Authors: Varios autores
Storm se lo quedó mirando con unos ojos que en más de una ocasión habían sembrado el miedo en los corazones ajenos.
Imperturbable, el viejo mago sonrió mientras sus monturas ascendían por una ladera sembrada de brezo.
—Tendrás que disculparme, mi querida amiga, pero no hace mucho tiempo que me endilgaste un sermón acerca de mis supuestas indiscreciones en lo tocante a ciertos asuntos de naturaleza secreta. En consecuencia, prefiero mantener el pico cerrado y fingir que nada sé sobre ese secreto crucial del que el mundo entero depende... vaya, ya me estoy yendo de la lengua otra vez. No tengo remedio. No me resulta fácil andarme con misterios y secretismos después de tantos siglos. Y bien. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí...
Storm sonrió y se dijo que había cosas peores que recorrer media Faerun en compañía de Elminster. Con intención de regalarse el ánimo, trató de pensar en algunas de tales cosas.
Absortos en sus propios pensamientos, avanzaron por varios riscos cubiertos de arbustos hasta llegar al extremo de un valle encajonado y profundo. Una senda estrecha que nacía a la derecha de donde se encontraban se adentraba en un bosquecillo que tapaba parte del valle.
En aquel momento, un hombre vestido con una túnica de llamativo color rojo apareció ante sus ojos. O más bien flotó, pues el desconocido estaba erguido sobre una alfombra que ondulaba en el aire como una serpiente inquieta, siguiendo los contornos del estrecho sendero que había más abajo. Ante la mirada del mago y la poetisa, el hombre que cabalgaba aquella alfombra voladora se adentró entre los árboles. Las hojas al punto cambiaron de color, pasando del verde a un color rojizo brillante. Unas voces resonaron de pronto saludando con admiración al recién llegado.
Estaba claro que habían llegado a la Feria de los Magos.
Storm de repente se fijó en el estallido de unas bolas de fuego sobre las montañas al otro lado del valle.
Elminster miró en aquella dirección.
—Ah, sí... —dijo—. El concurso de bolas de fuego. A los aprendices de mago les encanta crear bolas de fuego de la nada para impresionar. Muy pronto tendremos que vérnoslas con ellos. Los aprendices tienen permiso para retar a los viejos creadores de conjuros como yo. Lo hacen para poner a prueba sus varoniles habilidades en oposición a los vejestorios de mi calaña. Varoniles, pero también femeniles, claro está... En todo caso, las doncellas suelen tener demasiado sentido común para embarcarse en tan vulgares ostentaciones de poder.
—¿Cómo se decide si una bola de fuego es más impresionante que otra? A mí todas me parecen similares —preguntó Storm enarcando una ceja.
El viejo mago negó con la cabeza.
—Si uno pronuncia mal las palabras del conjuro —explicó—, el encantamiento se vuelve más difícil y las bolas de fuego son menores y menos efectivas, lo que permite evaluar la capacidad de cada mago. Lo normal es que los archimagos convoquen unas bolas de fuego verdaderamente impresionantes.
Elminster hizo una pausa.
—Entre tú y yo —añadió—, propongo perder el tiempo lo menos posible en la Feria de los Magos. Eso de crear bolas de fuegos es cosa de novatos y tontorrones. Por tu parte, no te metas en líos y no aceptes los desafíos de nadie. Quédate a mi lado y no digas nada. Es la mejor forma de evitar problemas.
Una vez pronunciadas tan melodramáticas palabras, el viejo mago salió al galope sendero abajo, envuelto en una nube de polvo. Al llegar al valle, Elminster detuvo su montura frente a una multitud de magos que estaban riendo y charlando. Storm echó una mirada al grupo y se unió a ellos.
La hondonada estaba atestada de gente. Las túnicas de los reunidos eran vistosas y multicolores; su charla estrepitosa e incesante. Aquellos hombres y mujeres tenían un aspecto de lo más diverso, lo mismo que algunos individuos cuyo sexo no terminaba de estar claro para la poetisa. Muchos estaban vestidos con túnicas oscuras y de manga ancha, si bien la mayoría de los magos lucían prendas bastante más extrañas y coloristas. Storm, que había visto muchas cosas maravillosas a lo largo de su vida, estaba boquiabierta. En Faerun, quienes no eran magos solían creer que los adeptos al Arte estaban más o menos locos. Storm se dijo que así parecía indicarlo lo excéntrico de sus atavíos.
Por todas partes se veían extraños gorros y adornos corporales, relucientes en algunos casos y de forma oscilante y tornadiza en otros. Una maga únicamente se cubría con una serpiente gigantesca y emplumada que no cesaba de revolverse en torno a su cuerpo liviano. A su lado, un hombre tenía el cuerpo envuelto en llamas en movimiento. El mago con quien estaba hablando se cubría con una gran seta fosforescente de la que nacían helechos y cardos. Una mestiza de elfo situada a pocos pasos se revestía con una túnica de seda revestida de gemas preciosas. La mestiza estaba discutiendo con un par de enanos barbados enfundados en unas pieles incesantemente recorridas por dos lagartos devoradores de insectos que no cesaban de proyectar sus lenguas afiladas al exterior. Storm captó un retazo de su conversación.
—¿Y bien? ¿Qué hizo entonces el Thayan?
—Hizo estallar el castillo, por supuesto. ¿Qué otra opción le quedaba?
Otras voces se unieron a la conversación, imponiéndose a las de los enanos y la mestiza.
—¿Así que zombis de color carmesí? ¿Cómo que carmesí?
—Yo creo que la pobre se aburría. Tendrías que haber visto la cara que puso el príncipe al día siguiente. La maga hizo aparecer en el aire una docena de manos pequeñas y rojas, unas manos que empezaron a pellizcarlo allí donde él había estado pellizcándola a ella... ¡A la vista de la corte en pleno!
Elminster seguía avanzando al paso entre el gentío, como si estuviera muy seguro de su destino. Storm lo seguía unos metros por detrás, pasando junto a un hombre que estaba manteniendo en equilibrio una botella con un líquido rojo oscuro sobre su enorme narizota al tiempo que insistía ante quienes lo rodeaban en que no estaba valiéndose de recurso mágico alguno. Storm apartó la mirada un segundo antes de que la botella se cayera y se hiciera añicos en el suelo, si bien le fue imposible resistir la tentación de volver la vista para contemplar el resultado. La poetisa tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Tienes que besarla antes de convocar el encantamiento. ¡De lo contrario seguirá siendo una rana!
Storm volvió la cabeza y fijó la mirada en Elminster, tratando de hacer caso omiso del bullicio que la envolvía. De la multitud emanaba un fragor de conversaciones entrecruzadas, músicas nunca oídas, letanías impensadas y extraños ruiditos similares a pequeñas explosiones. Los magos gesticulaban para impresionar a quienes los rodeaban y sobre sus cabezas planeaban humos multicolores y vistosos globos luminosos. Los pájaros encantados cantaban raras melodías o trazaban gráciles figuras de danza en el aire. Storm miraba a uno y otro lado, alerta ante la posibilidad de peligro.
Por todas partes se oían conversaciones y discusiones, risas y regateos comerciales. Eran multitud los que tenían copas o jarras, de distintos tamaños y con distintos contenidos, en la mano o flotando a corta distancia. Storm intuyó que existía alguna clase de norma que impedía que los magos volaran, flotaran o se teletransportaran. La mayoría de ellos estaban charlando en corrillos. Storm seguía avanzando con cuidado entre la multitud. Tres tentáculos de color oliváceo brotaron del capuchón de un mago a su paso. Unos ojillos centelleantes le hicieron guiños en las puntas de dichos tentáculos. Storm trató de ocultar un estremecimiento al pasar junto a un hombre que tenía el pelo y las barbas color verde brillante y que estaba haciendo malabarismos con unas pequeñas bolas de fuego. A todo esto, la maga a quien aquel sujeto estaba intentando impresionar hacía visibles esfuerzos por contener un bostezo.
El siguiente corrillo estaba formado por unas brujas viejísimas y arrugadas que tenían los ojos oscuros y fríos, y estaban envueltas en unas túnicas negras de apariencia siniestra. Las brujas estaban riéndose mientras daban cuenta de unas grandes jarras de cerveza que nunca parecían vaciarse.
—Nunca había visto un bebé que naciera alado —contaba una con regocijo—. Nada más venir al mundo, la diablilla se echó a volar. ¡Al rey casi se le cae la corona del susto!
Storm dejó atrás a las mujeres y se dirigió a un pequeño claro, allí donde un humo ascendente y un montón de cenizas sugerían que alguien había salido chamuscado, acaso fatalmente, de un experimento reciente. Nuevas voces resonaron a sus espaldas.
—Mi querido amigo, tienes que comprender que cuando uno se ha convertido en dragón lo ve todo de forma muy distinta. ¡Pero que muy distinta!
Quien así estaba hablando, un mago vestido de rosa y carmesí cuyas muñecas y garganta estaban ornadas con encaje, subrayó su aseveración mostrándole una lengua afilada y bífida a su interlocutora, una hechicera que tenía los brazos y el dorso de las manos cubierto de blanco pelaje. Su piel era de un color rojizo más oscuro que los ropajes de quien tenía delante. Por toda réplica a las palabras del otro, la hechicera soltó una risa despectiva.
Storm entonces pasó ante media docena de bellísimas hechiceras mestizas de elfo que estaban sumidas en un atento conciliábulo. Una de ellas de pronto alzó la mirada con alarma, si bien al momento se tranquilizó y dedicó una sonrisa a la poetisa. Sumidas en sus manejos, las otras ni se dieron cuenta.
—Lo que tienes que hacer es cambiar el nombre y el modo en que efectúas el conjuro, de forma que nadie se dé cuenta. Lo cierto es que todo el mundo puede hacer un encantamiento de esa clase. Tú explícame cómo lo haces, que yo no se lo diré a nadie... A cambio te enseñaré un hechizo originario de Tlaerune, infalible para que los hombres…
Storm meneó la cabeza y siguió adentrándose en aquel batiburrillo de hechiceros, tratando de divisar al viejo mago. ¿Dónde se habría metido? Storm lo buscó con la mirada entre aquella aglomeración. ¡Allí había centenares de magos! Sin embargo, su aguzada vista finalmente dio con Elminster. El viejo mago seguía avanzando entre el gentío sin detenerse ni aminorar el paso de su montura, hasta que llegó a un extremo de la hondonada, allí donde se juntaban tres de las altas paredes rocosas que envolvían el lugar. A la luz veteada del atardecer, una maga de baja estatura y belleza impresionante estaba conversando con cinco o seis adeptos al Arte que, a todas luces, sólo tenían ojos para ella.
Storm se fijó en los negros ojos risueños y el pelo negro y largo sobre una túnica cuyo escaso escote parecía haber sido confeccionado con flores relucientes y en continuo movimiento.
Y entonces el viejo mago se lanzó o, mejor dicho, cayó del caballo a los brazos de la mujer.
—¡Duara! ¡Querida! ¡Han pasado tantos años...! —exclamó.
Los ojos oscuros y brillantes de la mujer se clavaron en los suyos, y los efusivos saludos del viejo mago al instante se vieron sofocados por un beso apasionado. Las manos delicadas acariciaron el cuello de Elminster, así como su pelo blanco y enmarañado. Los dos se abrazaron con pasión.
Después de los calurosos saludos y el beso tan largo, Storm oyó que la voz sedosa de la mujer respondía con entusiasmo. En los rostros de los hombres que la rodeaban era visible la sorpresa más profunda, la cólera después y, por último, una resignada indiferencia. Storm asimismo reparó en que los dedos de Duara se movían con habilidad por el cinturón del mago.
Otros también se habían fijado en dicho movimiento, entre ellos un hombre alto y de nariz ganchuda envuelto en un jubón de terciopelo verde oscuro con las mangas anchas. El desconocido estaba observando el afectuoso abrazo del mago con atención, con el rostro semioculto por el humo de su larga y delgada pipa de cerámica.
Cuando Elminster por fin dijo adiós a la sonriente belleza, el mago de la nariz ganchuda de pronto dejó la pipa flotando en el aire y dio un paso adelante haciendo un pase mágico sin decir palabra. Al momento, la bolsita que Elminster llevaba prendida al cinto salió levitando hacia arriba y se abrió en el aire. Un espeso silencio se hizo entre los magos presentes. Por sus expresiones se deducía que el conjuro de aquel mago vestido de verde era una descortesía.
Storm hizo amago de sacar la espada, si bien la huesuda mano de Elminster la frenó al momento.
—¿Es que te has quedado sin recursos mágicos, colega? ¿Quieres que te preste alguno de los míos? —preguntó Elminster con tono jovial.
El mago vestido de verde se lo quedó mirando y señaló la bolsita suspendida en el aire, en cuyo interior no había más que una ramita de árbol.
—¿Se puede saber dónde está, viejo? —acabó por preguntar.
—¿La magia poderosa que andas buscando? Aquí, naturalmente —respondió Elminster, llevándose el dedo índice a la sien. Storm lo miró sin saber bien qué carta quedarse: la voz de su compañero resonaba un tanto pastosa, por mucho que sus ojos fueran tan brillantes como siempre—. Pero me temo que no conseguirás arrebatármela con un simple conjuro improvisado. He necesitado años y años de estudio para...
El mago vestido de verde hizo un rápido pase mágico. La ramita salió volando hacia la palma de su mano tendida. Sin embargo, antes de que llegara, Elminster chasqueó los dedos y enarcó ambas cejas. Al instante, la ramita salió disparada hacía arriba, trazó una curva en el aire y salió proyectada hacia el viejo mago.
El otro frunció el ceño e hizo un nuevo pase mágico. La ramita se frenó en pleno vuelo, pero siguió dirigiéndose lentamente hacia el sonriente Elminster. Las manos del mago vestido de verde volvieron a esbozar un conjuro, de forma casi frenética ahora, pero la ramita siguió avanzando tan imperturbable como la sonrisa del propio Elminster, hasta posarse en la mano del viejo mago.
Elminster hizo una reverencia a su rival, quien estaba temblando visiblemente y tenía el rostro lívido.
—Con todo, si tanta ilusión te hace un bastón, puedes quedártelo... —dijo el viejo mago en tono amistoso.
La ramita de pronto se transformó en un enorme bastón negro de tres metros cuyos extremos eran de bronce repujado con motivos de serpientes. El bastón salió volando a poca velocidad hasta caer en las manos del atónito mago vestido de verde.
—Pero... ¡se trata de tu propio bastón! —exclamó Storm maravillada—. ¡Vas a necesitar uno nuevo! —agregó.
—Lo tallaré a partir de cualquier rama —repuso el viejo mago con calma—. Los bastones son simple madera de árbol.