Authors: Varios autores
Lume miró al muerto un instante.
—¿Sabes una cosa, Cy? Me parece que tengo un trabajito para ti. Ven a verme a mi tienda por la mañana, que cenemos que hablar.
Lume puso el pie en el estribo y subió a la silla de su montura.
—Por ahora, ve al campamento —indicó el capitán—. Los demás ya tienen controlados a los aldeanos.
Lume dio media vuelta a su caballo en dirección a la aldea.
—Y una cosa más, Cy —añadió volviendo la cabeza.
—¿Señor?
—Esta noche diviértete junto al fuego y no olvides reclamar tu parte del botín. Esta vez hemos sacado mucho.
—Gracias, señor. Así lo haré.
La celebración de la noche fue magnífica. Los salteadores habían sacado más botín que nunca. Uno de los hombres había entrado en el almacén de provisiones de Kath, del que había salido con varios toneles de vino tinto y un enorme barril de hidromiel. El contenido de los barriles era más que suficiente para que los compañeros de Cy se lo pasaran en grande.
Las llamas ardían en la fogata del campamento. El vino corría sin cesar. Los hombres se jactaban de las hazañas realizadas durante las incursiones. Los enemigos a quienes habían despachado crecían y crecían en tamaño. Los bienes que habían robado se convertían en fortunas sin cuento. Todos rieron, bailaron y contaron bravatas, hasta que perdieron el conocimiento. Hasta que se quedaron dormidos. Lo abultado del botín justificaba los excesos de aquella noche. El capitán Lume no participó en la juerga, pero tampoco despertó temprano a los hombres.
Sí, la vida como forajido a las órdenes de Olostin era gratificante para alguien como Cy. Tenía libertad para hacer cuanto le viniera en gana, siempre que no contradijera de forma directa las órdenes recibidas. Tenía vino y riquezas; por disfrutar, a veces incluso disfrutaba de los favores de una mujer o dos. La vida se portaba bien con él.
—Eres bastante rápido, Cy —elogió Lume.
Cy se había levantado poco antes del mediodía. Tras sumergir la cabeza en un tonel con agua de lluvia y volverse a vendar las heridas sufridas en la víspera, acababa de presentarse en la tienda del capitán.
—Gracias, señor.
Cy carecía de formación militar, pero siempre había creído en la necesidad de respetar a sus mayores. Lume, el capitán de la partida de bandoleros, le llevaba por lo menos diez años, razón por la que se dirigía a él como «señor».
—Siéntate, por favor —invitó Lume, señalando una silla que había en un rincón de la tienda.
Cy asintió con la cabeza y obedeció.
Para tratarse de una tienda, la de Lume era cómoda y estaba bien provista. Una hamaca pendía desde el poste central hasta otro poste emplazado en una esquina. En el rincón opuesto había un gran escritorio con una silla. El escritorio estaba cubierto de papeles apilados ordenadamente. Junto a ellos había una gran pipa de agua, a la que Lume dio varias chupadas mientras Cy terminaba de acomodarse.
El capitán se irguió de repente en la silla y apoyó las manos en el escritorio.
—¿Cuánto tiempo llevas en nuestra banda, Cy?
—Cerca de un año, señor.
—¿Sólo? —preguntó el otro.
Cy asintió.
—Verás... Por mucho que me disguste admitirlo, llevo quince años trabajando para Olostin. Hará unos cinco años que ascendí a capitán de mi propia partida. —Lume se arrellanó en el sillón y explicó—: Me temo que a veces pierdo la cuenta de los jóvenes que ingresan en nuestra banda o se marchan de ella, acaso para siempre. Yo creía que llevabas más tiempo con nosotros, pero será que te he confundido con otro.
Lume contempló la palma de su mano un segundo.
Cy se revolvió en su asiento.
—Cy, yo nunca disculpo los errores ajenos. Si uno de mis hombres resulta muerto en el combate, la culpa es suya.
Lume miró a Cy de arriba abajo y clavó los ojos directamente en su rostro. Cy le sostuvo la mirada un momento, pero terminó por desviarla.
—Si no me acuerdo bien del tiempo que llevas en el grupo, es porque he visto morir a centenares de muchachos como tú. A fuer de ser sincero, ni siquiera me acuerdo de sus nombres. Tal como yo lo veo, todos hubieran podido llamarse Cy.
Lume soltó una risita, sin que Cy lo secundara.
El capitán de nuevo adoptó una expresión de seriedad y fijó la mirada en Cy.
—Bien, vayamos al grano. Tengo una misión para ti.
—Señor... —dijo Cy, sin saber bien qué más podía decir.
—Eres el que mejor maneja la daga que he visto en mucho tiempo —dijo Lume—. Si anoche te las arreglaste para salvar el pellejo, imagino que igualmente sabrás salir indemne de este pequeño trabajito. Dime, ¿qué sabes sobre nuestro ilustre señor Olostin?
—Señor, lo único que sé es que se ha propuesto acabar con la tiranía de los archimagos como sea.
—Una respuesta prudente.
Sorprendido, Cy iba a añadir algo cuando Lume levantó la mano y se echó a reír.
—No pasa nada, hijo —aclaró—. Veo que sabes por dónde van los tiros.
Cy se arrellanó en su asiento. Se sentía como si su padre lo hubiera estado regañando.
—¿Tú quieres... acabar con la tiranía de los archimagos? —inquirió Lume.
Cy miró al capitán y se preguntó adonde quería ir a parar. Por mucho que hubiese dicho que se proponía ir al grano, no hacía más que dar vueltas y más vueltas a la cuestión. Cy estaba empezando a irritarse.
—¿Y bien, Cy? —El capitán levantó la voz—. ¿Tú crees en nuestra causa?
—Sí, señor.
Cy apretó los dientes. Aunque no creía haberse desempeñado de forma particularmente valerosa durante el combate de la noche anterior, como había dicho el capitán, lo principal era que seguía con vida. Cy esperaba que el capitán ahora no le reprendiese por haber perdido el tiempo con un guerrero experimentado en mitad de la incursión. La entrevista había empezado bien, pero ahora parecía como si el capitán quisiera acusarle de algo, de ser una especie de espía acaso.
—Muy bien, hijo —repuso Lume con calma—. Necesito que mates al archimago Sombra.
El viaje a la ciudad flotante le llevó a Cy dos días a lomos de un grifo. El archimago Sombra vivía en Karsus, una ciudad muy distinta a las que Cy había conocido hasta entonces. Para empezar, Karsus era una metrópolis flotante, sí bien ésta era la menor de las rarezas que presentaba aquella imponente urbe.
Las calles estaban surcadas por pequeñas cloacas al aire libre. Las escobas se movían por sí solas y echaban el polvo a aquellas cloacas. Sobre los amplios ríos se alzaban unos puentes que unían unas calles con otras. Los paseantes no sólo caminaban sobre las curvas estructuras de piedra, sino también por debajo. Cargando con paquetes de comida o con bultos de libros, los magos se saludaban los unos a los otros mientras caminaban cabeza abajo con toda naturalidad. En un parque de la ciudad, cuatro magos ancianos y envueltos en túnicas giraban en el aire sin dificultad con los ojos fijos en un globo del tamaño de un gran melón que flotaba entre ellos. Por turno, cada uno insertaba una gema de intrincadas facetas en el interior del globo y se echaba a reír cuando el ángulo o la velocidad de rotación de sus compañeros se veía súbitamente alterado.
Parecía como si todos los habitantes de Karsus utilizasen la magia, pues todo cuanto hacían estaba en contradicción con lo que Cy sabía sobre el funcionamiento del mundo. Los niños jugaban en las fachadas de los edificios, y no en las aceras o los parques. El agua fluía hacia arriba, y en algunos casos a través del aire. Los extraños canales que flanqueaban las calles no tenían principio ni fin, sino que simplemente transportaban el agua pura y limpia por toda la ciudad. Eran muchos los transeúntes que caminaban con pequeños dragones como mascotas por las calles de la urbe, sonrientes y saludando a todos con quienes se cruzaban. Era frecuente que varios magos apareciesen de la nada en mitad de una conversación ajena, según parecía ignorantes de que su entorno había cambiado. Las cajas y los sacos flotaban suspendidos en el aire en dirección a sus destinos.
Cy tenía que hacer esfuerzos para no quedarse boquiabierto. Tras pasar por un puente y dejar atrás varias calles, llegó a un edificio alto y estrecho en el que las puertas se agolpaban las unas encinta de las otras a lo largo de toda la fachada. Un letrero de madera situado a la altura de la calle exhibía la leyenda «Posada Charlesgate». De las puertas situadas más arriba salían flotando magos envueltos en sus túnicas, imperturbables, tras tener buen cuidado de cerrar las puertas antes de alejarse por los aires.
Cy entró en la planta baja del edificio y alquiló una habitación para varios días. Quería averiguar todo lo posible sobre su presa antes de enfrentarse directamente a aquel hombre.
Cy se decía que, con un poco de suerte. Sombra estaría tan ocupado en sus investigaciones que no repararía en él.
Era la única esperanza del joven asesino. En lucha abierta, Cy había logrado derrotar a su experimentado oponente de Kath, pero un archimago era cosa muy distinta. Su única oportunidad consistía en pillarlo por sorpresa y acabar con él al momento. Si no, no tendría nada que hacer. Mientras entraba en su cuarto, se dijo que sólo iba a tener una ocasión de cometer aquel asesinato, y que mejor que la aprovechara.
Antes de que Cy partiera para Karsus, Lume le había permitido escoger el material y el armamento que iba a necesitar para llevar a cabo la misión. Los forajidos contaban con hileras y más hileras de espadas, corazas y arcos, y hasta con algunas armas que Cy no había utilizado en la vida. Aunque estaba claro que su misión no iba a ser fácil, no servía de mucho acarrear con un equipo demasiado pesado. Cy finalmente escogió una pequeña ballesta, una coraza de cuero con propiedades mágicas y su daga encantada. Mejor viajar ligero de equipaje.
Cy no tuvo dificultad para introducirse subrepticiamente en el imponente torreón de ladrillo donde vivía Sombra. De hecho, la puerta ni siquiera tenía cerradura. Atento a no dejarse sorprender, el asesino entró con mucho cuidado por el corredor de la entrada, vigilando que no hubiera trampas o glifos mágicos a su paso. A pesar de todas sus precauciones, en el pasillo no había trampa alguna.
«Temía verme volando por los aires en cualquier momento», se dijo.
Tras girar por el pasillo, entró en una sala muy grande y lujosísima. El ladrón que había dentro de Cy se quedó anonadado ante tal despliegue de riqueza. Quizá Lume hubiera hecho mejor en ordenarle que se contentara con robar al archimago. Las riquezas que había en la sala bastarían para pagar a un millar de asesinos. En torno a las mesas de madera primorosamente trabajadas se erguían elegantes sillas de respaldo alto. En las ventanas había apliques de plata con piedras mágicas, mientras que los escritorios, las mesas y las repisas de las ventanas exhibían una enorme profusión de candelabros engastados con pedrería. Las paredes estaban cubiertas por decenas y decenas de estanterías que atesoraban centenares de libros encuadernados en piel y dispuestos con meticuloso orden.
Una puerta se abrió de repente en el extremo opuesto de la sala. Cy se ocultó tras una de las grandes sillas de respaldo alto. Procurando no dejarse ver, contuvo el aliento. Unas pisadas resonaron sobre el suelo de madera. Cy se llevó la mano a la daga. ¡Y era él quien había querido aprovechar el factor sorpresa!
Las pisadas se acercaron y pasaron de largo tras llegar junto a la silla. Cy sintió una levísima corriente de aire junto al rostro; sus ojos vieron un abigarramiento de colores chillones: magenta, amarillo y plata. El muchacho guiñó los ojos varias veces, tratando de librarse de aquella magia que provocaba la confusión. Sin embargo, no se trataba de magia. Cuando su vista se aclaró, Cy vio las faldas de una mujer. Una joven rubia vestida con recias telas de lino bordado acababa de pasar con una bandeja de plata en las manos. La mujer se marchó por el pasillo.
Cy se levantó, en el momento preciso en que la puerta volvió a abrirse. Cy se escondió tras los muebles, convencido de que esta vez lo habían visto. De nuevo, unas fuertes pisadas cruzaron la estancia. Cy se agachó tras la silla, rodeó por el suelo y se situó tras una mesa, con intención de lanzarse sobre quien acababa de entrar. Presto a asestar el primer golpe, apretó la empuñadura de su daga y de pronto se quedó de una pieza. La misma mujer rubia y vestida con ropas multicolores se encontraba en el centro de la habitación, con una gran jarra de plata en la mano esta vez. Las faldas de la mujer se agitaron cuando ésta siguió andando por la sala sin prestar atención a Cy.
La puerta volvió a abrirse. Cy se giró en redondo, con la daga al frente. La mujer rubia acababa de entrar en la sala por tercera ocasión, con la salvedad de que ahora llevaba una gran caja en las manos. Sus brillantes ojos azules miraban fijos al frente mientras seguía andando hacia el joven asesino. En aquel momento, nuevas pisadas resonaron a ambos lados de donde Cy se encontraba. Sacudiendo la cabeza por el asombro, convencido de que estaba siendo víctima de algún tipo de agresión mágica, Cy se apartó de un salto del camino de la mujer y fue a caer sobre una silla de cuero, que se quebró bajo su peso.
Cy se levantó al instante y corrió a refugiarse en un rincón. Cuando miró en busca de una vía de escape, se quedó de una pieza. Dos mujeres rubias —vestidas ambas con idénticas faldas de lino color magenta, amarillo y plateado; una con una jarra, la otra con una caja— seguían andando sobre el piso de madera. Ninguna de las dos mostraba el menor interés por Cy. Ambas salieron al pasillo cargando con sus objetos respectivos. Atónito, Cy las contempló entre jadeos.
La puerta volvió a abrirse. Dos nuevas mujeres rubias y vestidas con colores llamativos —las mismas mujeres que Cy había visto tres veces hasta el momento— entraron en la sala y siguieron andando sobre el suelo de madera. Cy esta vez no trató de ocultarse. Las mujeres hicieron caso omiso de su presencia. El joven asesino cogió un libro y lo arrojó sobre una de las mujeres. El libro rebotó en ella y cayó al suelo. La mujer siguió sin reparar en él.
«Si no son unas imágenes ilusorias, tienen que ser una especie de monstruos», pensó Cy.
Convencido de que no se hallaba bajo los efectos de ningún conjuro, siguió adelante con su misión.
A un lado de la sala había una escalera que llevaba abajo. Desentendiéndose de aquellos gólems femeninos, Cy cruzó la estancia y empezó a bajar por ellas. La escalera era larga; el aire se fue tornando más frío a medida que fue bajando. Los viejos escalones de madera en ocasiones estaban combados, de forma que Cy procuró bajar con sumo cuidado, para que no crujieran bajo su peso. Al llegar al final, descubrió un nuevo pasillo. Al final del corredor había una puerta entreabierta tras la que se veía luz. Otra de las mujeres vestidas con faldas multicolores salió de la puerta en ese instante y echó a andar por el pasillo.