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Relatos de Faerûn (22 page)

Con todo, Jolind no restauró el torreón. O, mejor dicho, no lo hizo del modo que Orlando hubiera hecho. Las paredes y los suelos del interior fueron demolidos y la estructura fue cubierta con una gran cúpula de cristal, bajo la cual Jolind situó una fuente de agua espumeante. La combinación de aquella cúpula similar a un gran ojo de pez y el agua espumeante de la fuente hacía que la atmósfera en el interior fuera cálida y húmeda.

En circunstancias normales, una atmósfera así hubiera resultado insoportable. Sin embargo, los cuidados de Jolind habían conseguido transformar el interior en un paraíso tropical. Grandes ramas de hiedra ascendían graciosamente por las paredes puntuadas con flores de brillantes colores. Los rayos de la luz matinal, proyectados a través de las facetas de la cúpula de cristal, iluminaban una docena de árboles y las coloristas mariposas que volaban entre éstos.

Los horrores del pasado habían sido borrados por la mano cuidadosa de la druida. Por desgracia, ahora se habían visto reemplazados por los horrores del presente. En el corazón de todo ese esplendor se extendía un charco rojizo que olía a cobre. Y en el centro de la gran mancha carmesí yacía el muerto cuerpo de la druida Jolind, cuya cabeza había sido limpiamente cercenada del cuello.

Orlando tuvo que hacer acopio de todo su valor para acercarse al cadáver. Jolind había sido una amiga, una compañera... y más. Durante un tiempo, el guerrero y la druida fueron amantes que buscaban calidez el uno en los brazos del otro. La relación duró menos de un año, pero durante ese período ambos aprendieron mucho sobre la filosofía y la profesión del otro. Orlando aprendió a apreciar con sinceridad los secretos de la naturaleza, el delicado equilibrio del entorno, el lugar que él mismo ocupaba en el orden natural. Jolind nunca le había tenido miedo a la muerte. Tal como ella lo veía, la muerte no era sino el final de la vida. Para Orlando, la muerte siempre había sido un enemigo al que convenía mantener a distancia. Al final —lo sabía— la muerte acabaría por imponerse. Hoy, sin embargo, prefería mantenerse lo más alejado posible de aquel enemigo inmisericorde.

—Una forma horrible de morir —murmuró.

Jaybel y Gwynn fueron muertos de la misma manera
—apuntó una voz surgida de la nada.

Aunque aquella voz seguía irritándolo. Orlando había empezado a acostumbrarse a las macabras cadencias que resonaban en el vacío. A Orlando le dejaba atónito lo fácil que le resultaba acostumbrarse otra vez a las viejas formas de pensar. A todo esto, en aquel momento se dio cuenta de que había desenvainado
Talon
sin pensarlo. Por puro instinto, el viejo guerrero ya se aprestaba a defenderse del asesino de Jolind.

—La lucha fue enconada —repuso Orlando, fijando la mirada en la tierra removida que había en torno al charco de sangre y el cuerpo decapitado—. Pero hay algo que no entiendo. Todas estas pisadas pertenecen a las sandalias de Jolind. El asesino no parece haber dejado la menor huella de su paso.

Es posible que se trate de un doppelganger u otro ser capaz de transformar su envoltura corporal. Si el asesino asumió la forma de Jolind, ello explicaría que sea imposible distinguir unas huellas de otras.

—Lo dudo —contestó el guerrero. Orlando ladeó la cabeza y dijo—: La posición de las huellas indica que son producto de una sola persona. ¿Y si se tratara de un ser espectral? ¿Te acuerdas del vampiro al que dimos caza no lejos de Lanza de Dragón? Aquel chupasangres no dejaba rastro de su paso, no proyectaba sombra ni hacía el menor sonido al moverse.

Al momento deseó no haber mencionado aquel episodio. Fue en la vieja cripta donde se ocultaba el féretro del vampiro donde Lelanda dio con aquel misterioso velo de sombras.

Es posible
—respondieron las enigmáticas sombras del jardín—
, aunque me parece poco probable. Este lugar está protegido contra la intrusión de vampiros y otros seres espectrales. Si el asesino fuera un ser de esa clase, sólo pudo entrar en el torreón merced a unos poderes verdaderamente extraordinarios. Por la cuenta que nos trae, espero que no sea ése el caso.

Orlando guardó silencio unos minutos. Esforzándose en rechazar los pensamientos sombríos que atenazaban su mente, trató de concentrarse en lo que estaba a la vista. Con pasos medidos, recorrió una y otra vez la estancia, recurriendo a su experiencia en combate para tratar de solventar aquel rompecabezas cuyas piezas habían sido desperdigadas en la oscuridad de la víspera.

Al poco, algo le llamó la atención. Orlando metió la mano en un arbusto tan hermoso como erizado de dolorosos pinchos y, quejándose y jurando, sacó un palo de madera de casi un metro de largo. Pintado con una especie de esmalte blanco reluciente, el bastón resultaba desagradablemente frío al tacto. Y sin embargo, por pasadas experiencias, Orlando entendía que estaba más caliente de lo predecible.

¿Qué has encontrado?
—preguntó el jardín vacío.

Orlando de repente comprendió que lo que en realidad le incomodaba no era tanto el hecho de que no pudiera ver a Lelanda, sino la naturaleza espectral de la voz que llegaba a través del velo. La muerte y la oscuridad ya resultaban excesivas de por sí en el lugar donde se encontraban. Orlando ya no aguantaba más aquella conversación unidireccional.

—¡Quítate ese maldito velo y te lo enseñaré! —espetó.

Casi al momento, la sombra de un peral se iluminó y la elegante hechicera apareció ante sus ojos. Lelanda se había prestado a su requerimiento de forma instantánea, de forma que el acento hostil de su voz ahora parecía innecesario.

—Lo siento —musitó Orlando—. Pero no sabes lo nervioso que me pone todo eso.

Orlando esperaba que la otra se mostrase tan beligerante como en el pasado. Para su sorpresa, la respuesta de Lelanda fue perfectamente razonable.

—No —contestó ella—. Supongo que no lo sé. Hace mucho tiempo que no he tenido un compañero de viaje. Así que me he acostumbrado a ir con el velo por todas partes. Trataré de no volver a usarlo más que en caso de emergencia.

Se produjo una breve pausa, un momento de abierto contraste con la violencia que se había desatado en el lugar. Orlando se quedó sin saber qué decir.

Lelanda tampoco parecía mostrarse muy cómoda. Finalmente retomó la conversación allí donde la habían dejado.

—Te preguntaba qué habías encontrado... —recordó.

—Creo que se trata de un trozo del cayado que Jolind siempre llevaba consigo a todas partes. Está tan frío como las ventiscas de nieve que conjuraba.

Lelanda ladeó la cabeza y miró el bastón roto. Sus labios se fruncieron al fijarse en su extremo quebrado y en los diversos puntos en los que la madera aparecía maltrecha en extremo.

—Alguien aplicó una magia muy poderosa a este cayado —explicó—. No era fácil romper un bastón así. El arma que hizo esas muescas en la madera y terminó por quebrarla tuvo que ser igual de potente, por lo menos. Tendremos que andarnos con precaución.

El silencio volvió a hacerse en el jardín. Orlando de nuevo revolvió entre los matorrales y finalmente sacó el otro extremo del bastón de Jolind.

Lelanda contempló la seccionada cabeza de Jolind, fijando la mirada en los ojos muertos como si quisiera adivinar los últimos pensamientos de la druida. Lelanda entonces dio unos pasos hacia Orlando, a quien indicó que se acercara. Éste así lo hizo, reuniéndose con ella a mitad de camino entre los arbustos y el cadáver.

—El examen del cuerpo y el lugar nos ha aportado alguna información, pero Jolind puede proporcionarnos nuevos datos.

—¿Nigromancia? —apuntó Orlando. La palabra resonó tan amarga como el sabor en su propia boca reseca. Lelanda asintió. Orlando soltó un gruñido.

—Imagino que no hay otro remedio. Lo mejor es hacerlo cuanto antes.

—Tendré que...

—Lo sé —cortó él.

La bruja se acercó al charco de sangre y la cabeza cercenada de Jolind. Tras dirigir una mirada nerviosa a Orlando, volvió a cubrirse con la capucha. Orlando al momento tuvo dificultad para verla con claridad. Por mucho que supiera en qué lugar exacto se encontraba, sus ojos sólo conseguían entrever una silueta encapuchada y borrosa a más no poder.

Las mágicas energías de la muerte y la oscuridad respondieron a las súplicas de Lelanda. La hechicera musitó unos conjuros poderosos cuyos sonidos Orlando no alcanzaba a comprender. De repente éste intuyó que la muerte estaba tironeando de su espíritu y sintió el hálito de una presencia extraña y cercana que ansiaba devorar su alma y apenas se veía contenida por el poder de la voluntad de Lelanda. Si ésta dejaba de concentrarse un segundo, las consecuencias podrían ser desastrosas. Por fin, el grito agónico de la hechicera invisible señaló que el encantamiento había llegado a su fin.

Orlando apretó los dientes cuando los ojos de la cabeza cercenada de Jolind se abrieron de improviso. Los delgados labios de la boca hicieron otro tanto, y un grito ahogado y sibilante resonó en el jardín. Incapaz de soportar aquella visión, Orlando volvió el rostro. Aunque sentía el impulso de vomitar, hizo lo que pudo por imponerse a su organismo traumatizado, sabedor de que un enemigo muy peligroso acaso estaba rondando muy cerca.

Jolind...
—repuso la espectral nigromante—.
¿Puedes oírme?

—Sssí —respondió una voz vacía y sin vida—. ¿Quién eres? Tu voz me resulta familiar... y distante a la vez.

Soy Lelanda, Jolind. Estoy con Orlando. Hemos venido a ayudarte.

La cabeza cortada respondió con una risa áspera y carente de alegría.

—Me temo que habéis llegado un poco tarde, amiga mía —indicó.

Orlando de nuevo tuvo que esforzarse en no vomitar.

Lo sé. Y sentimos mucho lo sucedido. Pero queremos encontrar a la persona que te ha hecho esto. También ha matado a Jaybel y Gwynn. ¿Puedes ayudarnos? ¿Reconociste a tu asesino?

—Sí. Sé quién fue —murmuró Jolind.

En ese caso, dímelo, Jolind. Rápido... El conjuro empieza a desvanecerse.

Orlando no sabía qué era más macabro, si el espíritu viviente pero invisible de la hechicera o la cabeza, muerta pero perfectamente visible, de la druida.

—Kesmarex —susurró la cabeza.

Dicho esto, sus ojos volvieron a cerrarse y su mandíbula se inmovilizó.

El hechizo se había esfumado y, con él, el espíritu de la druida había desaparecido para descansar en compañía de los de sus ancestros.

Orlando esperaba que allí finalmente encontrara la paz. Su corazón dijo un último adiós a la mujer que tanto había significado para él mucho tiempo atrás. En aquel momento sentía unos enormes remordimientos por haberse alejado de su lado. Se preguntó qué misterios ignotos habrían muerto con ella. Una lágrima solitaria recorrió su mejilla bruñida.

—¿Kesmarex? —apuntó la bruja, quitándose la capucha de la cabeza y apareciendo de súbito junto a la druida muerta—. ¿Quién es ese Kesmarex?

—Más que quién, se trata de qué —respondió Orlando—. Es el nombre que los enanos que lo forjaron dieron al hacha de combate de Shandt. La palabra significa algo así como «la venganza del rey», si bien la expresión no puede traducirse bien a nuestro idioma.

—Pero Shandt murió... —repuso la bruja, sin terminar la frase.

Un silencio de aprensión se hizo entre los dos.

—Lo sé —dijo Orlando—. Es imposible que sobreviviera. —Tras pensarlo un momento, añadió—: Háblame más de la protección que rodea este lugar. ¿Estás completamente segura de que ningún ser espectral pudo haber entrado aquí?

Una hora más tarde, Orlando seguía sin comprender el sentido de las palabras de Jolind.

—Si fue Shandt, está claro que vendrá a por nosotros —observó—. Shandt no era de esos que dejan una labor a medias.

Sin responder, Lelanda siguió avivando la fogata que habían encendido en el centro del torreón de Jolind.

A lo largo de las últimas horas, sus hermosas facciones habían empezado a mostrarse ajadas y fatigadas. Orlando estudió su rostro, que seguía pareciendo gentil y delicado, con una inocencia en la expresión que casaba mal con el ánimo de víbora que había en el interior. Con todo, tras la fachada de su rostro se seguía adivinando la presencia de un componente humano.

—¿Qué te llevó a elegir una vida de aventuras? —se interesó Orlando.

—No sabría decirte —respondió la bruja—. Supongo que son cosas que pasan. Yo estudié en Aguas Profundas, donde recibí la educación privilegiada reservada a la hija de un príncipe mercader. Sin embargo, mis estudios nunca terminaron de interesarme. Uno de los alumnos me contó que estaba siendo iniciado en la magia por una anciana que vivía en las afueras de la ciudad. Un día lo seguí sin que él se diera cuenta y descubrí dónde vivía la vieja. Una vez que el otro se hubo marchado, entré en la casa y pedí a la anciana que me educara en la magia. Ella me miró fijamente y se negó.

—Me enfurecí. Me temo que por entonces era una niña mimada y caprichosa. Cuando le ofrecí pagar por sus enseñanzas, se negó a aceptar mi oro. Yo hasta entonces nunca me había encontrado con una persona como ella, con una persona que no se dejara comprar. Tuve que insistir semanas enteras, pero al final accedió. Supongo que quería asegurarse de que mi interés era auténtico.

»Cosa de un año más tarde, un día fui a su hogar y la encontré muerta. La habían matado unos maleantes, unos asesinos al servicio de cierto oscuro sacerdote. Juré vengar su muerte. Hacerlo me llevó otro año. A aquellas alturas me había acostumbrado a la vida errante, de forma que no me apetecía demasiado regresar a Aguas Profundas. Nunca volví a la escuela o para ver a mi familia. Supongo que acabaron por pensar que el intento de vengar a mi mentora me había costado la propia vida. En codo caso, lo que ellos pudieran pensar por entonces ya no me preocupaba mucho.

Una bocanada de viento envolvió el torreón, retorciendo las llamas en el hogar y levantando una nube de ascuas al rojo. Lelanda las contempló en silencio, como si en ellas se escondiera algún significado oculto.

—¿Y tú? ¿Cómo escogiste una vida así? —preguntó.

—¿Alguna vez has tenido que trabajar el campo? —inquirió él a su vez.

—No.

—Si hubieras tenido que hacerlo, lo entenderías perfectamente.

Lelanda se echó a reír. Su risa resonó limpia y dulce, de un modo que Orlando nunca hubiera imaginado. En aquel jardín en el que antaño dieran muerte a un negro dragón y justo acababan de enterrar a una vieja amiga, Orlando empezaba a descubrir una faceta de Lelanda que hasta la fecha nunca le había supuesto. Como dotada de vida propia, su mano de pronto se posó sobre la de ella. Lelanda cesó de reír y posó su mirada en los ojos de Orlando.

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