Authors: Varios autores
—Quienes dan caza a los nosferatus suelen ser de naturaleza divina —respondió el vampiro por fin—. Pero tú, Shakira Khazaar, no lo eres. Si lo fueras, me alegraría de que hubieras dado conmigo y entendería que me hubieras estado dando caza. Me has estado haciendo preguntas, pero ahora soy yo quien quiero saber por qué utilizas así a una inocente como Maia. ¿Por qué quieres matarme cuando yo no he hecho mal a nadie en esta ciudad?
Shark se quedó atónita ante aquella pregunta impensada. Nadie le había hecho una pregunta así en la vida. Ella mataba porque tal era su labor, y punto. Era cuanto llevaba haciendo toda la vida, en legítima defensa primero, más tarde por unas monedas, como asesina a sueldo. Cuando el placer de acabar con una vida humana empezó a desvaírse, se aficionó a dar caza a los seres espectrales. Los chupasangres constituían un desafío, y todo el mundo deseaba su eliminación. Ella ya no era la mísera ladrona Shakira, sola y cargada de temores. Tampoco era una asesina anónima que tenía que esconderse en las sombras tras acabar con su presa. Se había transformado en Shark, quien siempre daba con el objeto de su cacería, cuya destreza en el noble arte de matar era bien conocida y apreciada. Sin embargo, todas esas razones no acudieron a sus labios en aquel momento.
—¿Por qué? ¡Porque el capitán Rhynn Oriandis quiere tu destrucción, maldito chupasangres putrefacto! —le espetó con rabia.
Cuando Jander dio un respingo de sorpresa, Shark sintió que su negro corazón se impregnaba de placer.
¡El muy necio se lo había creído!
Su rostro esbozó una mueca, lo que ella tomaba por una sonrisa, al darse media vuelta y dejar al vampiro a solas con su miedo hasta el anochecer.
Para ser un lugar vinculado a la muerte, la Ciudad de los Muertos gozaba de gran popularidad entre los vivos. Los habitantes de Aguas Profundas de todas las edades y clases sociales siempre acababan yendo a parar a sus colosales mausoleos y sus sencillas tumbas para los desfavorecidos: guerreros, capitanes de mar, plebeyos... Las diferencias que pudieran haber tenido en vida dejaban de tener sentido a medida que su mortalidad los unía en el sueño común. La hierba mecida por el viento, los árboles de sombra generosa y las hermosas estatuas aportaban un aura de placidez al lugar. Durante el día, la pequeña «ciudad» era un remanso de paz para los visitantes. Por la noche, sin embargo, eran otros los que acudían al cementerio: quienes preferían hacer sus transacciones bajo la desvaída luz de la luna y las estrellas, quienes no querían testigos de sus tratos y mercadeos.
En el centro de la necrópolis se alzaba un monumento erigido apenas unos años atrás. Construido con intención de rendir homenaje a los habitantes primigenios de Aguas Profundas, aquella estatua enorme era una maravillosa obra de arte. Labrados a tamaño natural sobre aquella piedra de casi veinte metros de altura, decenas de guerreros aparecían enzarzados en combate con toda suerte de adversarios no humanos. Muy ancho en su base, el monumento se iba estrechando a cada nivel hasta verse coronado en el pináculo de aquella lucha interminable por un héroe solitario. Congelados para siempre en el momento culminante de la acción, los orcos atravesaban a sus oponentes con azagayas y los aguerridos espadachines arremetían a estocadas contra los seres del averno. Heroicas o monstruosas, todas las figuras representadas fenecían con similar despliegue de dramatismo.
Allí había encontrado el vampiro a Maia por vez primera, muchos meses atrás, cuando la muchacha todavía se dedicaba al vil comercio carnal. Jander esperaba volver a verla allí aquella noche.
Jander se presentó como un elfo, caminando pero sin dejar huellas en la nieve. Un poco antes de llegar al monumento, se detuvo. Un círculo blanquecino rodeaba la escultura colosal, y el característico intenso olor del ajo impregnaba el frío aire de la noche. Al oír un gemido apagado, Jander levantó la mirada. Con ironía deliberada, Shark había amarrado a la camarera al primigenio héroe de piedra que coronaba la rocosa aglomeración de combatientes. Atada de pies y manos con cuerdas, la muchacha tenía una mordaza de tela que no terminaba de acallar sus sollozos de temor.
Sin apresurarse, Jander rodeó el círculo de ajos hasta que descubrió una pequeña brecha de medio metro en la barrera aparentemente infranqueable. Tras un segundo de vacilación, dio un paso al frente y entró en el círculo. Se veía que era una trampa, pero ¿qué otra alternativa tenía?
Junto a la base del monumento, de pronto soltó un grito y cayó al suelo. Su pie se había visto atrapado en un cepo para animales de aguzados dientes de madera y oculto con astucia. Al caer al suelo, un segundo cepo aprisionó una de sus manos. Los dientes de la trampa estaban empapados en agua sagrada. De las heridas del vampiro empezó a brotar vapor y sangre reluciente a la luz de la luna.
Con su mano buena, Jander consiguió astillar la madera que mordía su tobillo y su muñeca. Se puso en pie de un salto, a la espera de un segundo ataque. Pero éste no se produjo.
Jander se acercó a la escultura extremando la precaución, con los ojos atentos a la nieve que se extendía ante sus pies. Escondidas con habilidad, había varias trampas más destinadas a él. Caminando con cuidado, evitó un cepo tras otro.
—Estoy aquí, Maia —avisó el vampiro, sin levantar demasiado la voz—. Ya estás a salvo.
La figura de piedra que había delante de él representaba a una guerrera con una larga trenza de pelo a la espalda. Jander llevó la mano hacia ella, preparándose para trepar hasta donde Maia se encontraba, pero la estatua de repente sonrió y volvió a la vida. Sin perder un segundo, Shark empuñó una pequeña ballesta y disparó una saeta de madera al pecho de Jander, quien se encontraba apenas a un par de metros de distancia.
Jander soltó un gruñido por efecto del impacto, si bien el dardo rebotó en su cuerpo y cayó al suelo.
Shark se quedó boquiabierta. Con una sonrisa malévola, el vampiro se tocó el pecho con su dorado dedo índice. Demasiado tarde, Shark se acordó de la cota de malla que había visto en la casa de Jander. Shark se cubrió con la capucha, tornándose invisible, y saltó a un lado. La mano del vampiro se cerró sobre su capa, pero Shark al momento se soltó y salió corriendo.
Jander asimismo echó a correr en su persecución.
Al cabo de un momento, Shark comprendió que el chupasangres no necesitaba verla para seguir sus pisadas en la nieve. Sin pensárselo dos veces, dio un salto enorme, se agarró al poderoso brazo de un orco de piedra y se izó a pulso. No sin dificultad, finalmente consiguió encontrar acomodo encima de una enorme cabeza con yelmo de combate, sobre la que aguardó inmóvil, conteniendo el aliento.
Durante un segundo, el vampiro de piel bruñida se quedó tan inmóvil como la misma estatua, mirando a su alrededor con obcecación, como si su fuerza de voluntad bastase para quebrar los mágicos poderes de Shark. Su mirada pasó por ella sin verla. Por fin, Jander se dio media vuelta y empezó a trepar.
Cuando el vampiro se encontraba ya a la mitad de su ascensión por el monumento, Shark bajó al suelo en silencio y se ajustó bien la capucha, para que no le cayera en el momento más inoportuno. Tenía que obrar con rapidez, antes de que el vampiro se fijase en sus reveladoras pisadas impresas en la nieve.
Tras acercarse al círculo de ajos, cerró la brecha con las cabezas que llevaba consigo. El vampiro estaba atrapado: ni siquiera podría atravesar el círculo volando. Shark volvió a la base de la escultura y empezó a trepar en persecución de su presa.
Por su parte, Jander seguía ascendiendo con movimientos rápidos y seguros pero no precipitados o antinaturales. No quería que Maia reconociera su verdadera naturaleza. Su prudencia obraba en beneficio de Maia, que lo estaba siguiendo a un ritmo vertiginoso, trepando sobre los guerreros enzarzados en batalla con tanta presteza como si lo hiciera por un árbol de ramas retorcidas.
Jander llegó a lo alto. Se produjo un silencio, y Shark supo que el chupasangres estaba con la vista fija en el símbolo sagrado que ella había dispuesto sobre el cuerpo de Maia. Con cuidado, en silencio, Shark continuó subiendo, atento a los sonidos que llegaban desde arriba.
—¡Protégeme, Lathander! —gritó Maia, con el miedo pintado en la voz, cuando Jander finalmente le quitó la mordaza de la boca—. ¡Por favor, no me mates! ¡Ella... Ella me ha dicho lo que eres! ¡Haré lo que quieras, pero por favor no me mates!
Un silencio preñado de asombro. Tras subir a lo alto de un arquero moribundo, Shark pudo disfrutar de la respuesta del chupasangres.
—No, Maia —repuso la voz de Jander, súbitamente fatigada—. No voy a matarte. Yo... Deja que termine de soltarte.
Shark en aquel momento lo vio. Invisible pero tensa, vio cómo Jander se acercaba para desatarle las manos a la muchacha todavía presa del histerismo. Tras desatarle las manos, el vampiro se arrodilló para soltar las cuerdas que amarraban sus tobillos. Un estallido de luz brotó del pequeño medallón rosado escondido entre los pliegues de la falda de Maia. El conjuro de Shark había funcionado a la perfección.
El chupasangres trató de protegerse los ojos con los brazos, tropezó y se despeñó del monumento. Shark se agarró con una mano a un troll agonizante y contempló la caída de Jander. Su cuerpo de repente se estremeció en el aire y se convirtió en el de un pequeño murciélago de color pardo. El murciélago aleteó un instante y remontó el vuelo hacia lo alto. Shark oyó que Maia estaba sollozando mientras terminaba de liberarse de sus ataduras. Sin dejar de sollozar, la camarera finalmente emprendió el descenso del monumento. Shark hizo caso omiso. Maia ya no le servía para nada.
Su atención seguía concentrada en el vampiro. Asomándose peligrosamente de las espadas y jabalinas labradas en la piedra, Shark recurrió a un pequeño saquito de cuero que llevaba amarrado al cinto. Un instante después, una lluvia de granos de trigo cayó sobre el vampiro. Era éste el recurso preferido por Shark para enfrentarse a un chupasangres convertido en murciélago. Los granos de trigo servían para confundir los sentidos del murciélago, que al momento empezaba a volar de forma errática.
Sin embargo, Jander no se dejó desorientar. El minúsculo murciélago sólo perdió el rumbo un segundo, antes de seguir dirigiéndose directamente al rostro de Shark. El manto de invisibilidad de ésta de nada servía contra los sentidos aguzadísimos de que el vampiro disfrutaba en su forma de murciélago. A medio metro escaso de sus ojos, el pequeño animal abrió sus fauces plagadas de colmillos afilados.
Presa del pánico, Shark agachó la cabeza y resbaló en el saliente rocoso cubierto de nieve. Cayó hacia las jabalinas de piedra que apuntaban hacía lo alto. Shark no gritó, contentándose con soltar un gruñido cuando el descenso mortal se vio frenado en seco: su capa se había enganchado en la azagaya de un monstruo. Aunque el repentino estirón le produjo un intenso dolor en la garganta, seguía viva y coleando.
Suspendida en el aire, meciéndose ligeramente, Shark se maldijo en silencio mientras mentalmente se afanaba en dar con una salida a aquel atolladero. No disponía de encantamientos que le pudieran ayudar en aquella situación, de conjuros capaces de transformar su envoltura o hacerla volar o flotar en el aire. Gruñendo por el esfuerzo, estiró el brazo al máximo y trató de asir la lanza de piedra que la mantenía en suspenso. No logró alcanzarla. Tendió el brazo hacia su derecha con intención de agarrarse al rostro repugnante y porcino de un orco de piedra empeñado en rematar a un oponente. Sus dedos sólo consiguieron aferrarse al aire.
Más asustada de lo que había estado en décadas, Shark alzó la mirada al cielo de la noche.
La silueta del chupasangres se recortó en el cielo estrellado mirándola directamente desde arriba. Y entonces, lentamente, se movió. Uno de sus brazos trató de alcanzarla.
Soltando un chillido incoherente, Shark se apartó de su mano. La tela de su capa se rasgó en aquel momento, con el resultado de que su cuerpo de repente se encontró unos centímetros por debajo de su situación anterior. Por lo menos, el vampiro ahora ya no podía alcanzarla con la mano. Aunque, eso sí, el chupasangres siempre podía reptar por la piedra y...
—Dame la mano.
Shark tardó unos instantes en comprender lo que le decía el vampiro, tan sorprendentes resultaban aquellas palabras. Jander insistía en tenderle la mano desde la pared rocosa.
—¡Dame tu mano! Así no puedo alcanzarte...
La tela de la capa se rasgó unos centímetros más todavía. Shark miró hacía abajo. Media docena de metros por debajo le esperaban las afiladas puntas de las jabalinas de piedra de los guerreros enzarzados en combate.
—Resiste, Shakira. Voy a salvarte.
El vampiro dorado empezó a reptar pared abajo en su dirección.
Shark, de repente, comprendió con certeza que Jander Sunstar no se proponía acabar con ella. Lo que quería era salvarla, sacarla de aquel aprieto mortal. Ella, Shark, quien había dedicado su vida entera al noble arte de la muerte, por una vez había fracasado a la hora de eliminar a una presa. Con el agravante de que ahora le iba a deber la vida al ser que se había propuesto destruir. Si la mano cálida de ésta se cerraba sobre la suya, nunca más estaría en condiciones de empuñar un arma. Nunca más sería la verdadera Shark.
Ni siquiera tuvo que pensarlo. Irguiéndose en el aire, levantó ambas manos y se aferró a la tela de su capa.
—Es Shark quien te envía a los Nueve Infiernos —dijo en voz alta.
Por una vez, ella misma era la destinataria de aquellas palabras.
Cuando ya los dedos del vampiro estaban a punto de alcanzarla, Shark sonrió como la depredadora que era, escupió al rostro noble y hermoso del otro y rasgó por completo la tela de su capa.
William W. Connors
William W. Connors es conocido sobre todo por su trabajo en la línea de juegos Ravenloft. Connors diseñó el sistema de juegos Saga, lo que le valió algunos premios, y creó el ordenamiento de campaña de Dragonlance: La Quinta Era. Hoy colabora como artista y escritor independiente con el Moonlight Studio y trabaja como director artístico y gráfico para la empresa Fast Forward Entertainment.
Publicado por primera vez en
Realms of Magic.
Edición de Brian M. Thomsen y J. Robert King, diciembre de 1995.
Muchas veces me he preguntado qué sucede con los personajes de un juego de Dungeons & Dragons una vez que se ha terminado la partida. Está claro que los personajes no están muertos, pero tampoco se encuentran embarcados en una de sus aventuras. Lo que no me parece muy justo. A mi entender, lo más probable es que hayan pasado a una especie de jubilación, que añoren las emociones vividas en sus antiguas existencias y pasen un montón de tiempo contándose batallitas. Este relato está basado en dicha premisa. Para quienes estén interesados en los detalles curiosos, añadiré que cada uno de los Seis de Espadas fue bautizado en honor de alguno de mis jugadores de béisbol preferidos en el momento de escribir la historia. Suelo hacer este tipo de cosas.