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Al decapitar al mago de la corte, la hoja acerada de Paramore a la vez liberó el encantamiento que envolvía la puerta. Al irrumpir en el cuarto, los guardias se encontraron con que un chorro de sangre terminaba de proyectar la cabeza del mago sobre la cama mientras el cuerpo decapitado de Dorsoom se desplomaba inerte sobre el saco manchado de sangre, que de nuevo se vio empapado en sangre.
De forma instintiva, los guardias se lanzaron sobre Paramore con intención de contenerlo. Ya fuera por lo tarde de la hora, por las increíbles acusaciones del mago o la amenaza de dos hombres armados contra uno, sir Paramore hizo cara a los guardias sin pensarlo, hincando su espada en el ojo de uno de ellos. Cobarde, el compañero del herido retrocedió unos pasos y gritó en demanda de ayuda. A todo esto, compadecido del guardia ensartado en su espada, Paramore terminó de hincar el filo, poniendo fin a sus sufrimientos.
La alarma resonó en todo el castillo:
—¡Paramore es el asesino! ¡Detenedlo! ¡Matadlo!
Sir Paramore contempló cómo el segundo guardia salía huyendo y se arrodilló junto al muerto cuerpo a sus pies. Una lágrima surcó su noble mejilla al pensar en la existencia desgraciada que le esperaba. Determinado a acordarse para siempre del hombre que la había destruido, agarró la cabeza de Dorsoom y la metió rabioso en el saco, en el que cayó con un ruido sordo. Paramore se irguió cuan largo era, aspiró el aire, que olía a sudor y sangre, y salió a toda prisa de la habitación, sabedor de que, incluso si lograba salvar la vida, por siempre iba a ser un paria y un proscrito.
Lo fue.
—Ésta, amigos —concluyó el desconocido, mesándose la barba negra con la mano izquierda—, es la historia del héroe más grande que ha existido.
Tan sólo el chisporrotear del fuego en el hogar y el aullido del viento desafiante resonaban en la taberna enmudecida. Los mismos que antes se mofaran de aquel espantapájaros desastrado ahora lo miraban con asombro y reverencia. Y no en razón de sus palabras. Ni siquiera en razón de su relato, sino por algo fundamental en su carácter, un matiz mágico y consustancial a su persona. Por una cuestión de magia. Los mismos que antes le hubieran negado un sorbo de agua ahora se disputarían el privilegio de alimentarlo con los mejores productos de sus granjas, de entregarle sus propios maridos e hijos para que se convirtieran en soldados a sus servicios, a sus mujeres e hijas para que se divirtiera con ellas. Tan ciega admiración se vio incrementada cuando dijo a continuación:
—Y éste, queridos amigos, es el trágico relato que explica por qué hoy me encuentro entre vosotros. —El mismo viento y el mismo fuego se paralizaron cuando de pronto añadió—: Y es que, amigos, sir Paramore soy yo.
Dicho esto, se quitó los andrajos informes con que se había estado cubriendo. De entre las ropas astrosas emergió un guerrero joven e imponente, poderoso y con los ojos del color del platino. Su cara era muy distinta al rostro ajado y sepulcral que había estado hablándoles. La mano del caballero estaba encajada hasta la muñeca en la cabeza cercenada de Dorsoom, el rostro que les había estado hablando como una marioneta manejada por el joven guerrero. La muerta boca del mago muerto seguía moviéndose, manejada por los dedos del guerrero, encajados en el paladar huesudo y en la lengua seca y rasposa. Durante la noche entera, a lo largo del prolongado relato, los aldeanos habían estado escuchando a una marioneta que era la cabeza de un muerto.
La rasposa voz de anciano brotó de la boca del joven, cuyos dedos seguían moviendo la mandíbula y la lengua.
—¡Creedle, amigos! ¡He aquí el héroe más grande que ha existido!
Una baba negruzca corría en regueros por el antebrazo de Paramore.
Tan sólo Horace, al andar dificultosamente hacia la barra, se sintió horrorizado ante aquel espectáculo; los demás ni se inmutaron ante aquella depravación. Las gentes sencillas de Capel Curig se levantaron de sus sillas y se acercaron fascinados al imponente caballero y su macabra marioneta. Como los niños del relato, lo rodearon con arrobo y empezaron a gritar:
—¡Enséñanos, caballero! ¡Queremos ser tus siervos, Paramore! ¡Guárdanos y sálvanos de nuestros enemigos!
En el centro del revuelo, el sol reluciente al que adoraban repartía palmaditas con su mano cubierta de sangre.
—Por supuesto que estoy dispuesto a salvaros. Lo único que tenéis que hacer es seguirme y convertiros en mis guerreros y caballeros.
—¡Estamos dispuestos a morir por ti!
—¡Queremos morir por ti!
—¡Paramore!
Los gritos de admiración se impusieron al soplar del viento y el rugir del fuego. Los brazos en alto de sus devotos hubieran podido alzar el techo de la taberna a una señal de Paramore.
La adulación era tan intensa que nadie —ni siquiera el propio Paramore— vio la reluciente hoja del hacha de Horace hasta que ésta apareció tintada de rojo por la recién rebanada garganta del caballero.
Jeff Grubb
Jeff Grubb se gana la vida construyendo mundos. Licenciado como ingeniero civil y diseñador de juegos profesional, la escritura es su vocación y su placer, un placer que no tiene mucho de secreto. Grubb fue uno de los cuatro cocreadores de Dragonlance dirigidos por Tracy Hickman. En colaboración con Ed Greenwood, ha creado también el entorno de Reinos Olvidados.
Publicado por primera vez en
Realms of the Arcane.
Editado por Brian M. Thomsen y J. Robert King, noviembre de 1997.
En su historia de la ciencia ficción
Trillion Year Spree
, Brian W. Aldiss vincula la muy británica Tierra Media de Tolkien a la muy británica sensibilidad de P. G. Wodehouse, autor de los relatos de Bertie Wooster y Jeeves. Wodehouse escribía un tipo de ficción muy distinta de la de Tolkien. Bertie es un petimetre de clase alta, y las historias de Wodehouse siempre reflejan a Bertie metiéndose en un embrollo del que sólo consigue salir gracias a la ayuda de su imperturbable criado Jeeves. (Si queréis saber por qué en muchos países a los criados se les conoce como «Jeeves», ésta es la razón.)
El comentario de Aldiss me llamó la atención, y desde que lo leí me he sentido muy cómodo mezclando las figuras aristocráticas del mundo de Wodehouse con el universo de fantasía de los Reinos. Dicha mezcla ha redundado en la creación de dos personajes. El primero de ellos es el relativamente inútil Giogi Espolón de Wyvern, surgido por primera vez en
El tatuaje azul
, y que más tarde se casó, tuvo hijos y que llegó a trascender sus orígenes tan mortales. El otro es Tertius Wands, que sigue siendo tan mentecato como cuando apareció por primera vez en una historia de la serie Advanced Dungeons & Dragons publicado por DC Comics.
A modo de homenaje al gran Wodehouse, todo relato de Tertius Wands presenta a nuestro héroe metiéndose en un lío fenomenal del que sólo consigue salir con el auxilio del imperturbable genio, el sirviente Ampratines.
Aquí está Tertius Wands. Que lo disfrutéis.
J
EFF
G
RUBB
Abril de 2003
M
ientras estaba sentado en el balcón de El Nauseabundo Otyngh, en Scornubel, entre la resaca de la víspera y la que estaba por venir, medité sobre la frase «Tendrías que haberte quedado en la cama». Un sabio consejo, acaso postulado por un mago que una mañana había tenido muy escaso éxito a la hora de convocar bolas de fuegos, rayos relampagueantes y demás.
Por supuesto, dicho consejo no me era de mucha ayuda, pues yo estaba en la cama la noche anterior cuando todo estalló. Todo menos yo, claro está.
Me explicaré. Sería poco antes de las tres campanadas cuando Tertius Wands, un servidor, estaba durmiendo a pierna suelta en mis dependencias del Otyugh, una gran estancia en la tercera planta con pestíferas vistas a los establos. El Otyugh es uno de esos nuevos establecimientos que han proliferado tras la aparición de la última Guía de Volo. A medida que Volo insiste en popularizar determinados establecimientos entre los viajeros, los de toda la vida van dejando de ser populares entre los nativos, que pronto se ven necesitados de nuevas tabernas, garitos y locales en los que divertirse. Ampi cierta vez sugirió la conveniencia de seguir el recorrido de Volo y abrir nuevos locales siguiendo su estela, pues aquellos que aparecen mencionados en su guía al punto se ven atestados de guerreros y magos cargados de sus malditos libritos.
Pero me estoy yendo por las ramas: Simplemente estaba explicando la escena, adornando el escenario, poniendo los cimientos de mi relato. Tres campanadas. Dormitorio. Otyugh. Y entonces el techo estalló.
Bien, no es que estallara exactamente, si bien la estrepitosa explosión en el piso superior llevaba a pensar que el techo acababa de hundirse. Me senté de sopetón en el lecho y advertí que mi cama, una maciza estructura de bronce con cuatro postes, se estaba estremeciendo y dando botes como una alimaña nerviosa. Cada objeto que había en el dormitorio, desde el orinal hasta el espejo de acero, estaban vibrando en aquel baile siniestro.
Hice lo que todo hombre racional habría hecho en mi lugar. Me escondí bajo las mantas y prometí a los dioses que pudieran estar escuchándome que nunca más volvería a beber cerveza Aliento de Dragón ni a comer queso de la muerte.
—¡Tertius Wands! —tronó una voz ominosamente familiar desde lo alto.
Asomé un ojo y vi la imponente cabeza de mi tío abuelo Maskar. Me dije que su cabeza sin duda seguía unida a su cuerpo allá, en Aguas Profundas, y que me estaba enviando algún chisme astral o fantasmal para comunicarse conmigo. En aquel momento, estaba demasiado aterrado para averiguarlo.
Haciendo acopio de valor, afronté la mirada del mago más poderoso de Aguas Profundas.
—¡No fue culpa mía! —grité, cubriéndome la cabeza de nuevo con las mantas—. ¡Yo no sabía que ella era una sacerdotisa de Sune! ¡Nadie me dijo nada! ¡Soy inocente!
—¡Eso ahora no importa! —exclamó mí tío abuelo—. ¡La cuestión es que quiero que hagas algo importante para mí!
Volví a asomar la mirada.
—¿Yo? —pregunté con un hilillo de voz.
—Tú —ladró mi tío, con visible desagrado en la expresión—. Me han robado cierto artefacto mágico, un objeto del legendario Netheril.
—¡Yo no he sido! —grité al momento—. ¿Has preguntado al primo Marcus? ¡Marcas siempre está afinando...
—¡Silencio! —tronó la fiera cabeza de dimensiones divinas que flotaba junto a un poste de mi cama—. Sé quién lo robó. Un ladrón conocido como el Cuervo, que se dirige a tu encuentro. Quiero que recuperes ese artefacto. Su aspecto es el de tres esferas de cristal, cada una de las cuales está flotando en el interior de otra. ¡Recupéralo para mí, y podrás volver a la Ciudad del Esplendor!
—La verdad, justo estaba planteándome la posibilidad de llevar una vida errante y... —traté de alegar.
—¡Tienes que recuperar la esfera tripartita de Hangrist! —ordenó mi fantasmal tío abuelo—. ¡Pero ya!
Dicho esto, la cabeza de Maskar estalló en una cascada de fuegos artificiales que dejaron manchas de chamusquina en las paredes e hicieron añicos la jarra de agua que había junto a mi cama. El tío abuelo Maskar nunca fue amigo de las despedidas discretas. De hecho, en todos los años que llevo conociéndolo y eludiéndolo, ni una sola vez lo he visto utilizar una puerta.
Envuelto en mi camisón, me levanté tambaleante y recogí los añicos de cristal. Toda pretensión de que aquella aparición había sido una pesadilla o un delirio producido por el queso acababa de saltar por los aires. El tío abuelo Maskar quería algo, y quería que fuese yo quien lo recobrara.
Uno nunca quiere indisponerse con un tío abuelo, y menos aún cuando dicho tío abuelo tiene el poder de convertirte en sapo.
Con un silbido, convoqué a mi genio, Ampratines. Bien, lo del silbido más bien es una licencia poética. Lo que hice fue frotar mi anillo con el dedo y llamarlo para que apareciese.
Quiero dejar una cosa clara: carezco por entero de poderes mágicos, lo que me convierte en una excepción en el seno de la familia Wands, que es conocida por albergar a un sinnúmero de hechiceros, magos, prestidigitadores y demás adeptos a la magia. Con todo, cuento con un genio ligado a una sortija que encontré años atrás en una cloaca de Aguas Profundas. Pero ésa es otra historia.
Ampratines se materializó como un castillo espectral que de repente apareciese en el desierto. Los djinns son una raza por naturaleza inteligente, y Ampi es el más listo de todos: su cerebro cuenta con mayor número de neuronas por centímetro cúbico que de cualquier otro ser de Faerun.
Ampi estaba vestido con sus ropas normales, unas largas túnicas azules que contrastaban con su piel escarlata. Su negra cola de pelo aparecía aceitada y trabajada a la perfección, surgiendo de su birrete azulado como la cola de un caballo de carreras. Su boca solemne estaba enmarcada por un bigote y una barba asimismo perfectamente recortados.
—¿Qué me dices, Ampi? —apunté—. ¿Has oído algo?
—Los druidas del Bosque Alto sin duda habrán oído algo —respondió Ampi con calma, con una voz tan profunda como las criptas de Bajomontaña y tan persuasiva como la promesa de un halfing—. Está claro que tu tío abuelo te necesita.
—Lo que quiere es que sea yo quien me juegue el cuello —murmuré, mirando a mi alrededor, tratando de dar con mis pantalones. Ampi hizo un gesto con la mano, y los pantalones aparecieron mágicamente entre los dedos bien cuidados de su enorme mano. Los genios son siempre muy habilidosos para estas cosas; todo el mundo debería contar con su propio genio. Por lo demás, después de haberme visto aterrorizado por mi propia carne y sangre, me convenía contar con la ayuda de mi djinn—. ¿Cómo es que Maskar me necesita?
—Puedo tratar de averiguarlo —dijo Ampi sin inmutarse—. Aunque acaso necesitaré un poco de tiempo.
Traté de volver a dormirme, pero cuando una proyección mágica del patriarca familiar te acaba de amenazar en tu propia cama, se hace difícil conciliar el sueño. Inquieto, me levanté, empecé a pasearme por la habitación y me senté en la repisa de la ventana, donde contemplé los caballos de la cuadra y me maravillé de lo sencillas que eran sus vidas.
Cuando llegó la mañana sin que Ampi hubiera regresado, comí un pequeño desayuno de serpientes en salsa (o eso me pareció que era). Luego me dirigí a la terraza de El Nauseabundo Otyugh, no sin antes ordenar a los camareros que me fueran trayendo una nueva Aliento de Dragón cada media hora y que lo siguieran haciendo hasta que fuera capaz de devolverles las jarras vacías. Mi propósito era el de esquivar la inminente resaca producida por los excesos de la víspera mediante la directa inmersión en una nueva borrachera.