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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (2 page)

—No busquéis más. He tenido tiempo de meditar y he de buscar a mi esposa con ayuda de la magia. Dispersaos. Ya no podéis hacer nada más.

Los dejó y regresó a su palacio, consciente de que todavía existía una manera de saber adonde habían llevado a Zarozinia. Se trataba de un método que le disgustaba, pero que debería utilizar.

A su regreso, Elric ordenó secamente a todos que salieran de sus aposentos, atrancó la puerta y miró fijamente a la cosa que yacía inerte en el suelo. Su sangre coagulada todavía le manchaba las ropas, pero sus compañeros se habían llevado el hacha con la que lo había matado.

Elric preparó el cadáver y le extendió los miembros. Cerró los postigos para impedir el paso de la luz y en un rincón encendió un brasero. Éste se balanceó sobre sus cadenas al chisporrotear las llamas. Se dirigió hacia un pequeño arcón que había junto a la ventana y de él sacó una bolsa. De ésta extrajo un manojo de hierbas secas y con un veloz ademán las lanzó sobre el brasero; brotó un olor nauseabundo y la estancia se llenó de humo. Elric se colocó ante el cadáver con el cuerpo rígido y comenzó a entonar un encantamiento en la antigua lengua de sus antepasados, los emperadores hechiceros de Melniboné. La canción no parecía producto del habla humana; sus sonidos recorrían toda una escala desde un gruñido profundo hasta un grito agudo.

El brasero difundió una luz rojiza que iluminó el rostro de Elric mientras unas sombras grotescas brincaban por toda la estancia. En el suelo, el cuerpo inerte comenzó a agitarse, y su cabeza destrozada se movió de un lado al otro. Elric desenvainó su espada rúnica y empuñándola con ambas manos la levantó ante sí para gritar:

— ¡Levántate, desalmado!

Lentamente, con movimientos convulsos, la criatura se incorporó y señaló a Elric con su dedo agarrotado mientras sus ojos vidriosos miraban al frente.

—Todo esto estaba predestinado. No creas que podrás huir a tu destino. Elric de Melniboné. Has manoseado mi cadáver y soy una criatura del Caos. Mis amos me vengarán.

—¿Cómo?

—Tu destino está escrito. Pronto lo sabrás.

— Dime, muerto, ¿por qué viniste a raptar a mi esposa? ¿Quién te ha envidado hasta aquí? ¿Dónde han llevado a mi esposa?

—Son tres preguntas, lord Enríe. Y requieren tres respuestas. Sabes que los muertos resucitados mediante la magia no pueden contestar nada directamente.

—Ya lo sé. Contéstame como puedas.

—Pues presta mucha atención porque puedo recitar mis versos una sola vez y luego he de regresar al infierno donde mi ser podrá pudrirse en paz. Escucha:

Mas allá del mar se esta urdiendo una batalla; más allá de la batalla fluirá la sangre. Si el deudo de Elric se aventura a acompañarle (portando a la gemela de la que el lleva) hasta un lugar apartado donde habita alguien que no debería vivir, entonces se podrá hacer un trato. Y la esposa de Elric será devuelta

Dicho lo cual, aquella cosa cayó al suelo y ya no volvió a moverse.

Elric se dirigió a la ventana y abrió los postigos. A pesar de que estaba acostumbrado a enigmáticos presagios en verso, aquél le resultaba difícil de descifrar. Cuando la luz del sol entró en la estancia, las llamas chisporrotearon y el humo se disipó. Más allá del mar... Había muchos mares.

Envainó la espada rúnica, se subió a la cama deshecha y se tendió a meditar el contenido de aquellos versos. Finalmente, después de meditar durante largos minutos, recordó algo que había oído contar a un viajero llegado a Karlaak desde Tarkesh, nación del Continente Occidental, más allá del Mar Pálido.

El viajero le había referido que entre la tierra de Dharijor y las demás naciones del oeste había ciertos problemas. Dharijor había violado los tratados firmados con los reinos vecinos y había firmado un nuevo pacto con el Teócrata de Pan Tang, una isla impía dominada por su oscura aristocracia de magos guerreros. Hwamgaarl, la capital, recibía el nombre de Ciudad de Estatuas Vociferantes y hasta hacía poco tiempo sus residentes habían tenido poco contacto con los pueblos del mundo exterior. Jagreen Lern, el nuevo Teócrata, era un hombre ambicioso. Su alianza con Dharijor apuntaba simplemente a conseguir más poder sobre las naciones de los Reinos Jóvenes. El viajero le había contado que los enfrentamientos comenzarían de un momento a otro, puesto que existían abundantes pruebas de que Dharijor y Pan Tang habían firmado una alianza bélica.

A medida que Elric iba recordando todo esto, relacionó esta información con las noticias recientes que le indicaban que la reina Yishana de Jharkor, un reino vecino de Dharijor, había conseguido la ayuda de Dyvim Slorm y sus mercenarios imrryrianos. Y Dyvim Slorm era el único deudo de Elric. Eso significaba que Jharkor debía de estar preparándose para luchar contra Dharijor. Estos dos hechos estaban demasiado ligados a la profecía como para pasarlos por alto.

Sin dejar de reflexionar sobre todo ello, recogió su ropa y se dispuso para emprender viaje. No le quedaba más remedio que dirigirse velozmente a Jharkor pues con toda seguridad allí encontraría a su deudo. Además, si todos

los indicios eran ciertos, allí no tardaría en iniciarse una batalla.

Sin embargo, la perspectiva del viaje, que llevaría varios días, le produjo un gran dolor en el corazón al pensar en las semanas que iba a pasarse sin saber nada del destino de su esposa.

—No hay tiempo para eso —dijo mientras se abrochaba la negra chaqueta acolchada—. En estos momentos, la acción es todo lo que se requiere de mí... y he de darme prisa.

Levantó ante sí la espada rúnica envainada y miró al frente.

—Juro por Arioco que quienes me han hecho esto, sean hombres o inmortales, sufrirán por ello. ¿Me oyes, Arioco? ¡Lo juro!

Pero sus palabras no recibieron respuesta y presintió que Arioco, su demonio protector, o bien no le había oído o bien había recibido el juramento pero éste no le había conmovido.

A grandes zancadas salió de la estancia cargada de muerte y a gritos pidió que le llevaran su caballo. 

2

El Mar Pálido comenzaba allí donde el Desierto de los Suspiros lindaba con las fronteras de Ilmiora, entre las costas del continente Oriental y las tierras de Tarkesh, Dharijor y Shazar.

Era un mar frío, un mar displicente y amedrentador, pero las naves preferían atravesarlo para salir de Ilmiora e ir a Dharijor en lugar de arriesgarse a los peligros más extraños de los Estrechos del Caos, azotados por tempestades eternas y habitados por malévolas criaturas marinas.

Elric de Melniboné se encontraba sobre la cubierta de una goleta ilmiorana; iba envuelto en su capa y mientras temblaba contemplaba sombríamente el cielo encapotado.

El capitán, un hombre corpulento de alegres ojos azules, cruzó la cubierta con mucho esfuerzo en dirección a él. En la mano llevaba una copa de vino caliente. Se enderezó sujetándose a un aparejo y le ofreció la copa a Elric.

—Gracias —dijo el albino. Bebió unos sorbos de vino y luego le preguntó—: Capitán, ¿cuánto falta para que lleguemos al puerto de Banarva?

El capitán se subió el cuello de su coleto de cuero y con él se cubrió el rostro barbudo.

—Navegamos despacio, pero antes del ocaso deberíamos avistar la península de Tarkesh. —Banarva se encontraba en Tarkesh, uno de sus principales puertos mercantiles. El capitán se apoyó en una barandilla—. Me pregunto cuánto tiempo más seguirán estas aguas siendo libres a la navegación ahora que ha estallado la guerra entre los reinos del oeste. Tanto Dharijor como Pan Tang fueron famosas en el pasado por sus actividades piratas. Estoy seguro de que no tardarán en volver a ellas con la excusa de la guerra.

Elric asintió levemente, sus pensamientos estaban en algo muy distinto de las perspectivas de la piratería.

Cuando desembarcaron en el puerto de Banarva hacía una tarde helada; Elric no tardó en apreciar signos de que la guerra ensombrecía las tierras de los Reinos Jóvenes. Los rumores abundaban, no se hablaba más que de batallas ganadas y guerreros perdidos. De los chismorrees no logró sacar una impresión clara de cómo marchaba la guerra, excepto que aún no se había producido la batalla decisiva.

Los banarvanos locuaces le contaron que los hombres marchaban por todo el Continente Occidental. De Myyrrhn partían los hombres alados. Desde Jharkor marchaban los Leopardos Blancos, la guardia personal de la reina Yishana, en dirección a Dharijor, mientras que Dyvim Slorm y sus mercenarios avanzaban hacia el norte para salirles al encuentro.

Dharijor era la nación más fuerte del oeste y Pan Tang era un aliado formidable, más por el dominio de las ciencias ocultas de sus gentes que por su número. La otra nación que seguía en fuerzas a Dharijor era Jharkor que, a pesar de tener como aliadas a Tarkesh, Myyrrhn y Shazar, no alcanzaba a igualar la fortaleza de quienes amenazaban la seguridad de los Reinos Jóvenes.

Durante años, Dharijor había esperado la ocasión de salir a la conquista de otros países, y la veloz alianza en su contra había sido llevada a cabo en un esfuerzo por detenerla antes de que llegara a prepararse del todo para esa conquista. Elric ignoraba si ese esfuerzo tendría éxito, y quienes hablaban con él tampoco estaban seguros.

Las calles de Banarva estaban atestadas de soldados y manadas de caballos y bueyes cargados de pertrechos. El puerto estaba lleno de naves de guerra y resultaba difícil encontrar alojamiento, puesto que la mayoría de las posadas y muchas casas particulares habían sido requisadas por el ejército. En todo el Continente Occidental ocurría lo mismo. Por todas partes los hombres se cubrían con sus armaduras, montaban a lomos de poderosos corceles, afilaban sus armas y bajo brillantes estandartes de seda cabalgaban dispuestos a matar y a saquear.

Allí, sin duda, encontraría la batalla de la profecía, pensó Elric. Intentó olvidar su inmenso deseo de conocer noticias de Zarozinia y volvió la mirada sombría hacia el oeste. Tormentosa colgaba cual ancla a su costado y la palpaba sin cesar, y aunque le daba la vitalidad de la que gozaba, no podía dejar de odiarla.

Pasó la noche en Banarva y a la mañana siguiente ya había alquilado un buen caballo y cruzaba los pastizales en dirección a Jharkor. 

Por un paisaje destrozado por la guerra cabalgaba Elric; en sus ojos carmesíes ardía la rabia al contemplar la desenfrenada destrucción que tenía ante sí. A pesar de que durante años había vivido gracias a su espada y de que había cometido asesinatos, robos y destrozos, le disgustaba la insensatez de las guerras como aquélla, de los hombres que se mataban entre sí por los motivos más vagos. No le daba pena la matanza ni odiaba a los asesinos; se diferenciaba demasiado de los hombres corrientes como para preocuparse en exceso por lo que hacían. Sin embargo, a su manera y de un modo torturado, era un idealista que, por faltarle la paz y la seguridad en sí mismo, detestaba las escenas de lucha que aquella guerra ponía ante sus ojos. Sabía que sus antepasados también se habían mantenido al margen como él, aunque no por ello habían dejado de deleitarse al contemplar los conflictos de los hombres de los Reinos Jóvenes, observándolos a distancia y juzgándose por encima de tales actividades, por encima del marasmo de sentimientos y emociones en medio del cual luchaban aquellos nuevos hombres. Durante diez mil años los emperadores hechiceros de Melniboné habían gobernado este mundo, una raza sin conciencia ni credo moral, que no necesitaba justificar sus actos de conquista, que no buscaba excusas para sus maliciosas tendencias naturales. Pero Elric, el último representante de la línea directa de emperadores, no era como ellos. Era capaz de ser cruel y la magia negra no conocía la piedad, sin embargo podía amar y odiar con más violencia que ninguno de sus antepasados. Tal vez aquellas fuertes pasiones habían sido la causa de que rompiera con su tierra natal y se dedicara a viajar por el mundo para compararse con aquellos nuevos hombres, puesto que no podía encontrar a nadie en Melniboné que compartiera sus sentimientos. Precisamente la acción de las fuerzas idénticas y opuestas del amor y el odio le había impulsado a regresar para vengarse de su primo Yyrkoon, que había sumido a Cymoril, la prometida de Elric, en un sueño mágico y usurpado el reinado de Melniboné, la Isla Dragón, último territorio del perdido Brillante Imperio. En su ciega búsqueda de la venganza, y auxiliado por una flota de saqueadores, Elric había arrasado Imrryr, destruido la Ciudad de Ensueño y desperdigado para siempre a la raza que la había fundado, de modo que los últimos supervivientes eran mercenarios que vagaban por el mundo para vender sus armas al mejor postor. El amor y el odio le habían impulsado a matar a Yyrkoon, que merecía la muerte, y, sin quererlo, también a Cymoril, que no la merecía. El amor y el odio. Surgían en él en ese momento, en que el humo acre le picaba la garganta, mientras dejaba atrás a un grupo disperso de aldeanos que huían sin rumbo fijo de las depredaciones de las tropas dharijorianas que se habían aventurado hasta aquella parte de Tarkesh, donde habían encontrado escasa resistencia de los ejércitos del rey Hilran de Tarkesh, el grueso de cuyas fuerzas estaban concentradas más al norte, preparándose para la batalla definitiva.

Elric cabalgaba cerca de las Marcas Occidentales, junto a la frontera jharkoriana. En tiempos mejores vivieron allí corpulentos cosechadores y habitantes de los bosques. Pero los bosques habían sido quemados y eran una masa negra y las cosechas se habían perdido.

El viaje, que fue veloz pues no perdió tiempo, le llevó a atravesar uno de los bosques donde los restos de los árboles proyectaban sus frías siluetas contra el cielo gris y turbulento. Se cubrió con la capucha de la capa de modo tal que le ocultara el rostro casi por completo, y siguió cabalgando bajo la lluvia que comenzó a caer de repente y a golpear los esqueletos de los árboles, barriendo las distantes llanuras y haciendo que el mundo fuera un lugar negro y gris en el que el siseo constante del agua era un sonido lúgubre.

Al pasar ante una casucha en ruinas que era más bien un agujero en la tierra, una voz graznó:

— ¡Lord Elric!

Asombrado de que lo reconociesen, volvió el rostro sombrío en dirección a la voz al tiempo que se quitaba la capucha. Una silueta andrajosa apareció en la abertura del agujero. Le hizo señas para que se acercase. Intrigado, hizo adelantar su caballo hasta la figura y vio que se trataba de un hombre anciano, o de una mujer, no logró precisarlo.

—¿Cómo es que sabes mi nombre?

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