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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (3 page)

—En los Reinos Jóvenes eres leyenda. ¿Cómo no reconocer ese rostro blanco y la pesada espada que portas?

—Puede que así sea, pero creo que tras esto hay algo más que un reconocimiento casual. ¿Quién eres y cómo es que conoces la lengua alta de Melniboné? —inquirió Elric, empleando deliberadamente la lengua común.

—Deberías saber que cuantos practican la magia negra utilizan la lengua alta de aquellos que fueron maestros en estas artes. ¿Quieres ser mi huésped durante un instante?

Elric contempló la casucha y sacudió la cabeza. Por naturaleza era melindroso. El despojo humano sonrió, hizo una reverencia burlona y utilizando la lengua común dijo:

— De manera que el poderosísimo lord desdeña aceptar mi humilde morada. ¿Pero acaso no se pregunta por qué el fuego que hace poco arrasó este bosque no me causó daño alguno?

— Sí —dijo Elric, pensativo—, es un enigma interesante. La bruja avanzó hacia él y dijo:

—No hace un mes siquiera vinieron los soldados. Eran de Pan Tang. Jinetes del diablo que llevaban consigo a sus tigres cazadores. Arruinaron las cosechas y quemaron hasta los bosques para que quienes huyeran de ellos no pudieran alimentarse de sus animales y frutos. He vivido en este bosque toda mi vida, practicando la magia y dictando profecías para hacer frente a mis necesidades. Pero cuando vi que los muros de llamas iban a envolverme, grité el nombre de un demonio que conocía... un ser del Caos que últimamente no me había atrevido a invocar. Y vino.

«"Sálvame", le pedí a gritos. "¿Qué harás tú a cambio?", me preguntó el demonio. "Lo que sea", respondí yo. "Entonces, lleva este mensaje de mis amos", me dijo. "Cuando el asesino de su linaje conocido como Elric de Melniboné pase por aquí, dile que existe un pariente suyo al que no deberá matar y al que hallará en Sequaloris. Si Elric ama a su esposa, desempeñará su papel. Y si lo desempeña bien, su esposa le será devuelta". De modo que grabé el mensaje en mi mente y ahora te lo transmito, tal como juré hacerlo.

— Gracias —dijo Elric—, ¿y qué fue lo qué diste a cambio por el poder de convocar a semejante demonio?

—Qué pregunta, mi alma, claro está. Pero era un alma vieja y de escaso valor. El infierno no podía ser peor que esta existencia.

— ¿Por qué no dejaste que las llamas te quemaran sin trocar tu alma?

—Deseo vivir —repuso el despojo humano volviendo a sonreír—. Ah, la vida es buena. Quizá la mía sea escuálida, pero lo que adoro es la vida que me rodea. En fin, no quiero entretenerte, mi señor, pues te aguardan asuntos de mayor peso.

El despojo humano volvió a hacer una reverencia burlona mientras Elric se alejaba a caballo, intrigado, pero lleno cíe esperanza. Su esposa seguía con vida y estaba a salvo. ¿Pero qué tratos debería hacer para poder recuperarla?

Espoleó con fuerza a su caballo y éste se lanzó al galope en dirección de Sequaloris, en Jharkor. A través del golpetear de la lluvia alcanzó a oír una risita entre dientes burlona y miserable.

Su rumbo no era ya tan vago, y cabalgó a gran velocidad pero con sigilo, evitando a las bandas errantes de invasores, hasta que finalmente las llanuras áridas dieron paso a los exuberantes trigales de la provincia de Sequa, en Jharkor. Al cabo de otro día de cabalgar, Elric entró en la pequeña ciudad amurallada de Sequaloris que hasta ese momento no había sufrido ataque alguno. Allí descubrió que se preparaban para la guerra y recibió unas noticias que le resultaron de gran interés.

Los mercenarios imrryrianos, conducidos por Dyvim Slorm, primo de Elric e hijo de Dyvim Tvar, viejo amigo de Elric, llegarían a Sequaloris al día siguiente.

Entre Elric y los imrryrianos había existido una cierta enemistad, puesto que el albino había sido la causa directa de que se viesen obligados a abandonar las ruinas de la Ciudad de Ensueño y a vivir como mercenarios. Pero aquellos tiempos habían quedado atrás y en dos ocasiones anteriores Elric y los imrryrianos habían luchado en el mismo bando. Por derecho era su jefe y los lazos de la tradición eran muy fuertes en la raza antigua. Elric rogó a Arioco por que Dyvim Slorm tuviera alguna pista sobre el paradero de su esposa.

Al día siguiente, a las doce, el ejército mercenario entró tambaleándose en la ciudad. Elric se reunió con ellos en las puertas de la ciudad. Los guerreros imrryrianos estaban visiblemente cansados del largo viaje e iban cargados con el botín puesto que antes de que Yishana los mandara llamar, habían asaltado Shazar, cerca de los Pantanos de la Bruma. Los imrryrianos se diferenciaban de las demás razas por sus rostros ahusados, sus ojos rasgados y los pómulos salientes. Eran pálidos y delgados y el cabello largo y suave les caía sobre los hombros. Las finas prendas que vestían no eran robadas, sino de diseño melnibonés; eran brillantes telas de oro, azules y verdes, metales de delicada artesanía con estampados intrincados. Llevaban lanzas de puntas largas y de sus costados pendían estilizadas espadas. Iban montados arrogantemente en sus caballos, convencidos de su superioridad sobre los demás mortales y, al igual que Elric, su belleza sobrenatural hacía que no pareciesen del todo humanos.

El albino fue al encuentro de Dyvim Slorm, y sus ropas oscuras contrastaron con las de los imrryrianos. Llevaba una chaqueta negra de cuero acolchado, con cuello alto, sujeta con un cinturón sencillo y ancho del que colgaban un puñal y Tormentosa. Recogía el cabello blanco lechoso con una cinta de bronce negro y sus pantalones y sus botas también eran negros. Todo aquel negro hacía resaltar aún más la blancura de su piel y sus brillantes ojos carmesíes.

Desde su silla de montar, Dyvim Slorm hizo una reverencia demostrando apenas una ligera sorpresa.

—Primo Elric, entonces el presagio era cierto.

— ¿Qué presagio, Dyvim Slorm?

—El de un halcón... el ave que representa tu nombre, si no recuerdo mal.

Entre los melniboneses existía la costumbre de identificar a los recién nacidos con aves por ellos elegidas; Elric había escogido el halcón, un ave de rapiña.

—¿Qué fue lo que te dijo, primo? —preguntó Elric, expectante.

—Me dio un mensaje de lo más intrigante. Acabábamos de salir de los Pantanos de la Bruma cuando vino a posarse sobre mi hombro y me habló en una lengua humana. Me pidió que viniera a Sequaloris porque aquí encontraría a mi rey. Desde Sequaloris hemos de viajar juntos para unirnos al ejército de Yishana y el resultado de la batalla, ya sea que ganemos o perdamos, resolvería a partir de entonces la dirección de nuestros destinos, ahora enlazados. ¿Logras entender algo, primo?

—Un poco —repuso Elric, ceñudo—. Anda, vamos, he reservado un sitio para ti en la posada. Te contaré cuanto sé mientras nos bebemos una copa de vino. Si es que en esta aldea perdida logramos encontrar un vino decente. Necesito ayuda, primo; toda la que pueda conseguir, porque Zarozinia ha sido raptada por agentes sobrenaturales, y tengo la sensación de que esto y las guerras no son más que dos elementos de un juego más complicado.

—Entonces vayamos a esa posada. Me has picado la curiosidad. Este asunto adquiere ahora mayor interés. ¡Primero halcones y presagios, ahora raptos y luchas! Me pregunto qué más vamos a encontrar.

Seguidos por los imrryrianos, que apenas eran unos cien guerreros, pero endurecidos por la vida como forajidos, Elric y Dyvim Slorm recorrieron las calles empedradas con dirección a la posada. Una vez, allí, Elric expuso a su

primo cuanto sabía.

Antes de contestarle Dyvim Slorm bebió su vino, posó cuidadosamente la copa sobre la mesa, y frunciendo los labios, dijo:

—Tengo la corazonada de que somos marionetas de una lucha entre los dioses. Por más que empeñemos nuestra sangre, nuestra carne y nuestras voluntades, no podemos ver el conflicto más grande a excepción de unos pocos detalles.

—Es posible que así sea —dijo Elric, impaciente — , pero me enfurece que me hayan implicado y exijo que liberen a mi esposa. No tengo ni idea de por qué los dos juntos hemos de negociar su regreso, y tampoco imagino qué tenemos nosotros que puedan querer quienes la raptaron. Pero si los presagios provienen de los mismos agentes, entonces será mejor que hagamos lo que nos piden, por el momento, hasta que veamos todo con mayor claridad. Entonces, quizá, podamos actuar siguiendo nuestras propias voluntades.

—Sabia decisión —dijo Dyvim Slorm—, yo te apoyo. —Sonrió ligeramente y añadió—: Aunque no me guste, supongo.

— ¿Dónde se encuentra el ejército de Dharijor y Pan Tang? — preguntó Elric—. Oí decir que lo estaban reuniendo.

—Está reunido ya... y marcha hacia aquí. La inminente batalla decidirá quién gobierna las tierras occidentales. Estoy comprometido a luchar del lado de Yishana, no sólo porque nos ha contratado para ayudarla, sino porque me pareció que si los perversos señores de Pan Tang dominan estas naciones, la tiranía se abatirá sobre ellas y ese dominio se erigirá en una amenaza para la seguridad del mundo entero. Es triste que un melnibonés tenga que enfrentarse a tales problemas. —Sonrió irónicamente y prosiguió—: Aparte de eso, no me gustan estos hechiceros engreídos, pues lo que pretenden es emular al Brillante Imperio.

—Es verdad —reconoció Elric—. Constituyen una cultura insular, igual que la nuestra. Son magos y guerreros, como lo fueron nuestros antepasados. Pero su magia es menos saludable que la nuestra. Nuestros antepasados cometieron verdaderas barbaridades, sin embargo, era algo natural en ellos. Estos recién llegados, más humanos que nosotros, han pervertido su humanidad, algo que nosotros jamás tuvimos en el mismo grado. No volverá a existir otro Brillante Imperio, ni su poder durará más de diez mil años. Es ésta una era nueva, Dyvim Slorm, nueva en más de un sentido. Está a punto de surgir la era de la magia sutil. Los hombres encuentran ahora nuevos medios de controlar la fuerza natural.

—Nuestra ciencia es muy antigua —convino Dyvim Slorm—, tanto que guarda poca relación con los hechos presentes. Nuestra lógica y nuestro aprendizaje se adecuan más al pasado...

—Creo que estás en lo cierto —dijo Elric, cuyas emociones eran tan variadas que no se adaptaban ni al presente, ni al pasado, ni al futuro—. Por lo tanto, es apropiado que seamos vagabundos, porque en este mundo no hay sitio para nosotros.

Bebieron en silencio, de mal humor; sus mentes ocupadas en temas filosóficos. A pesar de ello, los pensamientos de Elric regresaban continuamente a Zarozinia y al temor por lo que podía haberle ocurrido. La inocencia de aquella muchacha, su vulnerabilidad y su juventud habían sido, al menos en cierta medida, su salvación. El amor protector que le inspiraba le había ayudado a no reflexionar demasiado sobre su propia vida llena de avatares y la compañía de Zarozinia había aliviado su melancolía. El extraño poema de la criatura muerta vagaba aún en su memoria. Sin duda, el poema se había referido a una batalla, y el halcón que Dyvim Slorm había visto también había hablado de una. Seguramente la batalla sería la que se produciría entre las fuerzas de Yishana y las de Sarosto de Dharijor y Jagreen Lern de Pan Tang. Si quería encontrar a Zarozinia, entonces debería acompañar a Dyvim Slorm y tomar parte en el conflicto. Aunque podía perecer, imaginó que lo mejor era obedecer cuanto mandaban los presagios, de lo contrario podría perder incluso la ligera posibilidad de volver a ver a Zarozinia. Se volvió hacia su primo y le dijo:

—Mañana te acompañaré, y utilizaré mi espada en la batalla. Por lo demás, tengo la sensación de que Yishana necesitará cuanto guerrero encuentre para hacer frente al Teócrata y sus aliados.

Dyvim Slorm asintió y luego dijo:

—Estarán en juego no sólo nuestro destino sino el de las naciones... 

3

Diez hombres terribles conducían sus carruajes dorados hacia el pie de una negra montaña que vomitaba fuego azul y rojo y se sacudía en un espasmo destructivo.

Por todo el globo, las fuerzas de la naturaleza se mostraban igual de agitadas y rebeldes. Aunque pocos lo notaran, la tierra estaba cambiando. Los Diez sabían por qué, y conocían a Elric y sabían que ese conocimiento los vinculaba a él.

Anochecía y el cielo estaba teñido de un tono púrpura pálido; el sol pendía cual globo ensangrentado sobre las montañas, pues finalizaba el verano. En los valles, las cabañas ardían al caer la lava hirviente sobre sus tejados de paja.

Sepiriz, el hombre que conducía el primer carruaje, vio como los aldeanos huían en confusa multitud, cual hormigas a las que les hubieran destruido el nido. Se volvió hacia el hombre de azul armadura que iba tras él y sonrió casi con alegría.

—Mira cómo corren —le dijo—. Mira cómo corren, hermano. ¡Ay, qué júbilo... las fuerzas que aquí actúan!

—Es bueno haberse despertado en esta época —convino su hermano elevando su voz por encima del rugido del volcán.

La sonrisa desapareció de los labios de Sepiriz y sus ojos se entrecerraron. Azotó a sus dos caballos con un látigo de cuero de toro haciendo brotar la sangre de los flancos de los negros corceles que se lanzaron a galope tendido montaña abajo.

En la aldea, un hombre vio llegar a los Diez. Gritando como un poseso manifestó su temor en una advertencia:

—El fuego los ha echado de la montaña. ¡Escondeos... huid!

Han despertado los hombres del volcán... ahí vienen. Los Diez han despertado según la profecía... ¡es el fin del mundo!

En ese momento, la montaña escupió otra bocanada de roca hirviente y lava llameante que alcanzó al hombre, que cayó al suelo y murió gritando horriblemente. Su muerte fue innecesaria, pues los Diez no estaban interesados en él ni en los suyos.

Sepiriz y sus hermanos cruzaron la aldea al galope mientras las ruedas cíe sus carruajes traqueteaban por las calles y los cascos de sus caballos retumbaban.

A sus espaldas, la montaña rugía.

— ¡Hacia Nihrain! —gritó Sepiriz—. Deprisa, hermanos, pues tenemos mucho por hacer. ¡Hemos de rescatar del Limbo una espada y encontrar a dos hombres que la lleven a Xanyaw!

Le embargó la alegría al ver que a su alrededor temblaba la tierra y al oír el crepitar de las llamas y el estampido de las rocas. Su cuerpo negro brillaba, y en él se reflejaban las llamas de las casas incendiadas. Los caballos tiraban de sus arneses arrastrando el carruaje corcoveante a toda velocidad, sus cascos se movían con tal rapidez que apenas se los veía tocar el suelo y parecía que volasen.

Tal vez así fuera, pues los corceles de Nihrain eran famosos por ser diferentes de los caballos corrientes.

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