadena de promontorios rocosos coronados de nieve, pues la calidez de la primavera se tomaba su tiempo en ascender aquellas alturas. Al sur se extendía un verde bosque, cuyos límites llegaban muy lejos de la costa rocosa, cubriendo por entero toda aquella región de la isla.

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