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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (6 page)

Observaron que en el valle había un jinete que cabalgaba hacia ellos. Como sólo era uno, nada temieron, de modo que esperaron a que se les acercase. Para su sorpresa, era Orozn, que iba vestido con ropas nuevas de piel de lobo y cuero de venado. Los saludó en tono amistoso.

—He venido a buscaros. Debéis de haber tomado un camino más difícil que yo.

—¿De dónde vienes? —inquirió Elric; su rostro estaba tenso y la piel tirante hacía resaltar sus pómulos. Sus brillantes ojos carmesíes le hacían asemejar más que nunca a un lobo. El destino de Zarozinia era un peso que no abandonaba su mente.

—Hay un poblado aquí cerca. Venid, os llevaré hasta él.

Siguieron a Orozn durante un trecho; oscurecía, y el sol poniente teñía de rojo las montañas, cuando alcanzaron el extremo opuesto del valle, donde se alzaban unos cuantos abedules, y un poco más arriba, un grupo de abetos.

Orozn los condujo hasta ese bosquecillo.

De la oscuridad salieron vociferando unos doce hombres atezados, poseídos por el odio, y algo más. En las manos que más bien parecían garras empuñaban las armas. Por las armaduras, los hombres provenían de Pan Tang. Debieron de haber capturado a Orozn y lo persuadieron para que condujera a Elric y a su primo hasta aquella emboscada.

Elric hizo girar a su corcel y retrocedió.

—¡Orozn, nos has traicionado!

Pero Orozn siguió cabalgando. Se volvió una sola vez, su rostro pálido torturado por la culpa. Pero después, apartó la vista de Elric y de Dyvim Slorm, frunció el ceño y bajó por la colina cubierta de musgo húmedo para internarse en la aullante oscuridad de la noche.

Elric sacó a Tormentosa del cinturón, aferró la empuñadura, bloqueó un golpe de una maza con remaches de bronce, deslizó la espada por el mango de la maza y le rebanó los dedos a su atacante. El albino y Dyvim Slorm no tardaron en quedar rodeados, pero Elric siguió peleando, mientras Tormentosa cantaba su salvaje canción de muerte.

Pero los dos imrryrianos seguían débiles a causa de los rigores de sus pasadas aventuras. Ni siquiera la maligna fuerza de Tormentosa bastaba para revitalizar a Elric por lo que el albino sintió miedo, pero no de los atacantes, sino del hecho de que estaba destinado a morir o ser capturado. Tenía la sensación de que aquellos guerreros nada sabían del papel desempeñado por su amo en la profecía, y que tampoco se daban cuenta de que, de momento, él no debía morir.

Mientras continuaba luchando, decidió que, en realidad, se iba a cometer un gran error...

—¡Arioco! —El miedo le hizo invocar al dios demonio de Melniboné—. ¡Arioco, ayúdame! ¡Sangre y almas por tu ayuda! Pero aquella entidad intratable no envió su ayuda.

La larga espada de Dyvim Slorm alcanzó a un hombre justo debajo del gorjal y le atravesó la garganta. Los demás jinetes de Pan Tang se le echaron encima pero se vieron obligados a retroceder ante el torbellino de su espada.

— ¿Para qué adoramos a semejante dios si casi siempre decide por puro capricho? —preguntó Dyvim Slorm a gritos.

— ¡Quizá crea que ha llegado nuestra hora! —le contestó Elric mientras su espada rúnica se bebía la vida de 

otro enemigo.

Perdiendo rápidamente las fuerzas, continuaron luchando hasta que un nuevo sonido se elevó por encima del entrechocar de las armas; era el sonido de carros y de unos gemidos.

Entonces cayeron sobre todos ellos; eran unos hombres negros con bonitas facciones y bocas orgullosas de finos labios. Sus magníficos cuerpos iban medio desnudos bajo las capas de zorro blanco que volaban tras ellos; lanzaban sus jabalinas con una tremenda precisión a los asombrados hombres de Pan Tang.

Elric desenvainó la espada dispuesto a luchar o a huir.

— ¡Éste es el que buscamos... el de la cara pálida! —gritó uno de los aurigas negros al ver a Elric.

Los carros se detuvieron, y los enormes corceles comenzaron a patear el suelo y a resollar. Elric se acercó al jefe del grupo.

—Os estoy agradecido —le dijo medio cayéndose de la silla por la debilidad. Volvió los hombros encorvados y añadió—: Al parecer me conocéis... es la tercera vez en mi viaje que me encuentro con alguien que me reconoce sin que yo pueda devolverle el cumplido.

El jefe del grupo tironeó de su capa de zorro para cubrirse el pecho desnudo y sonrió son sus finos labios.

—Me llamo Sepiriz y no tardarás en conocerme. En cuanto a ti, te conocemos desde hace miles de años. Elric, ¿no eres acaso el último rey de Melniboné?

—Es verdad.

—Y tú —dijo Sepiriz dirigiéndose a Dyvim Slorm—, eres primo de Elric. Sois los dos últimos representantes del linaje de Melniboné.

—Así es —convino Dyvim Slorm; la curiosidad se le reflejaba en los ojos.

—Esperábamos a que pasarais por aquí. Había una profecía...

— ¿Vosotros sois los raptores de Zarozinia? —inquirió Elric llevando la mano a la espada.

—No —repuso Sepiriz sacudiendo la cabeza—, pero podemos decirte dónde está. Cálmate. Aunque me hago cargo de la agonía por la que estarás pasando, podré explicaros mejor cuanto sé si volvemos a nuestros dominios.

—Antes dinos quiénes sois —exigió Elric.

—Ya nos conoces —dijo Sepiriz sonriendo levemente—, creo... o al menos conoces nuestra existencia. En la primera época del Brillante Imperio entre tus antepasados y mi pueblo existió una cierta amistad. —Hizo una pausa antes de continuar—: ¿Has oído, quizá en Imrryr, unas leyendas que hablan de los Diez de las montañas? ¿De los Diez que duermen en la montaña de ruego?

—Muchas veces —repuso Elric conteniendo el aliento—. Ahora te reconozco por las descripciones. Pero se dice que dormís durante siglos en la montaña de fuego. ¿Por qué estáis merodeando de este modo, lejos de vuestro lugar?

—Una erupción nos obligó a salir de la casa que tenemos en el volcán, que permaneció inactivo durante dos siglos. Últimamente, la tierra ha experimentado muchos de estos movimientos naturales. Supimos entonces que había llegado el momento de volver a despertarnos. Éramos siervos del Destino, y nuestra misión está fuertemente ligada al tuyo. Te traemos un mensaje del raptor de Zarozinia... y otro de una fuente distinta. ¿Nos acompañarás ahora al Abismo de Nihrain para enterarte de cuanto podemos decirte?

Elric reflexionó durante un instante, luego levantó su cara pálida y dijo:

—Me urge clamar mi venganza, Sepiriz. Pero si lo que vas a contarme facilitará mi propósito, iré contigo.

— ¡Andando, pues!

El negro gigante tiró de las riendas de su caballo e hizo que el carro diera la vuelta.

El viaje hasta el Abismo de Nihrain duró un día y una noche; se trataba de un lugar donde había una enorme fisura abierta en las montañas, al que nadie osaba acercarse; poseía un significado sobrenatural para quienes habitaban cerca de las montañas.

El arrogante nativo de Nihrain apenas habló durante el viaje y por fin, cuando llegaron al Abismo, descendieron con los carros por un empinado sendero serpenteante que se internaba en las oscuras profundidades.

A unos setecientos metros de la superficie ya no penetraba la luz, pero delante de ellos vieron la luz vacilante de unas antorchas que iluminaban parte de un fantástico mural tallado y revelaban una abertura en la roca. Mientras guiaban a sus caballos para que continuaran descendiendo, vieron detalladamente la aterradora ciudad de Nihrain, que los extranjeros llevaban muchos siglos sin atisbar. Allí vivían los últimos habitantes de Nihrain; eran diez hombres inmortales de una raza más antigua que la de Melniboné, y poseían una historia de veinte mil años.

Por encima de ellos, talladas siglos antes en la piedra viva, se elevaban columnas gigantescas, enormes estatuas y amplios balcones de varios niveles. En la parte frontal del abismo aparecían ventanas de treinta metros de altura y extensos escalones. Los Diez condujeron sus carros amarillos a través de una puerta imponente y entraron en las cavernas de Nihrain, que aparecían enteramente tapizadas de extraños símbolos y murales aún más extraños. Los esclavos, que habían despertado de un sueño de siglos para atender a sus amos, se les acercaron a la carrera. Ni siquiera ellos guardaban un gran parecido con los hombres que Elric conocía.

Sepiriz le entregó las riendas a un esclavo mientras Elric y Dyvim Slorm desmontaban, mirando a su alrededor asombrados.

—Y ahora —les dijo—, vayamos a mis aposentos donde os informaré de lo que queréis saber... y os diré qué debéis hacer.

Conducidos por Sepiriz, los deudos avanzaron a grandes zancadas nerviosas por las galerías y entraron en una amplia estancia llena de esculturas oscuras. En esa estancia, dispuestos en círculos, había varios fuegos que ardían en enormes parrillas. Sepiriz instaló su enorme corpachón en una silla y les hizo señas para que ocuparan otras dos similares, talladas en bloques de ébano. Cuando se hubieron sentado ante uno de los fuegos, Sepiriz inspiró profundamente mirando a su alrededor, recordando quizá su historia reciente.

Molesto por aquel despliegue despreocupado, Elric dijo con impaciencia:

— Perdóname, Sepiriz..., pero prometiste transmitirnos tu mensaje.

—Es verdad —admitió Sepiriz—, pero es tanto lo que debo contaros que he de hacer una pausa para ordenar mis pensamientos. — Se acomodó en la silla antes de proseguir, y finalmente dijo—: Sabemos dónde está tu esposa, y sabemos también que se encuentra a salvo. No le harán daño puesto que van a devolverla a cambio de algo que tú posees.

—Entonces cuéntame toda la historia —pidió Elric, desolado.

—Éramos amigos de tus antepasados, Elric. Y también éramos amigos de quienes los suplantaron, los que forjaron la espada que llevas.

Elric se sintió interesado a pesar de su ansiedad. Durante años había intentado deshacerse de la espada rúnica, pero jamás lo había logrado. Todos sus intentos habían fallado y todavía necesitaba llevarla, aunque con las medicinas lograba ya gran parte de sus fuerzas.

—¿Estarías dispuesto a deshacerte de tu espada, Elric? —inquirió Sepiriz.

—Sí..., es de todos sabido.

—Entonces, escucha esta historia: Sabemos para quién y para qué fue forjada la espada, así como su gemela. Fueron hechas con un fin especial y para hombres especiales. Sólo los melniboneses pueden llevarlas, y de ellos sólo los de sangre real.

—La historia y la leyenda melnibonesas no mencionan que las espadas deban tener un fin especial —aclaró Elric inclinándose hacia adelante.

—Hay secretos que no conviene desvelar —repuso Sepiriz tranquilamente—. Esas espadas fueron forjadas para destruir a un grupo de seres muy poderosos. Entre ellos se encuentran los Dioses Muertos.

—Los Dioses Muertos..., pero por su mismo nombre deberías saber que perecieron hace siglos.

— «Perecieron» como tú dices. En términos humanos están muertos. Pero eligieron morir, eligieron deshacerse de la forma material y lanzar su materia viva en la negrura de la eternidad, porque en aquellos días estaban llenos de temor.

Elric no alcanzaba a concebir realmente cuanto Sepiriz le describía, pero aceptó lo que el nihrainiano decía y siguió escuchando.

—Uno de ellos regresó —dijo Sepiriz.

— ¿Por qué?

—Para buscar, a cualquier precio, dos cosas que lo amenazan tanto a él como a sus compañeros... Dondequiera que se encuentren, todavía pueden resultar dañados por estas cosas.

—¿Y cuáles son?

—Tienen la apariencia terrenal de dos espadas, con tallas rúnicas, de naturaleza mágica... Enlutada y Tormentosa.

— ¡ Ésta! —exclamó Elric tocando su espada—, ¿Por qué iban los dioses a tener miedo de mi espada? Además, la otra fue a parar al Limbo junto con mi primo Yyrkoon, al que maté hace muchos años. Se ha perdido.

—Eso no es verdad. Nosotros la recuperamos... era parte del designio que el Destino nos tenía guardado. La tenemos aquí, en Nihrain. Las espadas fueron forjadas para tus antepasados, que las utilizaron para deshacerse de los Dioses Muertos. Las forjaron otros herreros no humanos que también eran enemigos de los Dioses Muertos. Estos herreros se vieron obligados a combatir el mal con mal, aunque ellos no estaban comprometidos con el Caos, sino con la Ley. Forjaron las espadas por diversos motivos... liberar al mundo de los Dioses Muertos era sólo uno de ellos.

—¿Y los otros motivos?

—Los conocerás en su debido momento... pues nuestro vínculo no acabará hasta que se haya verificado todo el destino. Estamos obligados a no revelar los otros motivos hasta que llegue el instante oportuno. Elric, tienes un destino peligroso que no envidio.

— ¿Cuál es el mensaje que tienes? —preguntó Elric, impaciente.

—Debido al alboroto creado por Jagreen Lern, uno de los Dioses Muertos ha podido regresar a la tierra, tal

como te he explicado. Ha reunido a algunos acólitos. Ellos raptaron a tu esposa.

Elric sintió que una profunda desesperación se apoderaba de él. ¿Acaso debía desafiar a un poder como aquél?

— ¿Por qué...? —inquirió con un hilo de voz.

—Darnizhaan sabe que para ti Zarozinia es muy importante. Y quiere trocarla por las dos espadas. En este asunto no somos más que mensajeros. Hemos de entregarte la espada que custodiamos o bien a ti o a Dyvim Slorm, porque por derecho pertenece a la familia real. Las condiciones de Darnizhaan son simples. Enviará a Zarozinia al Limbo a menos que tú le entregues las espadas que amenazan su existencia. La muerte de tu esposa, no sería una muerte como la que nosotros conocemos, sino que sería desagradable y eterna.

—Y si acepto hacer lo que me pide, ¿qué ocurriría?

—Volverían todos los Dioses Muertos. ¡El poder de las espadas es lo único que les impide hacerlo!

—¿Y qué ocurriría si los Dioses Muertos regresaran?

—Sin la presencia de los Dioses Muertos, el Caos amenaza con conquistar el planeta, pero con ellos, sería invencible y su efecto sería inmediato. El mal arrasaría el mundo. El Caos sumiría a esta tierra en un infierno maloliente, lleno de terror y destrucción. Ya has tenido ocasión de ver con tus propios ojos lo que está sucediendo, y piensa que Darnizhaan acaba de regresar.

—¿Te refieres a la derrota de los ejércitos de Yishana y a la conquista por. parte de Sarosto y Jagreen Lern?

—Exactamente. Jagreen Lern ha hecho un pacto con el Caos, con todos los Señores del Caos, no sólo con los Dioses Muertos, pues el Caos teme los planes que el Destino tiene guardados para el futuro de la tierra y está dispuesto a impedir que se lleven a cabo, para ello es preciso que domine nuestro planeta. Los Señores del Caos ya tienen una fuerza considerable sin la ayuda de los Dioses Muertos. Darnizhaan debe ser destruido.

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