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Relatos de Faerûn (45 page)

Entreri sabía que tenía que obrar con la máxima rapidez; era crucial que Jarlaxle y él eliminasen a por lo menos la mitad de los facinerosos antes de que éstos empezaran a defenderse de forma organizada. Cuando ya se aprestaba a embestir contra un corrillo de malhechores, su espada se vio bloqueada por un tajo preciso y firme. Entreri tuvo que hacerse a un lado con rapidez para no verse ensartado.

Mientras adoptaba una postura a la defensiva, oyó una especie de silbido. A pesar de que tres de los bandidos, incluyendo las dos mujeres, ya se lanzaban a por él, Entreri desvió la mirada un instante y fijó los ojos en su compañero.

Rodeado por varios oponentes, Jarlaxle estaba volteando el cayado sobre su cabeza, y eran los rapidísimos giros del bastón los que habían producido aquel raro silbido. El sonido se incrementó una octava cuando Jarlaxle aumentó la velocidad de la rotación hasta crear una especie de muro en movimiento que sus rivales no se atrevían a atacar.

Una espada buscó el pecho de Entreri. Este reculó un paso y frenó el tajo con una estocada de
Garra de Charon
, circunstancia que aprovechó para liberar una nueva cortina de ceniza, Entreri al momento se situó a un lado de la negra ceniza, estableciendo así una barrera visual entre su cuerpo y el de sus enemigos. Luego giró sobre sí mismo, volvió por donde había venido y atravesó con el cuerpo la primera de sus barreras de ceniza.

Patermeg todavía andaba buscándolo a su izquierda cuando Entreri de pronto apareció a su derecha. La daga encantada se clavó en el costado de la mestiza de orco, mientras la punta de la espada mágica se encargaba de mantenerla a raya, previniendo un posible contraataque por su parte. Entreri entonces giró la muñeca, retorciendo la daga en la herida mientras convocaba las mágicas cualidades vampíricas de la pequeña hoja. Desclavando la daga, saltó sobre el cuerpo que se venía abajo de Patermeg y arremetió furiosamente contra Jhen y el otro bellaco.

El silbido que llegaba de cerca se veía acompañado de una sucesión de gritos y aullidos de dolor. Entreri volvió el rostro un segundo y vio que los facinerosos que rodeaban a Jarlaxle estaban cayendo uno tras otro llevándose las manos al rostro o el vientre. Entreri finalmente comprendió a qué argucia había recurrido su compañero.

Mientras el cayado giraba y giraba, el dedo pulgar de Jarlaxle iba pulsando a voluntad uno de los ojos del hurón que ornaban el bastón, accionando un mecanismo que hacía que una saeta saliera disparada por el extremo opuesto del cayado. Los dardos diminutos (y sin duda envenenados, a juzgar por los espasmos de sus víctimas) iban eliminando a un adversario tras otro.

Entreri se concentró en lo que a él atañía y, con sendas estocadas rapidísimas frenó el avance de Jhen y su compinche. Aunque tuvo ocasión de atravesar al bandolero, prefirió mantenerse a la defensiva. Cuando las dos espadas enemigas buscaron sus dos costados, Entreri hizo un veloz molinete, alzando ambas hojas hacia arriba.

Entreri se revolvió como un felino y convocó una nueva cortina de ceniza frente a su cuerpo. Sus dos oponentes se frenaron en el acto, a la espera de que Entreri atravesara la ceniza otra vez o, acaso, apareciera por uno de los dos lados de la barrera. Sin embargo, rápido como el rayo, Entreri se las había ingeniado para girar sobre sí mismo en el momento de crear la barrera de ceniza, de forma que ahora se encontraba justo detrás de ellos, contemplándolos con un punto de diversión en la mirada.

Al descubrirlo, Jhen gritó y se volvió en redondo. La mujer eludió el filo de
Garra de Charon
, pero la espada no era a ella a quien andaba buscando en aquel momento, como quedó claro cuando cercenó la cabeza de su compinche, quien seguía inmóvil, contemplando estúpidamente el muro de ceniza.

No, a Jhen le tenía reservada la daga con la empuñadura de piedras preciosas, cuya hoja clavó en su rostro cuando Jhen le hizo el favor de agacharse.

El asesino desclavó la daga y vio que a Jarlaxle a aquellas alturas tan sólo le quedaban un par de rivales, que por más señas justo corrían a refugiarse detrás de las dos cautivas.

Un tercer bandolero salía corriendo de la gruta, pero Jarlaxle se valió de su innata magia de drow para situar una esfera de oscuridad impenetrable en la salida. El hombre entró de cabeza en el globo, en cuyo interior resonó un ruido tremendo y un gemido estremecedor.

—Ese pájaro quería escaparse con mis monedas —comentó Jarlaxle.

Divertido, el asesino contempló cómo Jarlaxle se disponía a hacer frente a sus dos últimos adversarios, preguntándose si el elfo estaría dispuesto a perdonarles la vida a cambio de que dejaran a las muchachas en paz. Jarlaxle seguía inmóvil, haciendo girar el cayado delante de su cuerpo.

—¿Te has quedado sin dardos? —preguntó Entreri en el lenguaje de los drows, para que los otros no le entendieran.

—No del todo, aunque me temo que sí se han acabado las reservas de veneno —indicó el elfo.

Entreri fijó la mirada en los cuerpos que sembraban el suelo en torno a su compañero. Algunos de ellos seguían debatiéndose de un modo extraño. Veneno de drow, se dijo Entreri, reconociendo en el acto aquella característica ponzoña que tenía efectos paralizantes y debilitadores.

—¿Quieres que yo acabe con ese par de bergantes? —preguntó.

—¡Cerrad el pico de una vez y dejadnos salir de aquí! —gritó uno de los facinerosos, llevando su corto espadín al cuello de una de las jóvenes.

A Entreri no le pasó desapercibido el movimiento casi imperceptible del drow, un movimiento destinado a situarle en la posición idónea entre sus dos oponentes.

Entreri lanzó un grito y se lanzó a la ofensiva. El cayado de Jarlaxle hizo clic dos veces. Las pobres muchachas gritaron al unísono. Pero eran los dos hombres los que acababan de caer derribados, cada uno de ellos con una saeta clavada en el rostro. Uno de los bandidos consiguió rehacerse y ponerse en pie, mientras su compañero pataleaba en el suelo con un dardo clavado en el ojo.

Cuando el otro bandolero intentó volver a agarrar el brazo de la muchacha, se encontró con que Artemis Entreri había llegado antes que él. El hombre trató de clavarle la espada, pero Entreri bloqueó su arremetida una, dos, tres veces, hasta que un rápido giro de su muñeca hizo saltar por los aires la espada del facineroso. Antes de que éste pudiera pedir clemencia, si tal era su intención, o intentar luchar a puñetazos, si tan estúpido era, Entreri embistió de frente y clavó en su cuerpo ambas armas hasta la empuñadura. El bellaco se estremeció un segundo y se desplomó como un fardo.

Las muchachas seguían gritando, y a sus gritos se unían los lamentos de los heridos y agonizantes tumbados en el suelo rocoso.

—Tendríamos que irnos —sugirió Entreri con calma, volviéndose hacia su compañero, que estaba tranquilamente apoyado en su gran cayado mágico.

—Muy cierto —convino Jarlaxle, señalando la salida de la cueva, de la que habían desaparecido la esfera de oscuridad y el bandido que en ella se había metido—. ¿Nos vamos de caza?

—¿Y qué me dices de ellas? —espetó Entreri con visible desprecio, con la mirada fija en las dos muchachas.

—Nuestra acción de rescate exige que las acompañemos sanas y salvas a sus hogares —respondió el drow. Las pobres muchachas estuvieron en un tris de perder el conocimiento y caerse en redondo—. Tampoco podemos olvidarnos de Piter, claro está—agregó—. ¿Piter?

El gordo panadero salió de detrás de una gran roca situada al fondo de la caverna.

—Nos vamos, amigo —indicó el drow—. Me temo que no estoy en condiciones de traerte el horno que te prometí, así que lo he pensado mejor y voy a devolverte a tu tahona.

A Entreri se le ocurrió que ni él ni su compañero habían sacado provecho alguno de aquella larga aventura. De hecho, si al final no conseguían dar con el bergante que había desaparecido con las monedas de Jarlaxle, incluso habrían perdido dinero en la empresa. Su frustración le llevó a patear el rostro de un bandolero malherido que en aquel momento pugnaba por levantarse del suelo.

—Un poco de calma, amigo mío —recomendó Jarlaxle—. ¡Te has portado como un héroe! ¿No estás contento?

Entreri se lo quedó mirando con una mezcla de furia e incredulidad.

Jarlaxle no pudo hacer más que echarse a reír.

—¿Se muestra agradecido contigo? —preguntó Kimmuriel Oblondra, el delgado y apuesto psionicista a quien Jarlaxle había contratado para cuidar de Bregan D'aerthe.

—¿Ése? —Jarlaxle soltó una risa—. Es demasiado suspicaz y odia demasiado para permitirse semejantes debilidades. Tengo que encontrar una mujer para él, una mujer que lo ayude a relajarse.

—¿Y cómo piensas que se relajará él? ¿Matándola? —repuso Kimmuriel con abierto desdén.

—Entreri no es tan malo como piensas.

Jarlaxle contempló la pequeña aldea de pescadores en la que Entreri lo estaba esperando, aunque, por supuesto, el asesino estaba demasiado lejos para que él pudiera verlo—. Yo creo que aún está a tiempo de enmendar sus errores del pasado.

—Con la ayuda del maestro adecuado, claro está...

Jarlaxle se volvió hacia Kimmuriel.

—¿Es que hay uno mejor? —preguntó.

—¿Qué te ha parecido el cayado? —planteó el otro.

—Un tanto complicado de cargar, pero efectivo en la batalla y divertido de usar.

—Tus encargos siempre suponen un reto agradable —dijo Kimmuriel, quien le tendió la mano, mostrándole un parche para el ojo y un sombrero de ala ancha idéntico al que Jarlaxle llevaba puesto. Éste se quitó su propio sombrero y se cubrió con el del otro, después de examinarlo un momento. Después empleó más tiempo en comparar su propio parche con el que Kimmuriel acababa de entregarle, hasta asegurarse de que incluso las costuras eran idénticas.

—¿Me ofrecerán nuevas oportunidades? —quiso saber Jarlaxle.

Kimmuriel torció el gesto, y Jarlaxle de pronto se echó a reír. ¿Es que Kimmuriel le había fallado alguna vez?

Por último, Jarlaxle quitó la pluma de su sombrero nuevo y se la entregó al otro, de quien luego tomó la pluma de su viejo sombrero, que traspasó al nuevo.

—Me gusta el pájaro bestial que uno puede convocar con esta pluma —explicó el aventurero.

—Con todo, ¿no tenías miedo de que tu compañero descubriera el secreto de tus trucos? —preguntó Kimmuriel—. ¿No es por eso por lo que acabamos de efectuar estos intercambios?

—Entreri es listo —reconoció Jarlaxle—. Pero si se ha dado cuenta de algo, de nada le servirá después de lo que acabamos de hacer, por mucho que no me hayas traído las nuevas muñequeras que te pedí.

—¿Y si estas equivocado?

El rostro de Jarlaxle se tornó tenso y amenazador por un instante.

—Encontraré una mujer para él —repuso finalmente, con una ancha sonrisa de seguridad—. Verás cómo entonces se calma un poco.

Kimmuriel asintió con la cabeza. Fascinado por la idea que se le acababa de ocurrir, Jarlaxle ni se molestó en relatar a su gran amigo las aventuras vividas en Menzoberranzan, limitándose a dar media vuelta y enfilar el camino que llevaba al pueblo.

Al poderoso Kimmuriel Oblondra le bastó un simple pensamiento para dirigirse al momento a la Antípoda Oscura.

A solas por fin, a Jarlaxle le tocaba planear su próxima aventura junto a Artemis Entreri.

Notas

[1] Las antologías no se han traducido al castellano.
(N del ed.)
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