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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (4 page)

BOOK: Llévame a casa
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—¡Venga, chicas, moveos!

Silvia apagó finalmente la luz y ambas se pusieron en movimiento. Al llegar a la puerta del piso vio que todos menos Jose habían salido ya mientras él contenía a Brando, que parecía haberse enterado de que no estaba invitado a la excursión y ladraba en señal de protesta.

Bajaron hasta el portal donde Chus y las dos parejitas reían y hablaban animadamente. Vio que Inma y Marga habían aparcado justo enfrente y que Chus había dejado la moto unos metros más allá. Antes de que pudiera preguntar cómo se repartían, todas las chicas se estaban metiendo en el coche y Chus ya se encaminaba a la moto.

—Bueno —comenzó Jose—, nos encontramos en la plaza en lo que tardemos en llegar.

—Que no será poco teniendo en cuenta que tenemos que aparcar —apuntó Ángela con una sonrisa.

—Tú te vienes con nosotras, ¿no, Jose? —preguntó Silvia a la desesperada viendo que ni haciéndolo adrede sus amigos le podían haber preparado una encerrona mejor.

—No, cielo, yo me voy con Chus en la moto —le dijo con media sonrisa burlona antes de darse la vuelta y encaminarse hasta donde estaba Chus ya arrancando—. ¡Hasta ahora!

Las portezuelas del coche se cerraron y Marga puso en marcha el motor. Silvia se giró hacia Ángela con una mirada interrogante de cejas alzadas.

—Mi coche está aparcado por allí —dijo Ángela señalando un punto inconcluso en la lejanía.

Comenzaron a andar en completo silencio. A Silvia no le gustaban nada esa clase de situaciones. Su timidez innata la bloqueaba. No se atrevía a hablar. Y siempre tenía la sensación de que estaba quedando como una imbécil. Si a eso se le añadía el creciente interés que sentía por su acompañante, la cosa se complicaba por momentos.

—Tus amigos parecen majos —dijo Ángela de repente, rompiendo el molesto silencio.

Silvia tardo un momento en contestar.

—Sí, sí que lo son aunque…

—¿Aunque qué?

—No sé, a veces se hace un poco difícil ser la única del grupo que no tiene pareja. Es como si fuese su mascota.

Ángela rió con ganas.

—¿Su mascota? No seas así, no creo que te consideren su mascota.

—No sé —suspiró Silvia—. Siempre me están diciendo que me eche novia y que salga con alguien y que me enrolle con fulanita o con menganita y…

—¿Y?

—Bueno, si no ha aparecido nadie en todo este tiempo es porque no tenía que aparecer, ¿no?

—Es posible… ¿Tú tienes la puerta abierta? —le preguntó—. Aquí está el coche.

Se detuvieron frente al 206 rojo de Ángela. Los intermitentes lanzaron un destello cuando su propietaria pulsó el mando a distancia de la llave para abrirlo. Silvia rodeó el coche para abrir la puerta del acompañante. Mientras, Ángela se quitaba el abrigo y lo dejaba en el asiento de atrás.

—¿Que si tengo la puerta abierta? —prosiguió Silvia poniéndose el cinturón de seguridad—. Sí, supongo que sí. Pero también voy con mucho cuidado.

—¿Tienes miedo de que te vuelva a pasar lo mismo que con tu última novia?

—Sí, claro que tengo miedo pero…

—¿Lo tienes superado? —le preguntó mirándola inquisitivamente mientras arrancaba.

—¡Claro que lo tengo superado! —dijo elevando la voz.

—No te pongas a la defensiva —contestó con calma Ángela maniobrando para salir—, pero a mí no me lo parece.

Ángela volvió a mirarla esperando tal vez una nueva respuesta por su parte que no llegó. Silvia se quedó en silencio. Sí que tenía superado lo de Carolina pero también era lógico que tuviese miedo, ¿no? Había conocido a Ángela de un modo peculiar y le había gustado mucho desde el primer momento. Sin embargo, ahora que estaba intentando iniciar algo, el miedo le estaba echando para atrás y le hacía ir con pies de plomo. Era normal. No pensaba volver a lanzarse a la piscina así por las buenas. No sin antes haber comprobado su profundidad, desde luego. Era algo comprensible. Nadie podía condenarla por ello.

Se mantuvieron en silencio mientras salían de la calle de Silvia para subir la calle Alcalá. Al llegar a un semáforo, Ángela estiró la mano hacia la guantera para sacar el frontal del radiocasete. Lo encajó en el hueco y lo encendió.

—¿Te gusta Amaral? —le preguntó.

—Sí, me gusta mucho —respondió Silvia aliviada ya de la tensión anterior—. Tengo todos sus discos, menos el último. O sea dos —rió.

—Aquí sólo tengo el último, me lo compré ayer —explicó subiendo un poco el volumen—. Oye, no te enfades por lo que te he dicho. A veces hablo demasiado.

—No, si puede que tengas razón y yo no me quiera dar cuenta.

—La verdad —comenzó— es que preferiría no tenerla —añadió mirándola a los ojos.

Pero el semáforo se puso en verde y Ángela volvió la vista al tráfico. Eva Amaral iba desgranando la primera canción del disco:
«Me siento tan rara… Las noches de juerga se vuelven amargas… Me río sin ganas con una sonrisa pintada en la cara…».

—¿Pero ni un besito ni nada? —le preguntó Jose con cómica afectación.

Silvia, hecha un ovillo en el sofá, negó con la cabeza al tiempo que esbozaba una sonrisa tímida escudada tras el libro que estaba leyendo.

—Que no, pesado —dijo al fin.

—¡Hija, cómo sois las bollos! El otro día os tirasteis toda la noche hablando y nada. Quedáis el jueves para tomar un café, ¡sólo para tomar un café, por favor! ¡Y además el día de San Valentín, pero bueno…! Y tampoco… ¿A qué aspiras, Silvi, cielo? A hacer encaje de bolillos, imagino, porque al paso que vas…

Silvia meneó la cabeza divertida.

—Tranquilo, las cosas con calma. Esto será algún tipo de penitencia que tengo que cumplir para compensar todas las veces que me he ido a la cama con una chica tres horas después de conocerla.

—Que no han sido muchas, dicho sea de paso. Además, ¿qué penitencia ni qué coño frígido? Niña, que aún queda mucho para Semana Santa y tú no es que seas muy habitual en la iglesia del barrio que digamos… ¿Y ayer?

Silvia le miró extrañada.

—¿Ayer qué?

—Ayer era viernes, ¿por qué no quedasteis?

—Tenía una cena con gente de su trabajo.

—¡Uy, niña, mal vamos…!

—¡Pero bueno! —rió con ganas—. ¿Esto qué es? Si tiene que irse a cenar que se vaya a cenar con quien quiera…

—¿Y si esa «quien quiera» te la quita?

—Pues entonces es que no era para mí —respondió desenvuelta intentando retomar la lectura.

—¡Hija, qué derrotista eres! —le espetó Jose. Luego se quedó un momento callado mirando fijamente el televisor encendido y sintonizado en el canal de vídeos musicales—. Habréis quedado hoy, ¿no? —volvió a la carga.

—Aún no. Dijo que me llamaría.

Jose consultó su reloj y adoptó una mueca de espanto.

—¡Pero si son más de las siete y media! ¿A qué hora te piensa llamar? ¿Cuando tengas el pijama puesto y te estés lavando los dientes para irte a la cama?

—Que llame cuando quiera —respondió Silvia pasando la página.

—¿Y por qué no llamas tú? Silvia le miró de soslayo.

—¿Yo? ¿Llamar? ¡Ja! Yo ya estoy harta de ir detrás de la gente. Si quiere algo tiene mi teléfono y sabe dónde vivo.

—¡Hija, pero qué reina te pones algunas veces…!

—Reina no, Jose. Yo ya le he dejado claro mi interés. Lo que no voy a hacer es lanzarme a su cuello desesperadamente.

Jose pareció darse por vencido. Se levantó del sofá dejando el mando a distancia donde había estado sentado.

—De verdad, Silvia, no sé qué voy a hacer contigo… —Silvia alzó los ojos por encima del libro y le miró con una inocente cara en la que se dibujaba una gran sonrisa—. Ya, ya, tú ríete, ríete, ya te arrepentirás cuando veas a ese pedazo de tía entre las garras de alguna de las lobas del Escape.

—No creo, no le gusta ir al Escape —se burló Silvia.

—Tienes salida para todo, ¿verdad? —le reprendió—. Bueno, yo me voy.

—¿A casa de Chus?

—Sí. Hoy la cosa va de cenita íntima… Y teniendo en cuenta que a Chus le cuesta diferenciar el apio del perejil, me llevaré un par de sobres de Almax por si acaso…

—Ya será menos…

—¡Ja! Alma cándida… Cómo se nota que no fuiste tú quien estuvo encadenada a la taza del water la última vez que al niño le dio por emular a Arguiñano… —Jose recogió su móvil y su cartera de encima de la mesa—. Pues eso, que me voy.

Se acercó al sofá a darle un beso.

—Llámala —le dijo en tono paternal mirándola a los ojos.

—Que no —volvió a espetarle ella riendo—. ¡Y vete de una vez, anda!

Jose salió del salón. Silvia le oyó ir a su habitación, seguramente para coger su abrigo. Luego cerró la puerta de su cuarto. Dio un nuevo grito de despedida y abrió la puerta del piso. Brando aguzó las orejas y miró en dirección al pasillo. Un leve gemido surgió de su garganta al oír cerrarse la puerta. Viendo que no sucedía nada más, saltó al sofá e imitó a su dueña haciéndose también un ovillo a su lado.

Silvia cerró entonces el libro dejándolo sobre su regazo. Miró hacia la calle a través de los ventanales del balcón y perdió la mirada en el cielo. Ya era completamente de noche.

Y no había llamado.

Y claro, ella no pensaba llamar. No quería ceder. No quería asumir tan pronto el papel de débil.

Aunque estuviera deseando volver a verla.

Las cosas habían ido mejorando desde el sábado anterior. Habían conseguido romper la incomodidad del principio y, al hacerlo, la conversación había fluido como un gran torrente entre ambas. El sábado (más bien domingo) habían acabado, ya solas las dos, desayunando a las ocho y pico de la mañana en el Vips de Gran Vía. Durante toda la noche habían sido un satélite independiente del resto del grupo, hablando con ellos tan sólo para decidir cuál sería el siguiente local que visitarían y donde, de nuevo, se volvería a repetir la misma escena. Según pasaban las horas, los demás iban cayendo como moscas y se despedían de ellas, no sin antes dirigirle una mirada pícara a Silvia o susurrarle al oído algún comentario de ánimo. Sin embargo nada ocurrió cuando las dejaron definitivamente a solas. Y nada ocurrió tampoco cuando, tras el copioso desayuno al que Ángela la invitó en el Vips, decidieron irse al Rastro aprovechando que ninguna de las dos tenía ni pizca de sueño.

Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para controlarse, había que reconocerlo. Cuando estaban apretujadas en unos escaloncillos de la Plaza de los Carros tomando cañas y viendo tocar a la banda de músicos creyó que no podría soportarlo, que iba a saltar sobre ella y la iba a devorar entera. Porque era eso lo que estaba sintiendo en aquel momento. Lo que también sentía ahora. El deseo de tenerla, el ansia de besar cada milímetro de su piel, de morderla, de lamerla, de sentirla tan cerca que se fundieran la una con la otra. Si se hubiera dejado guiar por sus instintos más primarios le hubiera hecho el amor allí mismo, bajo el radiante e inusual sol de un domingo de febrero, en una plaza abarrotada de gente que aún no sé había acostado y mataba el tiempo bebiendo cerveza y escuchando jazz.

Pero se contuvo.

Ni siquiera se atrevió a besarla. Y sabía que Ángela no le hubiera puesto ninguna objeción. Raras veces tenía algo tan claro a ese respecto. Sabía que Ángela también la deseaba. La sentía desearla allí, a su lado, muda, contenida, con las gafas de sol puestas para protegerse del sol mientras sostenía un vaso de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. La sentía irradiar ese deseo. No eran imaginaciones suyas como tantas otras veces, estaba segura de ello. Esta vez era real. Y sin embargo, se mantenía quieta, obstinada en no ser la primera que abriese fuego. Por mucho que lo deseara, por mucho que se muriera por tenerla entre sus brazos. No sería ella quien iniciara la guerra.

El sol y la cerveza, junto con el cansancio y la noche sin dormir, acabaron por hacer mella. Hacia las tres de la tarde se metieron en el metro para ir hasta Banco de España puesto que Ángela tenía aparcado el coche en las calles aledañas al edificio de Correos. La volvió a llevar a casa y ya allí en su calle, frente a su portal como el día que se conocieron, pudo haber puesto el broche de oro a una noche y una mañana que habían rozado la perfección. Y faltó poco. Y Silvia casi estuvo a punto de ser quien diera ese paso a pesar de todo. Con lo que no contaba era con que su amiga Inma la llamaría al móvil para tener la exclusiva de lo que pudo haberse perdido cuando a las tres de la mañana Marga y ella decidieron irse a casa a dormir. Silvia puso cara de circunstancias mientras atendía la llamada y a la vez le decía a Ángela que la llamaría en cuanto hubiera dormido un poco.

Y la había llamado. Y habían estado hablando sin parar como la noche anterior. Silvia notó que estaba bajando la guardia y decidió que esperaría a que fuese Ángela quien la volviese a llamar. Porque ella no iba a llamarla. No iba a hacer como en anteriores relaciones. Esperaría lo que hiciera falta. Ella no sería la primera en iniciar la fase de las llamadas.

No esperó mucho. Al día siguiente, Ángela ya la estaba llamando. Y al siguiente. Y al otro. El jueves la llamó para proponerle que quedasen a tomar un café por su cumpleaños. Y la volvió a llamar el viernes un par de veces. No es que Silvia siguiera con su decisión de no ser ella quien llamara sino que Ángela no le daba tiempo. Mientras Silvia aún se preguntaba qué momento del día sería el más apropiado para llamarla, su móvil ya sonaba anunciando una nueva llamada de Ángela.

Toda la semana llamando y el sábado, el día que secretamente Silvia esperaba volver a verla, salir con ella, pasar más tiempo juntas, su móvil permanecía mudo. No lo entendía. Empezaba a hacerse tarde.

Justo en ese momento oyó la musiquilla que llevaba todo el día esperando oír. Intentó localizar el lugar del que provenía el sonido porque no recordaba dónde había dejado el teléfono. Venía de su habitación, por lo que corrió hacia allí. Agarró el aparato con ansia y vio que en la pantalla aparecía un número que le resultaba desconocido, tal vez fuera una cabina.

—¿Sí? —dijo tratando de no denotar su nerviosismo.

—¿Silvia? ¿Qué tal, tía?

Reconoció la voz de su amiga Marta y un gran pozo de decepción se alojó en su estómago.

—Marta, ¿cómo estás? ¿Estás en Madrid? Lo digo por el número que me salía…

—Sí, he vuelto. Bueno, he dejado el trabajo.

—¿Que has dejado el trabajo? ¿Y eso? ¿Qué ha pasado?

—Ya te contaré… Es una larga historia. Sólo llamaba para decirte que ya estoy en Madrid y que a ver si quedamos para contarnos cómo nos va la vida… ¡Ah, por cierto! He perdido el móvil, así que si me quieres localizar, llama a casa de mis padres.

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