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Relatos de Faerûn (43 page)

El sahuagin sibiló amenazador, agarró el remo y lo quebró en dos. El monstruo entonces trató de hacerse con Avadriel, sin que Morgan pudiera hacer otra cosa que mirarlo todo con impotencia. Desesperado, el muchacho finalmente cogió una de las astilladas mitades del remo roto y la clavó en el pecho de aquel ser brutal. La madera astillada atravesó las escamas de la bestia. El sahuagin lanzó un aullido de dolor y descargó un manotazo en la garganta de Morgan. De resultas el bote volcó.

Con la garganta presa de un dolor lacerante, Morgan se las arregló para emerger a la superficie, donde trató de localizar a Avadriel. En la lejanía divisó el extremo reluciente del cayado del mago, oscurecido de repente por la cresta de una negra ola. Sus extremidades se tornaron pesadas, amenazando con llevarlo al fondo, mientras que la cabeza le daba vueltas por la pérdida de sangre. Desorientado y presa del dolor, le llevó un momento comprender que ya no estaba flotando. En silencio, Avadriel había venido por detrás y lo estaba sosteniendo.

Morgan trató de volverse, pero sus extremidades entumecidas no le respondieron. Con delicadeza, Avadriel lo situó boca arriba sobre las olas, teniendo buen cuidado de mantener su cabeza fuera del agua. Morgan la contempló y se maravilló ante el modo en que sus ojos absorbían la luz cristalina de la luna.

—¿El sahuagin...? —acertó a barbotar.

Avadriel se llevó un dedo a los labios.

—Silencio, Morgan. Esos monstruos nunca más volverán a molestarnos. —Tras una pausa, la elfa añadió—: Es la segunda vez que me has salvado la vida.

Morgan trató de protestar y de confesar el amor que le profesaba antes de que la oscuridad terminara de envolverlo para siempre. Un espasmo de dolor estremeció su cuerpo.

La elfa del mar acarició su frente.

—Sé lo que estás intentando decirme, mi amor —musitó Avadriel con dulzura, como si en aquel momento leyera sus pensamientos—. Yo también siento la llamada de mi corazón. —La elfa desvió la vista, sin que a Morgan se le escapara la expresión de dolor y pena que ensombrecía su rostro—. Vamos. El mago ha recobrado el bote. Todo ha terminado.

Morgan fijó sus ojos en ella y asintió, pues había comprendido.

—Que Sashelas de las Profundidades te cuide hasta que volvamos a reunimos —susurró Avadriel antes de llevar sus labios a la boca del muchacho.

Morgan de repente sintió que el dolor se esfumaba, sustituido por una paz infinita. El agua lo envolvió, rodeando su cuerpo como los brazos protectores de una amante. Lo habían conseguido, se dijo mientras su cuerpo empezaba a deslizarse en las profundidades. Los magos habían sabido de la invasión de los sahuagins. Avadriel se había salvado. Con una sonrisa en el rostro, Morgan fue sumergiéndose en las aguas del olvido.

Y más allá.

Un falso placer

R. A. Salvatore

Profesional de la escritura desde hace dieciséis años, R. A. Saltavore ha escrito más de treinta novelas, más de una docena de las cuales han aparecido en las listas de bestsellers del
New York Times
. Sus novelas pertenecientes a la serie Reinos Olvidados han vendido más de ocho millones de ejemplares.

Inédito.

Siempre presto atención a las voces de mis personajes. Cuando mi editor me llama para indicarme que convendría escribir una historia de esta u otra clase, me concentro y trato de escuchar esas voces. En este caso se trata de las voces de Artemis y Jarlaxle. En principio, no me gusta demasiado escribir relatos breves, pero con estos dos personajes, la labor siempre resulta menos ardua. Tras escribir El siervo de la Piedra, me pareció claro que Artemis y Jarlaxle merecían protagonizar su propio libro, sus propios libros acaso. Estos relatos anuales me permiten perfilar mejor a ambos personajes. Siempre me divierto cuando los visito una vez al año; espero que a vosotros os suceda lo mismo.

R. A. S
ALVATORE

Junio de 2003

A
rtemis Entreri contempló las rocas que descendían hacia el distante pueblo situado a la orilla de un lago cuyo nombre no conocía. Las suaves olas batían los cascos de las barcas y mecían los altos mástiles de forma hipnótica.

Por lo general inmune a los arrebatos de introspección, Entreri contempló el lento baile de las barcas durante largo rato, deteniéndose a considerar las inusuales circunstancias y al compañero todavía más inesperado que lo había llevado hasta allí.

Tras haber cumplido cuatro décadas de su vida, tres de las cuales habían transcurrido luchando por sobrevivir a cualquier precio en los bajos fondos de Calimport y otras ciudades, a Entreri le parecía irónico y curioso que, llegado a la mediana edad, ahora se viera guiado por las maquinaciones de otro.

La capacidad persuasiva de Jarlaxle lo había traído a este extraño lugar. ¿O acaso era alguna necesidad interior que nunca se había detenido a considerar?

¿Qué le ofrecía Jarlaxle? ¿Aventuras? Entreri había vivido incontables a lo largo de su vida, y no por propia elección, sino empujado por circunstancias peligrosas y problemáticas.

¿La riqueza? ¿Para qué?

Entreri nunca había ambicionado riquezas materiales, como éstas no fueran las propias de su condición; la daga de empuñadura engastada con gemas que pendía de su cadera derecha o la espada fabulosa,
Garra de Charon
, que pendía de la izquierda.

El asesino advirtió que se acercaba su compañero, el elfo oscuro Jarlaxle, y borró aquellos pensamientos de su mente, lo que le produjo un alivio innegable.

Y es que, en lo más profundo de su ser, Artemis Entreri entendía bien qué le aportaba Jarlaxle, y a pesar de sus objeciones racionales y de su instinto de superviviente solitario, no quería rechazar lo que el elfo le ofrecía: amistad.

Con aire casual, mientras caminaba hacia Entreri, Jarlaxle portaba en la mano su sombrero de alas anchas ornado con plumas llamativas, dejando al descubierto sus regulares facciones de drow y su calva cabeza de hermosa conformación. El elfo llevaba la capa de viaje subida sobre un hombro de forma distinguida, casi aristocrática. Movida por el viento, la capa acentuaba su liviano cuerpo de drow. Tan ágil y delgado era que, aunque no llevara ninguna arma a la vista, exudaba un poder y una seguridad en sí mismo, una presencia física que superaba a la de cualquier hombre que Entreri hubiese conocido.

Entreri advirtió que el drow llevaba algo consigo. Al principio, el asesino pensó que se trataba de un simple bastón de viaje, pero cuando Jarlaxle se acercó, Entreri reparó en la belleza del cayado trabajado con esmero. El cayado era de metal plateado y se curvaba en la parte superior, cuyo tallado representaba la figura de un hurón alerta y presto a entrar en acción. Sus ojos eran dos gemas negras. Dos gemas perfectas, como correspondía a Jarlaxle.

Menuda pareja formaban, se dijo Entreri al pensar en su propio aspecto: sus botas solían estar cubiertas de barro, mientras que su capa estaba ajada por los rigores del tiempo. Con todo, al mirarse las ropas, Entreri se dijo que el elfo estaba empezando a contagiarle algunas cosas.

Su largo pelo negro estaba recogido en una coleta, y había cambiado su astroso jubón de cuero por una camisa de fina tela y buena calidad que llevaba abierta sobre el pecho. Lejos de tratarse de una simple concesión a la moda, la camisa, proporcionada por Jarlaxle, estaba cosida con finos hilos de un metal encantado que protegía contra la hoja de un arma blanca tan bien como el cuero más grueso.

Entreri asimismo estaba más delgado y en forma, más de lo que había estado en diez años. Jarlaxle lo obligaba a moverse incesantemente, a hacer ejercicio y practicar con sus armas.

Había otra cosa que acaso contribuyera también a su buena forma física, pensó Entreri, no sin cierta aprensión. En uno de sus últimos encuentros, Entreri había empleado su vampírica daga en dar muerte a un ser inusual, una sombra, y era posible que la esencia de aquel ser hubiera transmitido parcialmente a la persona del propio Entreri, como lo indicaba la tonalidad levemente grisácea que su piel había adquirido últimamente.

Jarlaxle se había confesado ignorante del origen de aquella circunstancia. Entreri tampoco estaba seguro, así que prefería desentenderse de la cuestión, aunque a veces —como ahora— no podía evitar pensar en ella.

—Están en la cueva —informó Jarlaxle, en referencia a una pequeña partida de bandoleros a los que habían estado siguiendo.

—¿Y a nosotros qué nos importa?

—¿Tengo que explicártelo todo? —respondió el drow, con aquella sonrisa malévola que muchas veces parecía anunciar tormenta.

Liberado de los confines de la Antípoda Oscura tras haber rendido a su banda de elfos oscuros mercenarios a un teniente, Jarlaxle parecía sentir añoranza del peligro.

Entreri no estaba seguro de si aquello era positivo o no.

Era cierto que lo pasaban bien cuando se sentaban a charlar sobre las aventuras pasadas. Viajaban de pueblo en pueblo, sin echar raíces en ninguna parte, empleándose ocasionalmente como guardaespaldas o cazadores de recompensas. De vez en cuando, las circunstancias los obligaban a adoptar una retirada táctica: la gente muchas veces acababa por cansarse de Entreri y Jarlaxle. Con todo, Entreri se decía que, muchas veces, su constante vagar parecía responder a los designios del elfo antes que a la persecución de las autoridades.

—¿De veras te propones unirte a una partida de salteadores? —preguntó con sarcasmo—. ¿Es que quieres ascender en la escala social?

—Vives para el sarcasmo.

—Será que lo he aprendido de ti.

—Menos mal que admites tu inferioridad. No siempre sucede.

Entreri se quedó sin respuesta. El elfo oscuro siempre salía vencedor en aquellos duelos verbales.

—No hace falta que nos quedemos mucho tiempo con ellos —explicó Jarlaxle—. Pero tienen buena pitanza. Eso lo sé, y yo estoy harto de nuestras raciones. Además, acaso este grupo nos lleve a participar en una aventura sin parangón. ¿Quién sabe?

Sin molestarse en discutir, Entreri siguió a Jarlaxle hacia el camino que ambos sabían frecuentado por los bandidos.

Como era de esperar, no habría pasado una hora cuando llegaron a un claro junto al camino y fueron interceptados.

—¡Quietos donde estáis! —gritó una voz desde la copa de un árbol.

—Habéis tardado mucho en descubrirnos —respondió Jarlaxle.

—¡Os estamos apuntando con una docena de ballestas!

—En tal caso, me temo que al menos cuatro de vosotros tienen una ballesta en cada mano, lo que no creo que sea muy efectivo —apuntó el elfo oscuro.

—Eres una mina de información —comentó Entreri.

—Hay que impresionarlos.

—Ya, claro —dijo Entreri—. ¿Qué propones seguir charlando con ellos todo el día? ¿Les vas a contar la historia de nuestras vidas? ¿Qué más tienes pensado, Jarlaxie? ¿Vas a dibujarles un mapa que les conduzca a la casa de tu madre?

Jarlaxie sonrió. Le divertía la idea de enviar a unos habitantes de la superficie a la Casa Baenre de Menzoberranzan.

Entreri miró a su alrededor y advirtió que varios de los salteadores los tenían rodeados. Un par de ellos los estaban apuntando con sus ballestas. El bandolero que se había dirigido a ellos en primer lugar saltó de la copa del árbol y, espada en mano, se dirigió hacia la pareja.

Entreri estudió la manera de moverse de aquel individuo y se dijo que le bastarían tres movimientos para liquidarlo, si es que la cosa se ponía fea.

—Os recomiendo que vayáis soltando vuestras armas, monedas y ropas —exigió el bandido con un acento distinguido que resultaba falso a más no poder, sin duda destinado a impresionar a sus subordinados más bien cortos de luces—. Si hacéis como digo, es posible que mis camaradas y uno os dejemos marchar.

—Y yo —dijo Jarlaxie.

—Sí, a ti también —respondió el salteador.

—No, no, no. Es que has dicho «mis camaradas y uno», pero se dice...

—Déjalo —cortó Entreri.

—¡Basta de darle al pico! —exigió el otro, recurriendo a un vocabulario que parecía estar en mayor consonancia con su verdadera naturaleza— ¡Venga! ¡A soltar el material se ha dicho!

—No tan de prisa, amigo —indicó Jarlaxie—. No venimos como enemigos ni como víctimas. Llevamos observándoos un tiempo, y hemos llegado a la conclusión de que la alianza de nuestras fuerzas podría ser muy indicada.

—¿Eh? —dijo el otro sin comprender.

—¡Qué ideas que tienes! —comentó Entreri.

—Lo que está claro es que todavía no nos han acribillado con sus dardos —susurró el elfo oscuro.

—No hay como la brillante diplomacia de Jarlaxie.

—¡Ya está bien de cháchara! —tronó el bergante—. Por última vez: ¡soltad la guita ahora mismo!

—Lo de «la última vez» lo dirás porque voy a retorcerte el cuello ahora mismo —replicó Entreri.

Jarlaxie entró en acción antes incluso de que terminara de decir estas palabras. Al momento sus movimientos se vieron secundados por el vibrar de las cuerdas de las ballestas. Pero Jarlaxle era mucho más rápido: de su mágico sombrero sacó un disco negro que hizo girar. A continuación lo lanzó a sus pies, creando un agujero extradimensional, un portal a otra dimensión.

Entreri y el drow se arrojaron de bruces al portal cuando ya las saetas se cernían sobre ellos. El humano hizo un ovillo con su cuerpo, mientras que Jarlaxle se valió de la levitación para posarse en el agujero negro con suavidad. Ayudado por Jarlaxle, Entreri entonces salió del negro portal como un rayo y se lanzó contra uno de los atónitos salteadores. Entreri se tiró al suelo, cruzó las piernas a modo de tijera y enganchó al otro por los tobillos, haciéndolo caer. Cuando el bandolero apenas había besado el suelo, Entreri se le echó encima y amenazó su garganta con la daga de empuñadura ornada con diamantes.

—Diles que somos vuestros amigos —ordenó.

Cuando el otro vaciló un segundo, Entreri clavó un poco más la daga en su cuello. Un poco más, pero lo suficiente para activar los poderes vampíricos de aquel filo encantado. El frustrado salteador contempló con los ojos preñados de horror cómo su propia sustancia vital estaba siendo aspirada por la daga.

—Díselo —repitió Entreri.

El bandido gritó a sus compañeros que se detuvieran.

Entreri levantó a su presa con brusquedad y se situó tras él, utilizándolo como escudo viviente. Jarlaxle en ese momento surgió levitando del agujero negro, tan inmóvil como imperturbable.

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