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Relatos de Faerûn (11 page)

Con el bastón en la mano, sin dejar de dirigir miradas ansiosas a Elminster, el mago vestido de verde echó mano a su pipa, musitó unas palabras, hizo un rápido pase mágico y se esfumó de repente, como si nunca hubiera estado allí.

Elminster movió la cabeza en gesto de desaprobación.

—¡Qué modales tan imperdonables! —comentó con severidad—. ¿A quién se le ocurre teletransportarse en plena Feria de los Magos? Estas cosas antes no pasaban...

—¿A qué época te refieres, anciano? Imagino que eso sería antes de la fundación de Aguas Profundas... —se mofó un joven moreno y apuesto a pocos pasos de él.

Storm se volvió en la silla.

Quien así había hablado estaba ricamente vestido con sedas ornadas con pieles preciosas. Su rostro delgado y ceñudo exhibía una expresión burlona. Storm lo reconoció como uno de los magos que unos momentos antes había estado hablando con Duara. De su voz y su actitud emanaba un poderío desdeñoso.

—Por cierto, abuelo, te recomiendo que me trates de señor... —indicó el joven sin apenas ocultar su desprecio.

Con su propio bastón en la mano —un bastón metálico de color rojo brillante, de más de tres metros de longitud y ornamentado con dorados—, el joven mago hizo ademán de coger las riendas del caballo del viejo mago.

Montada en su propia cabalgadura, Storm le soltó una patada en la mano. La punta de su bota provocó que el joven al momento apartara la mano de las riendas. El apuesto desconocido se volvió hacia ella con la expresión furiosa, pero se encontró con la punta de una espada a pocos centímetros de la nariz.

—Ji, ji, ji... —rió Elminster—. Me temo que todavía no has aprendido a tratar con las señoras, mi joven amigo...

El otro enrojeció hasta la raíz de los cabellos y de nuevo se volvió hacia el viejo mago.

—Puede que no, viejo sabelotodo —replicó con sarcasmo—. Aunque me parece claro que tú mismo llevas años y años sin tratar con una mujer...

El insultante comentario arrancó unas risitas entre los magos más jóvenes que estaban contemplando la escena. Sin embargo, los magos de mayor edad, que conocían bien a Elminster, se quedaron mirando con horror a aquel joven insolente. Los murmullos se intensificaron. Mientras varios magos se acercaron para ver lo que estaba sucediendo, otros pretextaron ocupaciones urgentes y aprovecharon para marcharse prudentemente del lugar.

Elminster bostezó.

—Envaina la espada —indicó a Storm sin alterarse. En voz más alta y preñada de ironía, añadió—: Por lo que veo, la Feria de los Magos se está llenando de jovenzuelos que quieren hacerse un nombre ofendiendo a quienes están por encima de ellos.

El viejo mago suspiró de forma teatral.

—Supongo, pisaverde, que estás decidido a desafiarme a un duelo de magia... Pero eso no sería justo. Al fin y al cabo, la experiencia me acompaña, mientras que tú sólo cuentas con el vigor de la juventud. Me ha quedado bonita la frase... Pues bien, ¡soy yo quien te desafía! ¡A ver quién es mejor a la hora de convocar bolas de fuego! ¿Qué te parece?

La multitud vitoreó aquella oferta.

El mago más joven, que seguía teniendo el rostro enrojecido, aguardó a que cesara el griterío.

—Un juego de niños. Y de viejos que ya no sirven para nada.

Elminster sonrió como el gato que tiene a su presa arrinconada.

—Es posible. Aunque tengo la impresión de que te asusta la posibilidad de quedar en evidencia...

El otro enrojeció aún más y dirigió una mirada a su alrededor. Nadie perdía ripio de cuanto estaba sucediendo.

—Acepto —declaró.

Dicho esto, el joven mago adoptó una expresión petulante y se esfumó en el aire. Un instante después reapareció, entre un estallido de humo rojizo, en el otro extremo de la hondonada y dedicó un gesto insultante al viejo mago. Elminster se echó a reír, hizo un gesto de indiferencia con la mano y montó en su caballo con cierta torpeza. Storm le vio saludar a Duara con un guiño. Los ojos de Duara a continuación se cruzaron con los de la propia Storm, quien al momento leyó el mudo ruego implícito en aquella mirada: «Cuida de él, por favor».

Cuando por fin llegaron a caballo a los prados vecinos al valle, los magos se habían arremolinado para contemplar el duelo. Aunque eran muchos los magos novatos que se habían pasado la jornada convocando bolas de fuego, la expectación era enorme en aquel momento, lo que apuntaba a que el mago del bastón rojo gozaba de buena reputación, a que muchos de los viejos hechiceros conocían bien a Elminster, o a ambas cosas a la vez.

Con escasa elegancia de movimientos, casi cayéndose, Elminster bajó de su montura, se las arregló para mantener el equilibrio y se limpió el polvo de sus ropas.

Al advertir que su joven oponente estaba aguardándolo, una sonrisa complacida se dibujó en su rostro.

—Bien... ¡adelante, jovencito! —lo invitó.

—Tú primero, abuelo —contestó el joven mago con voz sombría, agitando su bastón en el aire—. ¿O es que no tienes miedo a morir envuelto en una bola de fuego?

Elminster se mesó las barbas.

—Ah, sí... —murmuró. De pronto parecía haberse olvidado del motivo que lo había llevado allí—. ¡Ahora me acuerdo! Aquellas bolas de fuego en el cielo eran en verdad impresionantes...

El joven mago lo empujó a un lado.

—¿Cómo se hacía aquel conjuro? Ah, sí, creo que ya recuerdo... —musitó Elminster, con la mirada abstraída.

Con una actitud desdeñosa, el joven mago se colgó el bastón del brazo, murmuró un encantamiento en voz baja para que el anciano no pudiera oírlo, y trazó un veloz pase mágico con las manos. Un instante después, una gran esfera violácea de fuego brotó de la nada sobre el prado. La gran bola de fuego giró un par de veces sobre sí y estalló en mil lenguas anaranjadas que se precipitaron como una lluvia ardiente sobre la hierba. Los rostros de los presentes se contrajeron por el calor, y la tierra tembló durante un segundo.

Cuando el rugido del fuego por fin desapareció, la voz del viejo mago seguía rememorando en voz queda las glorias del pasado. Elminster finalmente alzó la mirada.

—Mi querido amigo, esa bola de fuego ha sido más bien birriosa. ¿Es que no sabes conjurar una mejor?

—¿Es que tú sí que sabes? —replicó con sarcasmo el joven mago.

Elminster asintió con la cabeza sin alterarse.

—Pues claro que sí.

—En tal caso, ¿nos harías el favor de conjurar semejante prodigio? —inquirió el otro con acida cortesía, imitando con la voz el tono del propio Elminster.

El viejo mago pestañeó.

—Mi joven amigo —contestó con desaprobación—, el misterio principal de la magia radica en saber cuándo no es conveniente hacer uso de los propios poderes, pues siempre existe la posibilidad de que el terreno que a uno lo rodea acabe convertido en restos ennegrecidos y humeantes.

Su rival volvió a mirarlo con desprecio.

—Veo que no quieres perder el tiempo con un conjuro tan vulgar, oh, mago entre los magos. ¿Es eso lo que nos estás diciendo?

—No, no —respondió Elminster con un suspiro—. Hay que hacer lo convenido. Tú ya has hecho lo que has podido, y ahora me toca a mí.

El viejo mago volvió a suspirar, hizo un vago gesto con la mano y carraspeó.

—¿Cómo decía aquella pequeña rima...?

Varios de los espectadores soltaron unas risitas. Elminster se rascó la barba y echó una mirada en derredor con aire desorientado. El joven mago hizo una mueca desdeñosa y miró a Storm con abierto desprecio. La poetisa, que estaba muy cerca y con la mano posada en la empuñadura de la espada, le sostuvo la mirada sin inmutarse.

Elminster de pronto se irguió cuan largo era y exclamó:

Lengua de gato y olores de sulfuro,

sabias palabras que digo porque puedo.

Que se haga mi voluntad,

¡y que el aire estalle en lenguas de juego!

En respuesta a sus palabras, el mismo aire pareció estremecerse con un crujido ensordecedor. Una gigantesca bola de fuego se cernió de pronto sobre la pradera. El ardiente calor obligó a los presentes a cerrar los ojos y apartar el rostro.

Se diría que el sol acababa de precipitarse sobre la tierra.

Los magos gritaban y se tapaban los ojos. La colosal bola de fuego de repente remontó el vuelo por un segundo antes de explotar en un cegador estallido blanco del que brotó un largo hilo de fuego que fue a perderse al mismo horizonte. La tierra tembló y pareció ascender un palmo, de forma que todos los presentes al instante cayeron de rodillas al suelo. Todos menos Elminster.

Cuando los temblores cesaron, Storm se encontró de bruces sobre la hierba junto a sus caballos. Cuando por fin se levantó y alcanzó a comprender lo sucedido, el humo ardiente se había esfumado casi por entero, y todos advirtieron que la magia de Elminster había devastado la pradera. Lo que había sido la pradera, mejor dicho. Allí donde la gran bola de fuego había aparecido un momento atrás, había un cráter humeante, tan gigantesco como profundo e impresionante.

—Bonito, ¿eh? —comentó Elminster con tono distraído—. ¡Había olvidado lo divertido que resulta crear bolas de fuego! Hum... ¿Cómo funcionaba el conjuro? He vuelto a olvidarlo...

El viejo mago se contentó con agitar un dedo en el aire.

Con el puño todavía cerrado en torno a lo que había sido su bastón carmesí, que había saltado roto en media docena de pedazos, su joven oponente estaba empezando a levantarse del suelo cuando una segunda bola de fuego, tan monstruosa como la primera, rugió sobre la pradera. El simple ruido provocó que de nuevo rodara por tierra, y el joven mago al momento se encontró tumbado de bruces sobre un atónito y orondo brujo calishita. Cuando por fin volvió a levantar la mirada, un segundo cráter humeante era visible a cierta distancia. Un generalizado murmullo de asombro era audible entre los magos que habían estado contemplando lo sucedido.

—Y bien —repuso Elminster con calma, levantando del suelo a su joven rival—. ¿Hay algún otro conjuro que sea de tu capricho? ¿La creación de esferas prismáticas, por ejemplo? Yo las encuentro muy bonitas... Siempre me han gustado mucho. ¿La fabricación de extraños artefactos, quizá? ¿No? Ah, bueno... Pues que te vaya muy bien en el Arte, joven maestro de lengua afilada, y que aprendas a mostrarte un poco más prudente, si es que eres capaz. Hasta nuestro próximo encuentro.

Elminster dio una animosa palmadita en el hombro del joven, chasqueó los dedos y se esfumó. Un momento después reapareció a un paso de la ansiosa Storm.

—Montemos sobre nuestros caballos —invitó con jovialidad—. Esta noche vamos a tener que cruzar unos reinos...

—¿Unos reinos? —preguntó Storm.

Ambos emprendieron la cabalgata monte arriba, dejando la Feria de los Magos atrás.

—Yo pensaba que tenías una llave... ¿O acaso era la ramita? ¿Es que ese joven mago te ha dejado sin llave? —preguntó Storm.

—Oh, no, nada de eso —dijo Elminster bienhumorado.

El viejo mago se acercó a su lado y puso la mano en su brazo. Al momento, el paisaje desapareció de vista y una cambiante atmósfera gris lo envolvió todo. Los dos viajeros parecían estar suspendidos en la nada, si bien los caballos seguían avanzando como si pisaran suelo firme. A Storm todavía no se le había pasado el asombro cuando el entorno volvió a transformarse por sorpresa, y repentinamente se encontraron en un lugar oscuro en el que piedras y rocas de todos los tamaños continuamente rodaban y chocaban entre sí mientras se precipitaban al vacío. El ruido de la piedra al chocar contra la piedra era incesante, y la escena aparecía iluminada por los destellos de fosforescencia que cada nuevo impacto despedía.

Storm reaccionó echando mano a la capa para la lluvia que llevaba enrollada tras la silla, con la que envolvió la cabeza de su montura a fin de que ésta no se encabritase de miedo y se despeñase de la minúscula superficie rocosa sobre la que estaba avanzando. A todo esto, la cabalgadura del viejo mago se mostraba impertérrita, sin duda bajo la influencia de la magia de Elminster.

Mientras contemplaba la incesante destrucción que los rodeaba, Storm de repente agachó la cabeza de forma instintiva cuando un peñasco enorme y afilado se precipitó sobre sus cabezas. La gran roca, que parecía ser del tamaño de cuatro caballos juntos, rodaba sobre sí misma en su caída.

Imperturbable, Elminster hizo un gesto con la mano, y la colosal piedra giró hacia un lado y fue a chocar con otra roca de tamaño aún mayor. Un ruido ensordecedor se oyó de inmediato, y una lluvia de esquirlas cayó sobre ambos. Storm meneó la cabeza con incredulidad. No sabía bien dónde estaban, pero saltaba a la vista que ya no se encontraban en Faerun.

—Ese mentecato del jubón verde pensaba que se había hecho con nuestra llave —indicó el viejo mago en tono casual—. Sin duda sospechaba que Duara trataría de pasarme la llave, pero a estas alturas ya se habrá dado cuenta que su poderoso bastón se ha convertido en una simple ramita. Me temo que, durante lo que resta de la Feria de los Magos, se va a ver obligado a vigilar a Duara, por si ésta le entrega la llave a alguien. Y ese alguien muy bien podría ser yo mismo, envuelto en otra presencia física. Duara lo va a tener en un puño. A ella le gustan los hombres jóvenes y robustos, ¿sabes? —Elminster soltó una risita—. Los planes más elaborados con frecuencia no sirven para nada...

Las piedras y las rocas seguían cayendo ante sus ojos. Storm se mordió el labio para reprimir un grito de miedo, cerró los ojos para no ver unas afiladísimas astillas de piedra.

—¿Duara? Pero ella te hizo entrega de la llave, ¿no es así? Yo misma vi cómo te ponía las manos en el cinturón.

Elminster asintió con la cabeza.

—Es cierto. Duara me pasó la llave. Nuestros tres enemigos en la feria se dieron cuenta de ello: los dos que me desafiaron, y un tercero que no se atrevió a plantarme cara.

Elminster esquivó media docena de piedrecillas.

—El tercer mago sin duda sólo estaba controlando la situación —añadió—, para informar de nuestras idas y venidas. Utilicé un recurso mágico para cegarlo, lo mismo que a ese jovencito adepto a las bolas de fuego, cuando provoqué los dos estallidos sobre el prado. Tiene suerte de que las normas de la Feria de los Magos prohíban emplear encantamientos que adormezcan los sentidos; de lo contrario, iban a pasar mucho tiempo sin ver nada en absoluto. Su ceguera temporal muy pronto se disipará, pero para entonces nosotros estaremos lejos y con la llave en nuestro poder.

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