Read Portadora de tormentas Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (7 page)

—Sepiriz, es una decisión imposible. Si entrego a Tormentosa, probablemente podría sobrevivir con hierbas y cosas parecidas. Pero si la entrego a cambio de Zarozinia, entonces el Caos gozará de una total libertad para hacer cuanto le plazca y yo tendré un horrible crimen en mi conciencia.

—Eres tú quien ha de decidir.

Elric reflexionó un momento pero no se le ocurrió ninguna solución al problema.

—Tráeme la otra espada —ordenó finalmente.

Sepiriz volvió a reunirse con ellos poco después, portando una espada envainada que no parecía muy diferente

de Tormentosa.

—Dime, Elric, ¿queda explicada entonces la profecía? —inquirió, sin soltar a Enlutada.

—Sí... aquí está la gemela de la que llevo. Pero la última parte... ¿adonde hemos de ir?

—Te lo diré dentro de un momento. Aunque los Dioses Muertos y las fuerzas del Caos saben que poseemos la espada hermana, ignoran a quién servimos realmente. El Destino, tal como te he dicho ya, es nuestro amo, y él ha hilado para esta tierra una trama que sería difícil de alterar. Pero podría ser alterada, por ello se nos ha encomendado vigilar que el Destino no sea engañado. Estás a punto de ser sometido a una prueba. Tu actuación durante esa prueba y la decisión que tomes nos indicarán qué hemos de decirte cuando regreses a Nihrain.

—¿Deseas que regrese aquí? —Sí.

—Entrégame a Enlutada —le ordenó Elric.

Sepiriz le entregó la espada y Elric se quedó allí de pie con una espada gemela en cada mano, como sopesando algo entre las dos.

Ambos aceros gimieron al reconocerse y sus fuerzas recorrieron el cuerpo del albino dándole la sensación de estar hecho de un fuego duro como el acero.

—Ahora que empuño a las dos, recuerdo que sus fuerzas son mayores de lo que imaginaba. Cuando están juntas poseen una cualidad que quizá podamos utilizar contra este Dios Muerto. —Frunció el ceño y añadió—: Pero ya os diré más dentro de un instante. —Miró fijamente a Sepiriz y le pidió—: Y ahora dime dónde está Darnizhaan.

—En el Valle de Xanyaw, en Myyrrhn. Elric entregó a Enlutada a Dyvim Slorm, que la aceptó cautelosamente.

—¿Cuál será tu decisión? —inquirió Sepiriz.

—¿Quién sabe? —respondió Elric con amarga alegría—. Quizá exista un modo de derrotar a este Dios Muerto...

—Pero te diré una cosa, Sepiriz... si se me presenta la ocasión, haré que ese Dios se arrepienta de haber venido, porque ha hecho lo único que puede causarme verdadera ira. ¡Y la ira de Elric de Melniboné y de su espada Tormentosa puede destruir el mundo!

Sepiriz se levantó de su silla y enarcó las cejas.

—¿Y a los dioses, Elric, puede destruir a los dioses? 

5

Elric cabalgó como si fuese un cuervo gigantesco, rígido y desolado sobre el potente lomo del corcel nihrainiano. Su rostro sombrío parecía una máscara que ocultara sus emociones y sus ojos carmesíes ardían cual ascuas en sus hundidas cavidades. El viento le azotaba el cabello pero él continuaba erguido en la silla, con la vista al frente, y una mano de largos dedos agarrotada alrededor de la empuñadura de Tormentosa.

De vez en cuando, Dyvim Slorm, que llevaba a Enlutada con orgullo y cautela a la vez, oyó que su espada le gemía a su hermana y la sintió estremecerse a su costado. Sólo más tarde comenzó a preguntarse en qué lo convertiría la espada, qué iba a darle y a exigirle. Después de estos pensamientos, se cuidó muy bien de no posar la mano en su acero.

Cerca de las fronteras de Myyrrhn fueron abordados por un grupo de mercenarios dharijorianos, que en realidad eran jharkorianos nativos vestidos con las ropas de sus conquistadores. Eran unos brutos indeseables, que no sabían a qué se arriesgaban interponiéndose en el camino de Elric. Condujeron sus cabalgaduras hacia los dos jinetes, con amplias sonrisas en sus labios. Las plumas negras de sus yelmos se agitaban, las correas de sus armaduras crujían y el metal entrechocaba. El jefe, un fanfarrón bizco que portaba un hacha en el cinturón, detuvo su corcel delante de Elric.

El caballo del albino se detuvo cuando su amo tiró de las riendas. Inmutable, Elric desenvainó a Tormentosa con un ademán limpio y felino. Dyvim Slorm lo imitó, sin dejar de mirar de reojo a los hombres que reían por lo bajo. Se sorprendió al comprobar la rapidez con la que la espada saltó de su vaina.

Entonces, sin haber recibido provocación alguna, Elric comenzó a luchar.

Peleó como un autómata, deprisa, con eficacia, inmutable, dejando caer su espada sobre la hombrera del jefe, asestándole un mandoble que partió al soldado desde el hombro hasta el estómago con un movimiento que arrancó armadura y carne y destrozó el cuerpo pintando una gran abertura roja en el metal negro, y el jefe lloró mientras moría lentamente, despatarrado sobre su caballo antes de deslizarse de la montura con un pie atrapado en el estribo.

Tormentosa ronroneó con un placentero sonido metálico y Elric revoleó la espada a su alrededor, eliminando sin emoción alguna a los jinetes como si estuviesen desarmados y encadenados.

Dyvim Slorm, que no estaba acostumbrado a Enlutada, intentó esgrimirla como una espada corriente, pero ella se movió en su mano, asestando mandobles con más destreza que él. Un extraño sentido de poder, a la vez frío y sensual, lo recorrió todo; oyó entonces que su voz gritaba exultante, y entonces se dio cuenta de lo que debían de haber sido sus antepasados en la guerra.

La lucha pronto tocó a su fin; dejando tendidos en el suelo a los cadáveres sin alma, continuaron viaje y no tardaron en llegar a la tierra de Myyrrhn. Ambas espadas habían probado juntas la sangre.

Elric estaba en mejores condiciones para pensar y actuar con coherencia, pero no podía compartir este hecho con-Dyvim Slorm, por lo que continuó cabalgando sin dirigirle la palabra a su primo, que iba a su lado, frustrado porque no solicitaban su ayuda.

Elric dejó que su mente vagara en el tiempo, ciñendo el pasado, el presente y el futuro para formar con ellos un todo, un diseño. Al no ser partidario de la forma, sospechaba de los diseños, porque no le inspiraban confianza. Para él, la vida era caótica, imprevisible, dominada por el azar. Por lo tanto, era un truco, una ilusión de la mente, el que se pudiera ver en ella un diseño.

Sabía unas cuantas cosas, pero no juzgaba.

Sabía que llevaba una espada que física y psicológicamente necesitaba llevar. Reconocía de forma inequívoca que había en él una debilidad, una falta de confianza en sí mismo y en la filosofía de la causa y el efecto. Se tenía por un hombre realista.

Cabalgaron a través de la noche sombría, en medio de un terrible viento.

A medida que fueron acercándose al Valle de Xanyaw, el cielo, la tierra y el aire se llenaron de una música pesada y palpitante. Una melodía sensual de grandes acordes subía y bajaba, y siguiendo su ritmo, llegaron los de rostro blanco.

Cada uno de ellos llevaba una capucha negra y una espada que en el extremo se dividía en tres lengüetas curvas. Todos lucían una sonrisa estática en el rostro. La música los seguía cuando se acercaron corriendo como posesos a los dos hombres que sofrenaban sus caballos, conteniendo las ganas de dar media vuelta y huir. Elric había visto muchos horrores en su vida, había visto cosas que habrían hecho enloquecer a otros, pero por algún motivo desconocido, aquellos jinetes le produjeron mayor estupor que ninguna de sus horribles experiencias anteriores. A 

simple vista eran hombres corrientes... pero se trataba de unos hombres poseídos por un espíritu impío.

Preparados para defenderse, Elric y Dyvim Slorm desenvainaron las espadas y esperaron el choque, pero éste no se produjo. La música y los hombres pasaron al lado de ellos y siguieron camino en la misma dirección que llevaban.

De repente, en el cielo, oyeron un batir de alas, un chillido y un lamento fantasmal. Dos mujeres aparecieron a toda carrera. Cuando las vio, Elric se sintió turbado al comprobar que pertenecían a la raza alada de Myyrrhn, pero que sus alas habían desaparecido. A diferencia de una mujer que Elric recordaba, a éstas les habían arrancado las alas. Sin prestar atención a los dos jinetes, las mujeres desaparecieron internándose en la noche, con la mirada perdida y las caras enloquecidas.

— ¿Qué ocurre, Elric? —gritó Dyvim Slorm, volviendo a envainar su espada rúnica, mientras que con la otra mano luchaba por controlar el corcoveo de su caballo.

—No lo sé. ¿Qué es lo que puede ocurrir en un lugar donde vuelven a reinar los Dioses Muertos?

Todo era confusión y alboroto; la noche estaba plagada de horrores y movimiento.

— ¡Vamos! —ordenó Elric golpeando el lomo de su cabalgadura con la espada.

El caballo partió al galope y se internó en la terrible noche.

Mientras se adentraban en el Valle de Xanyaw, una carcajada poderosa los saludó. El valle estaba sumido en una oscuridad más negra que la pez y plagado de amenazas, hasta las colinas parecían dotadas de vida. Aminoraron el paso al perder el sentido de la orientación, y Elric tuvo que llamar a su primo, para asegurarse de que seguía a su lado. Volvió a oírse el eco de la carcajada, que rugía en la oscuridad haciendo temblar la tierra. Era como si el planeta entero riese presa de irónica hilaridad ante sus esfuerzos por dominar sus miedos y seguir avanzando por el valle.

Elric se preguntó si no lo habrían traicionado y si aquélla no sería una trampa que le tendían los Dioses Muertos. ¿Qué prueba tenía de que Zarozinia estaba allí? ¿Por qué se había fiado de Sepiriz? Algo le rozó la pierna al pasar a su lado y llevó la mano a la empuñadura de su espada, listo para desenvainarla.

De pronto, de la tierra misma, salió disparada hacia el cielo oscuro una enorme figura que les cerró el paso. Ante ellos, con los brazos en jarras, envuelto en una luz dorada, con su cara de simio mezclada con otra forma que le daba dignidad y una cierta grandeza, el cuerpo vivo y danzante en medio del color y la luz, con la boca sonriente de gozo y sabiduría, se presentó Darnizhaan, el Dios Muerto.

—¡Elric!

— ¡Darnizhaan! —gritó Elric con fuerza, estirando el cuello para ver la cara del Dios Muerto. Ya no sentía miedo—. ¡He venido a buscar a mi esposa!

Reunidos a los pies del Dios Muerto se hallaban sus acólitos, unos seres de labios gruesos y rostros pálidos y triangulares. Llevaban unos bonetes y tenían la mirada perdida de los locos. Soltaban risitas entrecortadas, chillaban y se estremecían bajo la luz del cuerpo hermoso y grotesco de Darnizhaan. Se burlaban de los dos jinetes y les hacían muecas, pero no se movieron del lado del Dios Muerto.

— Sois unos esbirros degenerados y lamentables —les espetó Elric.

—No tan lamentables como tú, Elric de Melniboné —repuso el Dios Muerto soltando una carcajada—. ¿Has venido a negociar o a entregarme en custodia el alma de tu esposa para que pueda pasarse toda la eternidad muriendo?

Elric no permitió que su rostro reflejara el odio que sentía en ese momento.

—Te destruiría, es algo instintivo en mí, pero... El Dios Muerto sonrió casi con pena y repuso:

—Al que hay que destruir es a ti. Eres un anacronismo. Tu Tiempo ha pasado.

—¿Y tú me lo dices, Darnizhaan?

—Yo sí que podría destruirte.

—Pero no lo harás.

Aunque aquel ser le inspiraba un profundo odio, al mismo tiempo, Elric sentía por el Dios Muerto una especie de camaradería que le incomodaba. Ambos representaban una época pasada y ninguno de los dos formaba parte de la nueva tierra.

—Entonces la destruiré a ella —concluyó el Dios Muerto—, Es algo que podría hacer impunemente.

— ¿Dónde está Zarozinia?

Una vez más, la risa potente de Darnizhaan sacudió el Valle de Xanyaw.

— ¿Qué ha sido de los antiguos? Hubo una época en que ningún hombre de Melniboné, sobre todo si pertenecía a la familia real, era capaz de reconocer que le preocupaba el alma de otro mortal, especialmente si pertenecía a la raza bestial, la nueva raza de la era que llamáis de los Reinos Jóvenes. ¿Pero cómo? ¿Acaso te apareas con los animales, Rey de Melniboné? ¿Dónde está tu sangre, tu sangre cruel y brillante? ¿Dónde está tu gloriosa maldad? Di, Elric.

En Elric se agitaron unas emociones muy peculiares cuando recordó a sus antepasados, los emperadores hechiceros de la Isla Dragón. Se dio cuenta de que el Dios Muerto despertaba expresamente esas emociones, y con esfuerzo logró no dejarse dominar por ellas.

—Eso es cosa del pasado —gritó—, en la tierra ha surgido ahora un nuevo linaje. Pronto se acabará nuestro tiempo... ¡y el tuyo se ha acabado ya!

—No, Elric. Escucha bien lo que voy a decirte y recuérdalo ocurra lo que ocurra. El alba ha concluido y pronto será barrida como hojas muertas por el viento de la mañana. La historia de la tierra no ha comenzado siquiera. Tú, tus antepasados, incluso estos hombres de las nuevas razas, no sois más que un preludio de la historia. Seréis olvidados cuando comience la verdadera historia del mundo. Pero podemos impedirlo, podemos sobrevivir, conquistar la tierra y enfrentarla a los Señores de la Ley, incluso al Destino y al Equilibrio Cósmico... ¡podemos seguir viviendo, pero debes entregarme las espadas!

—No logro entenderte —dijo Elric apretando los labios y rechinando los dientes — . Estoy aquí para negociar o pelear por mi esposa.

—No comprendes —repuso el Dios Muerto con una carcajada—, todos nosotros, dioses y hombres, no somos más que sombras que desempeñan el papel de títeres antes de que comience la verdadera obra. Más te valdrá no enfrentarte a mí... sacarás más partido uniéndote a mí, porque yo sé la verdad. Compartimos un destino común. Ninguno de nosotros existe. La antigua raza está sentenciada, igual que tú, que mis hermanos y yo, a menos que me des esas espadas. No debemos pelearnos, sino compartir el terrible conocimiento que nos ha llevado a la locura. No hay nada, Elric, ni pasado, ni presente, ni futuro. ¡Ninguno de nosotros existe!

— Sigo sin entenderte —replicó Elric sacudiendo la cabeza rápidamente—. No te entendería aunque pudiera hacerlo. Sólo deseo recuperar a mi esposa... ¡no me vengas con intrincados enigmas!

— ¡No! —gritó Darnizhaan soltando otra carcajada—. No tendrás a esa mujer a menos que nos otorgues el control de las espadas. No te das cuenta de sus propiedades. No fueron creadas sólo para destruirnos o exiliarnos... su destino es destruir el mundo tal como lo conocemos. Si te las quedas, Elric, serás responsable de borrar de tu propia memoria a quienes te sucederán.

Other books

Purity of Heart by Søren Kierkegaard
The Stranger Inside by Melanie Marks
Two Much! by Donald E. Westlake
Killing Rachel by Anne Cassidy
Her Rogue Knight by Knight, Natasha
Defining Moments by Andee Michelle
The Temple Mount Code by Charles Brokaw
Boudreaux 01 Easy Love by Kristen Proby


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024