Authors: Varios autores
W
ILLIAM
W. C
ONNORS
Marzo de 2003
L
o último que Jaybel vio fue el reflejo de la luz de la luna en la plateada hoja de la espada. Quince años atrás, cuando él y sus amigos más queridos corrieron tantas aventuras en las Tierras Centrales Occidentales, un final así habría resultado casi predecible. En aquellos tiempos, Jaybel era conocido sobre todo por su habilidad para abrir cerraduras con ganzúa, desmantelar las trampas del enemigo o deshacerse con discreción de un oponente. Era sabido que los adeptos a estas labores no solían mantenerse mucho tiempo con vida. De hecho, en más de una ocasión, Jaybel sólo se había salvado del negro abismo de la muerte merced a los poderes sanadores de la compañera Gwynn.
En todo caso, en los años posteriores, Jaybel había abandonado aquella vida de aventuras. Después de los trágicos sucesos acaecidos durante las últimas andanzas de su banda, cuando se vieron obligados a dejar al enano Shandt a merced de la dudosa piedad de una tribu hobgoblin, aquella clase de vida perdió buena parte de su encanto. Lo que era más, después de tan terrible muerte, cada uno de los miembros del Seis de Espadas pasó a ver las cosas de modo muy diferente.
—Yo ya he hecho mi fortuna —anunció Jaybel a sus camaradas—.Y ahora lo que quiero es descansar y disfrutar un poco de ella.
Lo siguiente que hizo fue pedirle a Gwynn que se casara con él, y a ésta le faltó tiempo para darle el sí. Tras separarse de sus compañeros, Gwynn y él se fueron a vivir a la gran ciudad de Aguas Profundas.
Con los tesoros obtenidos en lóbregos túneles olvidados y en un sinfín de aventuras, Jaybel y Gwynn hicieron construir un hogar elegante pero modesto. La vivienda contaba con una capilla, en la que ella podría enseñar su fe, y un taller de herrería, para que él siguiera manteniendo los dedos y los ojos aguzados.
Gwynn y él fueron felices durante cerca de década y media. La tragedia había quedado atrás, y ahora podían disfrutar de una nueva vida. Cuando Jaybel reflexionaba sobre aquellos lejanos días, siempre decía lo mismo:
—Lo raro es que no esté muerto.
Pero ahora sí que lo estaba.
El metálico chocar del acero contra el acero resonaba en unos oídos tan acostumbrados a él que muy bien podrían haber pertenecido a un sordo. A cada nuevo impacto, las chispas relucían en el aire de la noche, alzándose cual luciérnagas inquietas, cual rojizas estrellas fugaces, cual efímeros meteoritos que fueran a estrellarse en el suelo de piedra. El sol se estaba poniendo y la noche empezaba a cerrarse sobre la ciudad de Raven's Bluff. Una y otra vez, Orlando repetía el ritual característico de su profesión. El martillo caía, las chispas saltaban y la hoja de un arado empezaba a cobrar forma.
Cuando el utensilio de labranza quedó terminado, el ruido cesó y el carbón en ascuas de la fragua se puso a enfriar. De piel morena y bruñida, Orlando empezó a dejar las herramientas en su sitio, sin advertir que una forma de ébano había aparecido en la abierta puerta de la herrería.
Durante una fracción de segundo, la sombra cubrió el umbral, taponando las estrellas y la luna en cuarto creciente. A continuación, con la gracia de un felino depredador, cruzó el portal sigilosamente y entró en la sofocante atmósfera del taller del herrero. En ausencia de los estrepitosos martilleos, la sombra avanzaba en un silencio que se diría sobrenatural.
Sin más preámbulos, una voz sepulcral resonó en la penumbra. A pesar de ser pronunciadas en poco más que un murmullo, la entonación y claridad de las palabras consiguió que éstas fueran tan audibles como un grito.
Jaybel y Gwynn han muerto.
Orlando se detuvo en seco, con su mano todavía cerrada sobre el mango del gran martillo medio suspendido de un gancho de hierro en la pared. La voz hizo que un estremecimiento le recorriera la espalda y la piel se le pusiera de gallina, igual que había sucedido la última vez que la oyó, muchos años atrás. Orlando se volvió lentamente, con el martillo en la mano y tratando de descubrir con la mirada el punto de origen de la voz. Como siempre sucedía cuando ella lo deseaba, Lelanda y la oscuridad eran una.
Cálmate, Orlando
—dijo la noche—.
No soy yo quien los ha matado
.
—En ese caso, déjate ver —respondió el herrero.
Como no fuera una jarra de cerveza en alguna pelea de taberna. Orlando llevaba años sin empuñar arma alguna. Con todo, el paso de los años no habían terminado de enmohecerle los reflejos aguzados por los años de aventuras. Sí la hechicera intentaba alguna cosa, vendería muy caro el pellejo. A la vez, Orlando no ignoraba que el desenlace de la eventual lucha sólo podía ser uno. Era dudoso que Lelanda hubiese dejado de practicar la magia. Probablemente era aún más diestra en ella que antes. Los embotados reflejos de Orlando tan sólo servirían para procurarle un breve entretenimiento.
Para sorpresa de Orlando, la oscuridad de repente se abrió ante sus ojos. El rostro de Lelanda, coronado por unos cabellos del color del carbón en ascuas y ornado con unos ojos esmeralda similares a los de un gato, apareció a menos de un metro de distancia de donde se encontraba. Como siempre, Orlando se quedó anonadado ante el contraste entre su belleza externa y el alma malévola que anidaba en el interior.
Si atacaba en aquel momento, la hechicera no tendría opción de salvarse. Los músculos de su brazo entraron en tensión, pero no fue capaz de descargar el golpe. Primero tenía que escucharla.
—¿Satisfecho? —preguntó ella.
Su voz, que ahora ya no sonaba distorsionada por el mágico velo de las sombras, resonó suave y atrayente. Orlando sabía que, como su belleza, su voz era una ilusión mortal. Por mucho que supiera la verdad, el pulso se le aceleró.
El antiguo guerrero trató de no dejarse distraer y formuló la única pregunta que tenía sentido.
—¿Qué les sucedió?
—No fue un accidente —dijo Lelanda, posando la mirada en el martillo que él seguía empuñando. Orlando sonrió con embarazo y lo tiró sobre el tablero de trabajo. Ella le devolvió la sonrisa.
—Los han matado.
—¿No habrás sido tú? —preguntó él.
—Nada de eso —contestó ella—. Me dirijo a Aguas Profundas a dar con quienes hayan sido. En los viejos tiempos nos ganamos muchos enemigos.
—También amigos —recordó el herrero.
Orlando volvió a ver a Shandr lanzarse con su hacha encantada contra las huestes de hobgoblins que terminaron por engullirlo. Este último recuerdo del simpático enano distaba de ser agradable.
—Si salimos por la mañana, podemos estar allí en pocos días —dijo Lelanda—. Conozco... unos atajos.
—Si salimos ahora mismo, podemos llegar antes —dijo Orlando—. Con una hora me basta para prepararme.
Orlando se movía por su casa a oscuras sin necesidad de que la llama temblorosa de una vela iluminase su camino. Fuera, Lelanda estaba sentada inmóvil a lomos de un caballo más negro que la misma noche. Orlando sabía que estaba ansiosa de ponerse en marcha, razón que lo llevaba a no perder el tiempo mientras iba de una habitación a otra. Las paredes de su hogar estaban decoradas con espadas, escudos y otros recuerdos de sus años de aventuras. Como un ladrón en su propia vivienda, echó mano a tres de aquellos recuerdos.
El primero de ellos era
Talon
, la espada curva que había encontrado en un oscuro laberinto subterráneo situado bajo el lugar que los hombres de las arenas decían que había sido el escenario de la Batalla de los Huesos. La arcana hoja siempre era eficacísima en el combate con los muertos vivientes. Tras sacarla de su lugar de honor sobre la chimenea, Orlando la enfundó en la vaina que llevaba amarrada a su negro cinturón de cuero.
Lo siguiente que cogió de la colección fue un peto de bronce. Eran incontables los oponentes que habían aprendido demasiado tarde que dicho peto tenía la propiedad mágica de devolver rebotados hasta los proyectiles más mortíferos. Las flechas, los dardos y hasta las balas se habían demostrado inútiles ante el conjuro de aquel peto de bronce.
Orlando quitó el peto al maniquí de madera que guardaba un vacío corredor de la planta baja. Cuando la armadura de color entre amarillento y anaranjado se ajustó al musculoso pecho de Orlando, éste advirtió que el paso de los años había provocado que ahora le resultara un poco más estrecho.
Tras haber recobrado la espada y la armadura, Orlando cogió el tercer objeto que se proponía llevar encima: un amuleto de la buena suerte. Tras detenerse ante el pequeño altar adyacente a su dormitorio, Orlando descolgó de un gancho un pequeño amuleto de plata y se lo colgó al cuello. Por puro acto reflejo, sus dedos recorrieron la superficie del amuleto, siguiendo los contornos de las dos hachas cruzadas que eran el símbolo del dios de los enanos Clangeddin Barbaplata. El sencillo amuleto carecía de propiedades mágicas, pero había sido un regalo de Shandt. Como éste se lo había dado apenas cinco horas antes de que el noble enano se encontrara con su destino en la Antípoda Oscura, Orlando era incapaz de mirarlo sin acordarse de la ancha sonrisa traviesa y los ojos relucientes de su compañero desaparecido. El recuerdo le arrancó una sonrisa a la vez que una lágrima.
Orlando finalmente salió de la casa, cerró la puerta y fue a reunirse con Lelanda en el establo. Lelanda acababa de ensillar a
Zephyr
, el caballo tordo de Orlando.
Sin decir palabra, el guerrero puso el pie en el estribo, subió a su montura y salió del establo al troce. Pasaron muchos kilómetros antes de que los dos viejos aventureros Intercambiaran unas palabras.
Orlando tiró de las riendas de
Zephyr
. Bien adiestrado y deseoso de complacer a su amo, el animal frenó el trote y se detuvo. El enigmático caballo negro que Lelanda montaba hizo otro tanto, sin que Lelanda en apariencia diera ninguna orden a su montura. El caballo parecía saber siempre lo que su ama esperaba de él.
—¿No te parece que nos hemos desviado un poco de nuestro camino? —inquirió Orlando.
—Sólo un poco —contestó la hechicera—. Se me ocurrió que sería buena idea que nos detuviéramos en la propiedad de Jolind para contarle lo sucedido. Está claro que no querrá venir con nosotros, pero no es menos cierto que ella también formaba parte de los Seis de Espadas. Tiene derecho a saber lo que ha pasado.
Orlando se sorprendió ante aquellas palabras. A lo largo de sus años de correrías, Lelanda siempre mostró bastante desapego hacia los miembros de los Seis de Espadas. A sus ojos, éstos venían a ser unos guardaespaldas y ojeadores adeptos a los conjuros de curación que le permitían explorar los misterios de la magia, recobrar objetos mágicos raros y, en general, poner en práctica su arte arcano. Quizá el tiempo había ablandado su corazón. También era posible que el desvío tuviese su origen en un propósito encubierto.
Con ayuda de la magia de Lelanda, los kilómetros iban pasando como rápidas imágenes captadas de reojo. Incluso a tal velocidad, necesitaron varias horas para divisar el torreón de Jolind. Cuando llegaron al llano en cuyo centro se alzaba el torreón, ambos jinetes detuvieron sus monturas.
—Jolind ha hecho una labor excelente en este lugar —indicó Orlando, señalando con el mentón el poderoso bosque que rodeaba aquel claro—. Recuerdo cómo era este lugar cuando lo vimos por primera vez. La tierra era tan árida que aquí no crecían más que malas hierbas.
—Yo iré primero —dijo Lelanda, haciendo caso omiso del comentario—. Jolind siempre ha sido muy celosa de su privacidad, y lo último que quiero es ganarme la enemiga de una druida en el corazón de su propio bosque.
Lelanda se cubrió con la capucha de su capa, de forma que los colores rojizos de sus cabellos desaparecieron en una espesa oscuridad. Mientras la contemplaba. Orlando reparó en que era incapaz de concentrar su mirada en ella. Aunque sabía perfectamente dónde se encontraba, sólo la veía como una imagen efímera percibida de pasada.
Volveré lo antes posible
—dijo la oscuridad.
Antes de que pudiera responder, Orlando advirtió que de pronto se había quedado a solas con los caballos a un lado del camino. La tensión nerviosa a punto estuvo de hacer que se echara a reír, si bien aquella voz macabra le había provocado un gélido estremecimiento en la espalda.
Mientras esperaba el regreso de su compañera, Orlando abrió una de las alforjas de su caballo y sacó una manzana. Tras hurgar un poco más con la mano, a continuación cogió un cuchillo pequeño. Con un habilidoso golpe de muñeca, rebanó la fruta en dos mitades exactas. Entonces limpió la hoja, la devolvió al interior de la bolsa de cuero, ofreció una de las mitades a su caballo y miró la otra mitad durante un segundo. Encogiéndose de hombros, finalmente ofreció la segunda mitad a la montura de Lelanda. El animal de ébano contempló la ofrenda un segundo, soltó un resoplido y apartó la cabeza. Orlando volvió a encogerse de hombros y se comió la mitad de la manzana. Los primeros trazos del amanecer empezaban a iluminar el horizonte, y Orlando de pronto tuvo la desagradable sensación de que el caprichoso talante del caballo apuntaba a que la jornada iba a plantearle muchos problemas. No se equivocaba.
Jolind está muerta
—dijo de pronto la familiar voz de la oscuridad—.
Su cuerpo todavía está caliente. El asesino aún debe de andar cerca.
El interior del torreón trajo recuerdos a Orlando de cuando los Seis de Espadas lo exploraron por primera vez.
En aquellos días, los alrededores del torreón estaban dominados por un dragón negro que se había asentado en la comarca. La zona entera había sido emponzoñada por el monstruo y rebosaba de charcas acidas, enjambres de insectos con aguijón y enormes macizos de zarzas espinosas que se habían hecho con los torturados restos del viejo bosque. Desde que habían entrado en aquella región, la druida Jolind se había estado mostrando solemne y taciturna. Toda aquella destrucción no podía quedar impune, juraba.
Cuando llegaron al torreón, una estructura en ruinas construida por manos desconocidas muchos siglos antes del nacimiento de los Seis de Espadas, Jolind encabezó el ataque al dragón. Que dirigiera los elementos naturales contra la bestia fue decisivo para destruir al dragón.
Dieciocho meses más tarde, cuando la partida se deshizo, Jolind anunció su intención de volver a aquel lugar y devolverle al bosque su antigua y perdida gloria. Cosa que cumplió con creces.