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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (8 page)

Me despierto antes que ella. Ya es de día. Hoy es sábado, hoy es su día libre y yo tampoco tengo que ir al hospital. Habíamos hablado de pasar el día juntas, de ir a comer fuera, de irnos al cine. Hacer vida de pareja, de pareja que está empezando, que se está conociendo, que tiene muchas cosas que contarse. Pero yo apenas hablo de mí. Ella no sabe casi nada de mi vida. Por no saber, ni siquiera sabe que en mi vida hay un marido y una casa en las afueras. Un matrimonio sin sentido que aguanto por inercia y una casa a la que no considero mi hogar. Ella cree que sigo viviendo con mis padres.

Me levanto de la cama con cuidado y voy hasta el cuarto de baño. Descargo mi vejiga agarrando mi cabeza con las manos. Culpable. Me siento culpable. Necesito marcharme de aquí. No puedo ser tan cruel con ella. Salgo del baño, recojo mi ropa desperdigada y voy vistiéndome mientras regreso al dormitorio. La despierto suavemente. Me tengo que ir, he llamado a mi casa y mi madre no se encuentra bien. Ella entreabre los ojos somnolientos. ¿Le pasa algo grave?, pregunta. No lo sé, mi padre quiere llevarla a urgencias. Voy a verla yo, a ver qué le pasa. Te llamo, ¿vale? Le doy un beso en la frente y salgo del dormitorio. Recojo mi bolso del salón y abro la puerta del piso.

Cuando salgo al descansillo me encuentro con que una chica también está saliendo del piso de al lado con cara de pocos amigos. Me resulta vagamente familiar. Mi camarera me ha comentado que su vecina también entiende, que se ha mudado hace poco y han hecho muy buenas migas. Pero sospecho que ésta no es su vecina, sino su novia, o su aventura, o su ligue de anoche. No cierra la puerta con llave ni actúa con la desenvoltura de un inquilino habitual. Bajamos juntas el trecho de escaleras para coger el ascensor y realizamos el lento descenso hasta la planta baja en silencio y con una palpable incomodidad. Al llegar abajo atravesamos el portal en penumbra y salimos a la calle. Ella se pone unas gafas de sol y se va calle abajo, supongo que en dirección al metro. Yo cruzo la calle en dirección a mi coche. Ya dentro no puedo soportar más y rompo a llorar escondiendo la cabeza en el volante.

Conduzco hasta casa aún con lágrimas en los ojos. No recuerdo si Juanjo volvía hoy o mañana. Deseo que no sea hoy porque no soportaría tener que ver su cara de perro pachón pululando por la casa. Necesito estar sola todo el tiempo que sea posible.

Sin embargo al llegar veo su coche en el garaje y todas mis esperanzas se vienen abajo. Entro por la cocina sigilosamente. La casa está en silencio. Tal vez haya salido a dar una vuelta, a hacer jogging. Pero no. A lo lejos oigo el repiquetear del teclado del ordenador. Temerosa me acerco a su despacho. ¿Has vuelto antes, no?, le pregunto. Sí, me contesta, me adelantaron el vuelo. Llegué anoche. ¿De dónde vienes?, me pregunta con acritud mirándome por primera vez desde que he llegado. Le cuento que salí anoche con unos compañeros del trabajo y que bebí demasiado y me dio miedo coger el coche. Así que me quedé a dormir en casa de una compañera. Muy bien, contesta indiferente encogiéndose de hombros. Ah, por cierto, mañana comemos en casa de mis padres, así que haz el favor de no irte muy lejos.

No me molesto en contestarle. Me doy la vuelta y subo arriba, encerrándome con prisa en el cuarto de baño del dormitorio. Echo el pestillo, mi bolso cae al suelo, abro el grifo del lavabo. Mojo mi cara para borrar los rastros del llanto. Observo mi rostro en el espejo para ver que el agua se mezcla con nuevas lágrimas.

Estoy aún encerrada en el baño, sentada en el suelo, cuando oigo que se marcha. Espero aún un rato más antes de salir. Entonces salgo y bajo hasta el despacho. Enciendo el ordenador y cojo el libro de poemas de Safo. Entro en la página de envío de mensajes a móviles y tecleo el breve verso que he escogido para hoy: «Te olvidaste ya de mí… ¿o es que más que a mí tal vez amas a alguna persona?».

Pincho con el cursor en el icono de enviar. Después apago el ordenador, subo al dormitorio y me tomo un par de pastillas para poder desconectarme del mundo por un rato.

Vamos en el coche. Juanjo conduce. Yo voy a su lado, las gafas de sol puestas, mirando por la ventanilla. No hay conversación, ni siquiera hay música, la radio está apagada. Avanzamos a gran velocidad por la carretera de Colmenar. Vamos a casa de sus padres. La comida familiar que hacen sin falta todos los meses para montar la comedia. Aparentar que somos una familia muy unida cuando, en realidad, no nos soportamos los unos a los otros. Llevo demasiados años aguantando la misma farsa. Desde que mi padre se empeñó en que tenía que casarme con ese muchacho tan prometedor, hijo de un amigo suyo. Y yo no me opuse. ¿Qué podía haber hecho? Ellos seguían con su férrea vigilancia aunque hicieran treguas. Pensé que si me casaba tendría más libertad. Al fin y al cabo, siempre podría divorciarme y entonces recuperar mi libertad completamente.

Pero no me divorcio, sigo casada con alguien a quien no soporto y al que sólo me une un contrato en el que figuran las firmas de ambos. Y mientras, sigo aguantando estas comidas familiares donde se exponen los logros personales y se machaca con la insidiosa pregunta de siempre: ¿Cuándo nos vais a dar un nietecito?

Espera sentada, vieja pécora. O pídele el nietecito a alguna de sus zorras.

El timbre del móvil me saca del letargo. Rebusco en el bolso aunque sé que ahora mismo sólo me podría llamar una persona. Y no me equivoco. Es ella, mi camarera. Rechazo la llamada y apago el móvil. Juanjo ni me mira mientras lo hago. Un momento después me pregunta: ¿quién era? No lo sé, me he quedado sin batería. Será alguien del hospital, no sé… La conversación termina ahí. A Juanjo le importa poco quien me llame. A veces me pregunto por qué seguimos manteniendo esta farsa.

Comida y más comida. Como si fuéramos un ejército que regresa de combate. Cuando el verdadero combate es este. El que entablamos cada vez que nos sentamos a esta mesa. O a otra similar. Mis padres, los de Juanjo y su hermano. El pobre Jesús, que tiene que cargar con el estigma de ser la oveja negra de la familia por haberse conformado, según ellos, con ser profesor de Historia en un instituto de secundaria de la periferia. En una familia de médicos y psiquiatras de éxito siempre lo han considerado como una auténtica deshonra. Mucho más que el hecho de que Jesús sea también la oveja rosa, la única persona de homosexualidad declarada en la familia. Aunque nunca se habla de ello. Los padres lo toleran pero hacen como si no existiese. Juanjo lo critica abiertamente aunque nunca en público ni delante de él. Las formas ante todo. Si mi hermano es maricón no es algo que se tenga que saber en una esfera diferente a la estrictamente familiar.

Lo peor de la comida: la sobremesa. Como si aún estuviéramos en una sociedad victoriana, los hombres se reúnen en un salón aparte, con brandy y habanos, a hablar de trabajo mientras que las mujeres nos juntamos en el saloncito con nuestros insípidos cafés con leche, a hablar de trivialidades de la prensa rosa y esos conocidos de los lugares comunes que frecuentamos. Hoy, más que nunca, se marca la diferencia que existe entre ellos y yo. Quizá sea la presencia de Jesús, tan poco habitual en este tipo de reuniones, la que hace más patente nuestra común disidencia del orden establecido. Le veo deambular por el jardín a través de los ventanales y decido que tengo que salir. Buscar su compañía. Porque tenemos más en común de lo que él se podría imaginar. Porque quién se podría imaginar que la hija perfecta, la mujer que a sus casi treinta y cuatro años tiene plaza fija en el hospital y se va haciendo un hueco y un nombre en la profesión, quién se podría imaginar que a ella lo que de verdad le gustaría sería dejar ese mundo, dejar a su perfecto marido para dedicarse a vivir la vida de verdad. Que lo que realmente le gustaría es tener a una mujer, no a un hombre, esperándola por las noches con la cena preparada. Al menos Jesús ha tenido la honestidad y la valentía de hacerle frente a la verdad. Yo sigo bajo el yugo de la convención. Aunque a veces me escape por los resquicios.

Me acerco a él por detrás. Se sobresalta porque no me esperaba. Le ofrezco un cigarro. Menea negativamente la cabeza. Se me había olvidado que no fuma. Me enciendo el cigarro mirando al infinito, como él. ¿Qué tal?, le pregunto. Bien, me contesta él. ¿Y en el instituto? Bien, estoy muy contento, mis chicos son un encanto, aunque hay cada uno que… Los dos nos reímos. Ya, las nuevas generaciones. Sí, hay gente muy válida pero hay otra a la que habría que sentar y explicarle que la vida es algo más que hacer lo que ellos quieran. Los dos estamos cortados. Nunca hemos tenido mucho contacto. Y a mí ahora me gustaría poder abrirme a él, decirle que entiendo exactamente cómo se siente cada vez que acude a una de estas reuniones familiares. Que yo también siento distinto aunque aparente lo contrario. Que a mí lo que me gustaría es compartir mi vida con una mujer que me quisiera en lugar de hacerlo con un afamado psiquiatra que la mayor parte del tiempo se olvida de mi existencia en su vida. Seguro que él me comprendería. Porque él es igual que yo. Siente lo mismo que yo. Aunque él no lo esconde, lo afronta, lo hace público y acarrea con las consecuencias. Él es valiente, es honesto y consecuente. Yo no.

¿Qué tal con…?, empiezo a preguntarle sin conseguir recordar el nombre del chico con el que sale. ¿Con Jose? me recuerda él. Bien, cada vez mejor, estoy empezando a pensar en pedirle que vivamos juntos. Aunque a estos les daría un patatús si supieran que quiero volver a vivir con otro tío. A veces me da la sensación de que aún están esperando que vaya por el buen camino y deje la fase de la ambigüedad. Agradezco la confianza y la confidencia. Sí, ya, aún pensarán que estás atravesando una fase que se te pasará en cuanto encuentres a la mujer adecuada. Me sonríe con complicidad y siento que quizá podría contarle la verdad, lo que nadie sabe, lo que incluso mis padres han olvidado. Me pregunto si él estará al corriente de lo que ocurrió hace años. Mis padres han hecho siempre como si no hubiera ocurrido pero nunca se sabe hasta dónde pueden llegar los rumores.

¿Te puedo hacer una pregunta?, me dice de repente, lo que confirma mis sospechas. Tú dirás, le contesto. No sé, es un poco violento, es algo que escuché hace tiempo, muy de pasada y no sé hasta qué punto es verdad. Le miro interrogante. Bueno, verás, cuando empezaste a salir con mi hermano, escuché en algún momento que antes de conocerle… bueno, que en la facultad tuviste una historia con… con una chica. Se me queda mirando, esperando una respuesta, la confirmación de sus sospechas de que estoy en su mismo barco. ¿Es verdad?, se atreve a preguntar. Yo le miro a los ojos. Sí, es verdad, le contesto. Él vuelve a perder la mirada en el infinito. Bueno, supongo que en tu caso sí que pudo ser una fase, me dice sin mirarme. Yo estoy helada, son muchas confesiones en muy poco tiempo pero sé que con él estoy segura, que él no dirá nada. Espero a que vuelva a mirarme, a que vuelva a posar su mirada sobre mí para que vea mi rostro, mis ojos vidriosos, anhelantes, ansiosos de destapar la verdad, aunque tan sólo sea ante él, y que me oiga decir, sin titubeos, con total seguridad, las palabras que llevo años diciéndome a mí misma.

No, no fue una fase. Soy así. Es lo que siento. Pero me he obligado a mí misma a ocultarlo.

Sus ojos buscan los míos a la hora de la despedida. Mi confesión nos ha unido y ahora las cosas son algo diferentes entre nosotros. Ya no sólo somos los cuñados que se limitan a saludarse cordialmente y hablar del tiempo porque no tienen nada en común que contarse. Nos apartamos instintivamente de los demás. Me abraza con fuerza, pegando su pecho al mío. Sé fuerte, me susurra al oído. Algún día harás frente a todo. Casi se me saltan las lágrimas al oírle. Me separo de él y cambio mi cara para poder despedirme de los demás sin que noten el estado de ánimo tan deplorable que me domina.

Salimos de la casa. Mis padres se dirigen a su coche, Juanjo y yo al nuestro. Jesús, con el casco colgado del brazo, se acerca a su enorme moto. Se monta en ella y, antes de ponerse el casco, me lanza una mirada llena de ternura. Asiento con la cabeza, intentando hacerle comprender. Él también asiente, se coloca el casco y arranca la máquina. Sale a toda velocidad antes de que ninguno de nosotros se haya puesto en marcha.

No sabía que fueras tan amiga de mi hermano, me dice Juanjo. Y no lo soy, simplemente he estado hablando un poco con él. ¿Sólo hablando? Y escuchando sus mariconadas, seguro. Mira, lo último que le hace falta a mi hermano es que le apoyemos en su estilo de vida… alternativo. A ver si se da cuenta de que así no se puede ir por el mundo. Le miro sorprendida. Y con rabia. Con furia. Me dan ganas de gritarle, de chillarle. De decirle: ¿y tú qué? ¿Sabes que estás casado con una jodida bollera? ¿Con alguien que a tus ojos es tanto o más abominable que tu hermano? Porque al menos tu hermano ha tenido los huevos suficientes de plantaros cara a todos mientras que yo sigo sin tener valor siquiera para dejarte. Me pregunto qué cara pondría al enterarse. Pero Juanjo sigue con la vista fija en la carretera, no me mira. Nunca me mira. Algún día querrá buscarme con la mirada y no me volverá a encontrar.

Me da miedo ir al hospital. Aunque esta semana nuestros turnos no coincidan. Siento que le debo una explicación. No por marcharme de aquel modo de su casa el sábado por la mañana. Le debo una explicación por todo lo que no le he dicho, por todo lo que le he ocultado, por todo en lo que he mentido. Pero siento que no puedo. No puedo, no puedo, no puedo,…

Me llama al móvil constantemente. Me manda mensajes escritos. Me deja otros tantos en el buzón de voz. Y yo no contesto, no contesto nunca. Hasta que deja de llamarme, de enviarme mensajes. Desaparece de repente. Aunque sigue en el mismo sitio de siempre. En el sitio en que la dejé.

Me la encuentro en el hospital. En un pasillo. Es obvio que me estaba buscando. La veo a lo lejos. Nuestras miradas se cruzan aunque yo intente fingir que no la he visto fijando mis ojos en unos informes que llevo en la mano. Se interpone en mi camino, entorpeciendo mis pasos. Me obliga a mirarla. Pero ella no dice nada, tan sólo me observa con unos ojos tristes y vidriosos. Después de un momento así me pregunta: ¿No tienes nada que decirme?

Casi no puedo creer a mi voz diciendo: No, no tengo nada que decirte.

Casi no puedo creer que mi cuerpo sea capaz de esquivarla y seguir su camino. Dejarla atrás.

No ha vuelto a llamar. ¿Acaso esperaba que lo hiciera? Nadie quiere ser el felpudo de nadie. Nadie viene tambaleándose a pedir más golpes.

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