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Relatos de Faerûn (33 page)

El lich masculló una imprecación y, al momento, se arrojó en brazos de los vientos de Thay para que éstos lo llevaran a Delhumide. Su envoltura física se transformó a medida que los vientos lo empujaban. Su piel adquirió una coloración enrojecida. Sus mejillas se hincharon, y su cuerpo asimismo se hinchó en el interior de las rojas túnicas de seda que hasta el momento le habían venido anchísimas. Sus ojos se volvieron negros, casi humanos, y su pelo blanco se volvió más blanco y espeso, y después se oscureció hasta tornarse tan negro como el cielo de la noche. Para coronar la transformación, el lich hizo que un delgado bigote apareciese en su labio superior. En Thay, eran muy pocos los que sabían que Szass Tam era uno de los muertos. Cuando tenía que aventurarse al exterior de su torreón, siempre adoptaba la imagen de un vivo.

La tierra se deslizaba bajo su cuerpo como un manchón borroso. Aunque la oscuridad ensombrecía mucho el terreno, el lich tenía claro el rumbo que debía seguir. Sabía dónde se encontraba la ciudad muerta. Había estado allí antes.

Casi amanecía cuando llegó al templo en ruinas. Szass Tam se posó sobre el terreno irregular y contempló la maltrecha construcción de piedra. Sus ojos relucieron al ver la masacre. Al momento comprendió por qué había perdido el contacto con su ejército. Más de un centenar de guerreros esqueléticos estaban diseminados en torno a las ruinosas columnas del templo. Sus huesos rotos y cráneos hundidos brillaban débilmente. Junto a ellos había otros muertos, seres con la carne grisácea y las ropas putrefactas, seres que apestaban a sepulcro. El lich se arrodilló junto a un zombi manco, cuyo cuerpo volteó con cuidado. Apenas si había carne entre sus huesos. Casi toda había sido consumida por el fuego. Los dedos de Szass Tam recorrieron la hierba que crecía en torno al cadáver. Ni un solo tallo estaba chamuscado. El lich comprendió que sus soldados habían muerto abrasados por un fuego mágico destinado a los seres espectrales en exclusiva.

El intento de hacerse con la reliquia de Leira se había iniciado de forma muy costosa. Le llevaría muchos, muchísimos meses y un esfuerzo considerable revivir a los muertos necesarios para reemplazar a los soldados caídos. Szass Tam se levantó y, en silencio, juró vengar la matanza de los suyos. Mirando bien dónde pisaba, echó a caminar hacia las escalinatas del templo. Al llegar a la base de las escaleras, el lich detectó la presencia de una forma que se retorcía, un ser espectral cuya carne era de un color blanco pastoso, con los ojos vacíos y las costillas rotas y protuberantes. El ghoul, único superviviente del ejército del lich, trató de levantarse, sin éxito, al advertir la presencia de su señor.

—¡Cuéntame! —ordenó el lich con voz tonante—. ¿Qué ha pasado aquí?

—Seguimos tus órdenes —respondió el ghoul con voz rasposa—. Tal como ordenaste, intentamos entrar en el templo. Pero nos detuvieron.

—¿Cuántos eran?

—Tres —contestó el ghoul—. Los tres estaban vestidos con las túnicas escarlatas de los Magos Rojos.

Szass Tam soltó un gruñido sordo y fijó la vista en las escalinatas. Si habían sido capaces de aniquilar a un ejército entero, aquellos tres elementos tenían que ser peligrosos. Tras echar una última mirada a su ejército destruido y al ghoul agonizante, empezó a subir los escalones con sumo cuidado. El templo de Leira estaba en ruinas, como toda la ciudad de Delhumide. Antaño una gran población, Delhumide hoy estaba poblada de monstruos y sembrada de trampas increíbles dejadas por los nobles y magos que en ella habían vivido. La comarca estaba infestada de seres extraños —goblins, bestias oscuras, trolls y dragones—, cuya amenaza seguía siendo demasiado sería como para que los vivos se acercaran.

Szass Tam buscó las mágicas energías que protegían el templo caído y las rodeó hasta llegar a las sombras amables del interior. El frío húmedo de las ruinas le llevó a pensar en una tumba. Éste era su elemento. Sus ojos se hicieron a la oscuridad y vieron un pasillo ruinoso que se adentraba en el templo. Al intuir unas presencias en dicho corredor, se dirigió hacia ellas sin pensarlo dos veces.

Cuando finalmente llegó al final del pasillo, estudió las paredes. Nada. No parecía que ninguna de las piedras de la pared ocultara una entrada o resorte oculto. Cuando sus dedos recorrieron los ladrillos, de pronto no sintieron nada. Aquellos ladrillos eran ilusorios. Entonces oyó unas pisadas distantes y regulares, como si alguien se estuviera acercando desde lejos. El lich dio un paso al frente y atravesó la pared ilusoria.

Al otro lado se encontró con una húmeda escalera que conducía a un subterráneo a oscuras. El lich ahuecó la mano y pronunció una sola palabra. Un globo de luz apareció en la palma de su mano, iluminando la escalera. Las paredes y los escalones estaban decorados con símbolos ajados que mostraban triángulos de diversos tamaños en torno a unas formas grisáceas. Los símbolos de Leira. El lich se detuvo un momento a estudiarlos. Aunque le tenía poco respeto a la diosa, aquellos símbolos habían sido tallados por un artesano con talento.

La mayoría de los Magos Rojos de Thay reverenciaban a una o varías deidades malignas. Szass Tam también lo había hecho en el pasado, hasta que la necesidad de adorar a un poder capaz de conferirle vida eterna y su transformación completa en lich le relegó al olvido esas prácticas. Aunque todavía respetaba a determinados dioses, por ejemplo Cyric, no sentía lo mismo hacia Leira.

En mitad de su descenso, notó que una presencia se acercaba. Los minutos pasaron, y la paciencia del zulkir espectral por fin se vio recompensada cuando un fantasma de color perla con el rostro de una mujer hermosa se materializó ante sus ojos. El lich lo observó un momento y concluyó que se trataba de un espíritu inofensivo vinculado al templo de un modo u otro.

—Intruso —dijo el fantasma—, aléjate del sagrado recinto de Leira la Poderosa. Aléjate del templo de la Señora de la Niebla, cuya vigilancia nos compete.

El lich siguió mirándolo inmóvil y sin inmutarse. Por un segundo, el espíritu se mostró atónito de que el intruso no le hiciera caso.

—Me iré cuando lo considere conveniente —repuso el lich con calma y en voz baja, para que su presa, situada más al interior, no lo oyera.

—Tienes que irte —repitió el espíritu, con voz más profunda. Su rostro se convirtió en el de otra mujer—. Éste no es lugar para quienes no son creyentes. Y tú no crees en nuestra diosa. Lo demuestra que no te adornes con ninguno de sus símbolos.

—Yo sólo creo en mí mismo —contestó el lich sin alterarse—. Yo creo en el poder.

—Pero no en Leira.

—No. La Señora de la Niebla no merece mis respetos —gruñó él.

—En ese caso, tus huesos se pudrirán aquí —juró el fantasma con una nueva voz.

El lich clavó sus ojos en aquel ser. El fantasma ahora exhibía el rostro de una anciana. Su forma perlada estaba surcada de arrugas, mientras que la carne transparente pendía inerte de sus pómulos y su mandíbula.

—Yo ya estoy muerto —musitó en respuesta—. Y puedo hacer lo que quiera de ti, con independencia del tipo de fantasma que seas.

Los ojos de Szass Tam de nuevo se convirtieron en dos puntos minúsculos de luz ardiente y blanca y se clavaron en los ojos de la mujer, sometiéndola a su voluntad.

—¿Quién eres? —demandó Szass Tam—. ¿Qué eres?

—Aquí todos somos sirvientes de Leira —respondió la vieja—. Somos los últimos sacerdotes que habitaron este templo. Todos fuimos muertos cuando la ciudad fue conquistada por el ejército de Mulhorand. Pero tan fuerte era nuestra fe en la Señora de la Niebla que nuestras voluntades encontraron una envoltura física que nos ha permitido seguir sirviendo a Leira.

El lich frunció lentamente los labios.

—Peor para vosotros que os hayáis quedado aquí.

Sus ojos minúsculos centellearon y se concentraron en la figura fantasmal. El espíritu gimió de dolor. De pronto, la voz de un hombre joven se mezcló con la de la anciana.

—¡No! —gritó el espíritu en un coro de voces—. ¡No nos castigues! ¡No nos expulses del templo!

—¡Os voy a enviar a los Nueve Infiernos! ¡Para que os reunáis con los demás sacerdotes de la Patrona de los Embaucadores! —amenazó Szass Tam—. A no ser, claro está, que os sometáis por entero a mis deseos y acabéis de una vez con vuestros molestos lloriqueos.

—¡Nosotros sólo servimos a Leira! —gimió el espíritu en voz aún más alta.

—Ahora serviréis a un amo mucho mejor.

El lich levantó su carnoso dedo índice y apuntó a la faz del espectro, que ahora volvía a ser el de un hombre joven. Un rayo plateado brotó de la yema del dedo e impactó en la cara del espíritu, haciéndolo retroceder varios pasos. El rayo siguió centelleando de forma espectacular mientras el espíritu se retorcía de dolor.

—¿Quién es vuestro amo? —insistió el lich.

—¡Leira! —gimió el fantasma con distintas voces.

El lich volvió a castigarlo con un nuevo rayo plateado. La fantasmal figura se retorció aún más y cayó al suelo, convulso, como si estuviera en el potro de un verdugo. Los brazos y las piernas del espíritu se alargaron hasta alcanzar los distintos rincones de la escalera, hasta tornarse tan insustancial como la niebla.

—¿Quién es vuestro amo?

—¡Tú! —barbotó finalmente el espíritu, con una profusión de voces.

Los ojos de Szam Tass se suavizaron un tanto y estudiaron con insistencia al espíritu para asegurarse de que efectivamente seguía bajo su control. Al principio se sintió un tanto confuso al tener que indagar en tantas mentes distintas, si bien todas le juraban lealtad. Satisfecho, Szass Tam permitió que sus ojos se tornaran humanos otra vez.

—Decidme, sacerdotes —repuso el lich—. ¿Os habéis mostrado igual de incapaces a la hora de detener a los Magos Rojos que se presentaron aquí antes?

—¿Los que están abajo? —apuntó el espíritu.

El rostro del fantasma volvía a ser el de la mujer hermosa que inicialmente sorprendiera a Szass Tam.

—Sí —contestó el lich—. Los que están abajo.

—Ellos son creyentes —explicó la fantasmal figura—. Todos llevan el sagrado símbolo de Leira sobre sus cabezas relucientes. Todos los creyentes son bienvenidos en este templo. Todos los creyentes... Y tú también, claro.

—¿Los dejasteis pasar porque se habían tatuado los símbolos de Leira en la cabeza? —quiso saber el lich—. ¿Os creéis que un poco de tinta en el cráneo demuestra que son adoradores de vuestra diosa?

—Sí —respondió el espíritu—. El templo de Leira siempre está abierto a los que reverencian a la diosa.

El lich miró las escaleras que llevaban al subterráneo.

—Vendréis conmigo y me avisaréis de todas las trampas que haya en el camino. Y me llevaréis hasta la reliquia que quiero obtener.

Szass reemprendió el descenso, acompañado por el fantasma, que insistía en mostrarle los ajados mosaicos a cada paso y en alabar la grandeza de Leira al tiempo que le indicaba las mágicas trampas que había en casi cada escalón. El lich pasó junto a los cuerpos quebrados de anteriores intrusos en su camino. Tan concentrado estaba en dar con la reliquia que casi pasó por alto el único cadáver reciente. Fue el fantasma quien se lo señaló. El cuerpo de un hombre joven, no mayor de veinte años, envuelto en una túnica roja, yacía aplastado por varias piedras enormes. El joven, cuyo cráneo estaba ornado con el símbolo de Leira, tenía las extremidades retorcidas. Sus ojos estaban muy abiertos por el terror, y un delgado reguero de sangre seguía manando de su boca.

—Estaba con los demás hechiceros —indicó el fantasma con la voz de un anciano—. Es una pena que haya muerto tan joven. Aunque lucía el símbolo de la Señora de la Niebla y lo dejé pasar, el guardián miró en su corazón. Cuando su corazón lo traicionó y reveló que no era un creyente, el guardián acabó con él.

—¿El guardián?

—El eterno sirviente de la Señora de la Niebla —respondió el espíritu—. El guardián se encuentra en la siguiente cámara.

El lich escudriñó la negra lejanía y echó a caminar. El espíritu de los sacerdotes lo siguió obedientemente.

—¡Matadlo! —gritó de repente una profunda voz masculina.

El lich apretó el paso y entró en una enorme caverna iluminada por musgo luminoso. Una vez allí, se detuvo y miró largamente a los tres ocupantes de la caverna: Frodyne, un Mago Rojo a quien no reconoció y un ser gigantesco de carácter monstruoso.

—¿Qué significa esta traición? —tronó el lich.

—¡Maestro! —gritó Frodyne.

Frodyne estaba envuelta en una túnica roja, ajada y desgarrada, mientras que el triángulo que se había pintado en el cráneo aparecía manchado de sudor. Sus facciones usualmente suaves mostraron una fiera determinación al pedirle a su maestro que se le uniera en la lucha. Frodyne abrió al máximo los dedos de una mano y disparó un mágico relámpago de fuego contra aquella monstruosidad.

El oponente de Frodyne mediría una decena de metros; su cabeza casi rozaba la bóveda de la caverna. Aunque no estaba muerto, el guardián ciertamente tampoco seguía con vida. El lich examinó al monstruo de la cabeza a los pies. Su torso era humano, pero su cabeza era la de una cabra. Su pecho mostraba el símbolo del triángulo en torno a las formas grisáceas. Aquel ser de pesadilla tenía cuatro ojos distribuidos de forma regular junto a su narizota metálica, mientras que su boca abierta exhibía unos dientes puntiagudos y de acero. Cuatro brazos tan gruesos como troncos de árbol se agitaban amenazadores a los lados de su cuerpo, culminados por cuatro garras de hierro con seis dedos cada una. El cuerpo del monstruo era enteramente gris. Las colosales patas de aquella cosa terminaban en cuatro pezuñas enormes que arrancaban chispas al suelo de piedra de la caverna, estremeciéndolo hasta el punto de que Frodyne y su compañero tenían dificultad para mantenerse en pie.

—Me temo que está furioso contigo, mi querida Frodyne —indicó Szass Tam—. Tan furioso como lo estoy yo. Porque fuiste tú quien acabó con mi ejército.

—¡Quería conseguir la corona! —respondió ella, enviando otro relámpago a su adversario—. ¡Fui yo quien se enteró de su existencia en este templo, pero quisiste quedártela para ti solo! ¡Me la merecía más que tú!

Sin responder, el lich la miró esquivar con agilidad un formidable puñetazo que se estrelló en el suelo de la caverna allí donde Frodyne había estado hacía una fracción de segundo.

—¡Lo siento! —gritó ella—. ¡Ayúdanos, por favor! La corona será para ti... ¡Te lo juro!

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