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Relatos de Faerûn (23 page)

—Orlando... —musitó. Y de pronto, su cuerpo se vio sacudido por un estremecimiento.

Todos sus músculos tornaron rígidos por un segundo, mientras que sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. El espasmo fue tan repentino como efímero. Lelanda se desplomó de bruces. La hoja de la gran hacha
Kesmarex
estaba clavada en su espalda.

Los revivificados reflejos del guerrero entraron en acción al momento. Si pensarlo siquiera, Orlando empuñó su espada encantada
Talon
y la interpuso entre su persona y la de quien pudiera estar empuñando aquella vieja hacha de combate.

—¡Shandt! —exclamó—. ¿Eres tú?

Orlando al punto comprendió que su pregunta iba a quedar sin respuesta. De forma repentina,
Kesmarex
se elevó en el aire. Por mucho que su hoja estuviera empapada en la sangre de Lelanda, ninguna mano humana empuñaba el mango del hacha.

Orlando finalmente comprendió. Aunque siempre supo que el hacha de Shandt estaba encantada, hasta el momento no había comprendido el verdadero alcance de sus poderes. Años después de que su amo muriera, el hacha se había encargado de dar caza por sí sola a quienes tenía por responsables de la muerte de Shandt.

Trazando un amplio arco en el aire,
Kesmarex
se lanzó a por el guerrero. Éste retrocedió un paso, inseguro sobre el mejor medio de enfrentarse a un arma por nadie manejada. Cuando dirigió una estocada de su
Talon
, el hacha hizo un rápido molinete, tan habilidosamente como cuando Shandt empuñaba su mango.

—¡No lo entiendes! —gritó Orlando—. ¡No pudimos hacer nada!

El filo del hacha se lanzó contra sus piernas, obligándolo a saltar hacia atrás. Al poner los pies en el suelo, sintió que la tierra blanda cedía bajo sus botas. Al retroceder, se había situado sobre la misma tumba de Jolind. Incapaz de recobrar el equilibrio, Orlando finalmente resbaló y cayó de espaldas. La hoja del hacha centelleó en el aire a pocos centímetros de su nariz. Si hubiera seguido en pie, sin duda le habría cercenado la pierna por la rodilla.

—¡Shandt quería proporcionarnos tiempo para escapar! —gritó.

Inconmovible, el hacha se alzó en el aire como si su amo muerto la estuviera sosteniendo con ambas manos. Por fin, como la hoja de un verdugo en el patíbulo,
Kesmarex
se precipitó hacia su víctima. Orlando trató de rodar sobre sí mismo, pero el hacha mágica advirtió su propósito y alteró su curso. Con estrépito de metales, el filo cayó sobre el peto de bronce del guerrero, rajando el ambarino metal y mordiendo la blanda carne.

Un dolor ardiente anegó el cuerpo de Orlando. Unas nubes rojizas envolvieron su mirada.
Talon
se separó de su mano inerte, cayendo sin ruido sobre la recién excavada tumba de Jolind. Cuando el arma sedienta de venganza se elevó de nuevo para descargar el golpe final, Orlando llevó su mano a la herida abierta. Sus dedos palparon el metal retorcido, la carne expuesta, la sangre cálida y fluida.

Y algo más. Algo liso, cálido y reconfortante: el amuleto de Clangeddin Barbaplata. Sus dedos se cerraron en torno al medallón y lo arrancaron del cuello. Orlando levantó el amuleto en el mismo momento en que el hacha enorme iniciaba su descenso mortífero.

—¡Shandt era mi amigo! —exclamó—. ¡Yo estaba dispuesto a morir por salvarlo!

Atravesando el cielo sin nubes, la luz de la luna se proyectó a través de la cúpula de cristal y se cernió sobre el jardín. Los rayos de la luna iluminaron el cuerpo exánime de Lelanda, la recién excavada tumba de la druida y el hacha plateada que se aprestaba a vengar la muerte de su dueño.

La luz de la luna arrancó sendos destellos al filo del hacha y el medallón. Orlando se alejó unos pasos de la pared. Tras situar a
Talon
en su lugar habitual, ladeó la cabeza a izquierda y derecha para asegurarse de que la espada estaba bien recta en la pared. Orlando dio un paso al frente y levantó la empuñadura un centímetro insignificante.

—No le des más vueltas —tercio Lelanda, tumbada en el diván de la estancia—. Ya está bien como la has dejado.

Orlando asintió y se volvió hacia la mesa que estaba a sus espaldas. Con la mano derecha, hizo amago de coger el hacha
Kesmarex,
pero una fuerza invisible detuvo sus dedos cuando éstos ya se iban a posar sobre el mango. Orlando se llevó la otra mano al cuello y acarició el medallón de plata que pendía de la cadena recientemente reparada.

Sus pensamientos volvieron a la lucha en el jardín de Jolind. Se acordó del momento en que la gran hoja empezó a cernirse sobre su cabeza, del débil sonido de su propia voz en el jardín desierto, del estallido de luz que se produjo cuando alzó sobre su rostro el emblema sagrado. De un modo u otro, el hacha reconoció el amuleto y supo que el emblema de plata perteneció al mismo guerrero que antaño había empuñado su mango. Sabedora de que quien portara aquel medallón con las hachas cruzadas tan sólo podía haber sido amigo de su amo,
Kesmarex
de pronto cayó inerte. Su misión había concluido.

Orlando volvió al presente cuando una mano delicada se posó en su hombro. Al volverse se encontró con los ojos color esmeralda de Lelanda que le miraban a pocos centímetros de los suyos. El anillo de oro en el dedo de la mujer reflejó su rostro de forma distorsionada.

—Haces mal en estar de pie —dijo él, invitándola a volver al diván.

—No pasa nada —contestó ella—. La herida casi ha cicatrizado del todo. Cuelga el hacha y vámonos a la cama de una vez.

Con un gesto de la cabeza, Orlado alzó en vilo el arma mágica del lugar donde descansaba. Volviéndose a la pared, la dirigió hacia su lugar de honor encima del hogar. Junto a ella colgó el amuleto que le había salvado la vida.

—Puedes descansar tranquilo, mí viejo amigo —dijo la hechicera de cabellos rojizos.

Orlando no dijo nada, pero en su corazón supo que el deseo de Lelanda se había convertido en realidad. 

El rosetón

Monte Cook

Tras cursar estudios en el taller de escritores de ciencia ficción y fantasía de la Universidad de Clarion West, Monte Cook ha escrito dos novelas y diversos relatos breves. En su faceta de diseñador profesional de juegos, Cook ha sido uno de los diseñadores del nuevo juego Dungeons & Dragons, entre otros muchos juegos de rol. Monte Cook tiene su propio pequeño estudio de diseño de juegos y vive con su mujer, Sue, en la región del noroeste de Estados Unidos.

Publicado por primera vez en

Realms of Mystery.

Edición de Philip Attans, junio de 1998.

Un principio de la física cuántica establece que es imposible medir las cualidades de una partícula subatómica sin modificar dicha partícula por el mero hecho de mirarla. Con dicho principio en mente, tuve la extraña idea de escribir un relato que el lector estuviera en condición de modificarlo por el simple hecho de leerlo. Es ésta una historia que el narrador no quiere que leáis. Dicho esto, me atrevo a aventurar que quienes lean «El rosetón» no tendrán dificultad en detectar mi querencia por los relatos de H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith y otros escritores similares.

M
ONTE
C
OOK

Abril de 2003

A
unque no haya mucha esperanza de que se cumpla mi deseo, yo espero que nadie llegue a leer esto.

Supongo que fue anteayer cuando por fin supe la verdad, pero todo empezó hace bastantes semanas. Lo que sucedió fue que estuve presente en la destrucción de la abadía de Byfor. Tuve que ir. El Maestro Erudito Tessen había sido mi mentor. Aquello era un poco como ir a decirle adiós para siempre a un viejo amigo

Estábamos a finales de otoño, y el día había amanecido gris y nublado. Un viento del norte insistía en importunarnos con sus fieras garras. Quienes habían decidido acercarse a la abadía se arrebujaban en sus capas para protegerse del frío. Me sorprendió que tantos hubieran tomado la decisión de participar en aquella simonía.

La abadía era vieja, y llevaba muchos años sin funcionar como monasterio. No obstante, hasta poco tiempo atrás, había seguido siendo utilizada por los vecinos de la zona como lugar de culto un día de cada diez y como refugio cuando el tiempo era inclemente. Sin embargo, en los últimos años, el muro occidental había empezado a desmoronarse, y el tejado estaba tan combado que los albañiles de la región aseguraban que no era seguro entrar en el edificio. Un hombre llamado Greal se había convertido en el responsable de la abadía después de la muerte del obispo, acaecida unos años atrás. Nunca pude determinar con exactitud qué lugar ocupaba en la jerarquía eclesiástica, si es que ocupaba alguno. Greal insistía en que no disponía de fondos para hacer las necesarias reformas, de forma que, ni corto ni perezoso, empezó a vender las piedras y el mobiliario de la abadía. Según alegaba, era para reunir los fondos que se necesitaban para construir una nueva iglesia, dedicada a Oghma, para las gentes de la comarca.

De pie ante el edificio en ruinas, miré cómo varios hombres jóvenes sacaban los bancos, el atril y hasta el altar con encimera de piedra al patio desolado y cubierto de hojas. Miré a la gente ir y venir, ocupada en regatear y comprar las viejas reliquias que habían servido a la parroquia y los fieles durante tanto tiempo. Más tarde, pues ese día no me moví de donde me encontraba, vi cómo aquellos jóvenes echaban mano a martillos y herramientas diversas. Supe que muy pronto las piedras de la abadía serían transportadas muy lejos para ser convertidas en muros para el ganado y casas de labranza.

Algo —quizá el destino, aunque yo no estoy seguro— me llevó a dirigir la mirada al alto tejado de la abadía. Allí, en lo alto sobre el gablete, se encontraba el hermoso rosetón que yo tan bien recordaba de mis días de acólito. La ventana redonda tenía un cristal de color entre azul y verde claro que formaba un dibujo muy complejo de una rosa. Aunque el rosetón aparecía mas bien apagado bajo el cielo gris, yo sabía que en un día soleado centellearía como una joya de la que emanaran cascadas de luz.

Eché a andar y me acerqué al hombre llamado Greal. Rebusqué en un bolsillo y saqué una bolsa con monedas de oro, todo lo que tenía en el mundo. Greal me miró con la expresión avinagrada.

—Discúlpeme, señor —apunté—, pero tengo entendido que está usted vendiendo las, ejem, partes de la iglesia. —Su expresión se suavizó un tanto. Continué—: Es posible que usted no lo sepa, pero yo durante un tiempo fui acólito en esta iglesia, antes de que me fuera asignada otra parroquia. El sacerdote por entonces era el Maestro Erudito Tessen, mi mentor.

Los grises ojos de Greal me miraron sin expresión en su rostro de labios delgados. Greal cruzó los brazos sobre el pecho, pero siguió sin decir palabra.

—Verá... —proseguí—. Le tengo un cariño especial a ese viejo rosetón. —Lo señalé, y sus ojos siguieron la dirección de mi dedo índice—. Por eso quisiera comprarlo, para ponerlo en mi propia iglesia.

—En serio... —dijo, más que preguntó.

Al volverse hacia mí, en sus ojos brilló una luz. Sus labios apretados reflejaban tensión.

—Sí. Sería un buen... —traté de dar con la palabra adecuada—... recuerdo del Maestro Erudito.

Greal sonrió, y no puedo decir que su sonrisa me gustase. Más bien parecía la mueca ancha y tensa de un depredador.

—Sí —dijo finalmente—. Un recuerdo muy bonito. Todos estamos en deuda con Tessen.

Greal tendió la mano, sobre la que dejé la bolsa. Con lentitud, empezó a contar las monedas una a una en su mano ancha y blanda. El espectáculo me desagradaba, así que dirigí la mirada a la vidriera. Aunque me había salido muy caro, el rosetón me iba a permitir disfrutar del recuerdo de Tessen durante mucho tiempo.

Satisfecho con el precio, Greal ordenó a los mocetones que subieran a la fachada y quitaran el rosetón con cuidado. La carreta en la que había venido era pequeña, pero se reveló suficiente para transportar la vidriera. Se diría que el destino había decidido que yo tenía que quedarme con el rosetón. No tardé en encontrarme dirigiendo el tiro a través del valle en dirección a la parroquia donde tenía mi hogar.

Me llevó unos pocos días contratar a unos peones para que me ayudaran a instalar el rosetón muy por encima del suelo del santuario. Yo sabía que allí proyectaría una luz brillante sobre los fieles congregados durante los oficios de la mañana y la tarde. La vidriera serviría además para glorificar el nombre de Oghma y la fe del Maestro Erudito Tessen. Yo estaba contento. Una vez instalado el rosetón, advertí que el joven Pheslan, mi acólito, estaba fascinado por la vidriera.

—Es maravilloso —observó—. Y también muy raro...

—¿Raro? —pregunté, fijando la mirada en mi corpulento acólito tras contemplar el rosetón un momento.

—No lo digo en sentido negativo, hermano. Discúlpeme. Es la forma que tiene... Cada vez que lo miro me parece ver algo nuevo. Una faceta nueva del cristal o un nuevo juego de luces a través de sus ángulos. Sí, eso es... ¡Los ángulos son precisamente los que resultan tan fascinantes!

Volví a mirar el rosetón y tuve que admitir que Pheslan estaba en lo cierto. Aquella vidriera era fascinante.

—Ya no hay artesanos como los de entonces —observé, a sabiendas de que eso era lo que los mayores siempre decían a los jóvenes.

Sonreí ante mis propias palabras y trasladé mi sonrisa al muchacho. Bañados por la cálida luz del sol, ambos seguíamos extasiándonos en la contemplación del rosetón.

Durante las siguientes semanas tuve que ocuparme de otros asuntos. Oghma, el Señor del Conocimiento y el Dios Sabio, obliga a sus servidores a difundir la nueva y dispensar enseñanza, pues no basta con promover el bienestar de nuestros fieles: hay que guiarlos hacia la sabiduría. En consecuencia, los deberes de un sacerdote de parroquia son innumerables, aunque éste no es lugar para que yo me extienda al respecto. Bastará con decir que andaba muy atribulado, hasta el punto de que no presté atención al hecho de que el joven Pheslan seguía mostrándose fascinado por el rosetón. Una noche en que nos sentamos a cenar después de la ceremonia vespertina, Pheslan me contó que había visto algo raro en la vidriera. Lo escuché sin prestar mucha atención, pues yo estaba de lo más fatigado.

—Es algo que hay en el dibujó de los cristales, o acaso en una de las facetas —explicó.

Estábamos sentados a una pequeña mesa de madera en la sala que se encuentra entre nuestros dormitorios, al fondo de la iglesia. Era ya oscuro, y la estancia sólo estaba iluminada por un candil situado en el centro de la mesa donde estábamos celebrando nuestro magro festín.

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