—Si te molestaba, habérmelo dicho —me espeta completamente a la defensiva.
—¡No! —le grito—. No me molesta para nada. Al contrario, me encanta, me encanta despertarme contigo a mi lado y hacer planes juntas y… no sé, todo lo que hacemos juntas…
—Mira, Ángela, creo que no es el momento ni el lugar de discutir esto.
—¿Y cuándo es el momento? ¡Si el tema ha salido ahora, hablemos ahora! —me oigo gritar. A mi derecha veo las caras de todos, Jose, Chus, Inma, Marga, incluso Marta, todos nos miran atónitos y perplejos. El espectáculo de esta noche debe estar resultando francamente entretenido.
Silvia se dirige hacia donde están los abrigos.
—Será mejor que me vaya —es lo único que dice.
—No, no te vayas, Silvia —le pido, casi le suplico—. Vamos a calmarnos y a hablar tranquilamente.
—No hay nada de qué hablar —declara tajantemente enfundándose en su chaqueta—. Ya sabes cuál es mi respuesta.
La veo salir por la puerta del local sin ser capaz de hacer nada. Los demás, sobre todo Jose, miran alternativamente hacia la puerta y hacia mí, supongo que sin entender qué demonios está pasando. Si hace apenas unos minutos nos estábamos comiendo a besos…
Tardo casi un minuto en reaccionar. Cuando lo hago cojo rápidamente mi abrigo y salgo corriendo hacia la calle esperando que aún no le haya dado tiempo a coger un taxi y esté ya demasiado lejos para alcanzarla.
Me dejó guiar por mi instinto y enfilo el camino que lleva a los búhos. La avisto a lo lejos, en la esquina de Augusto Figueroa con Barquillo. Vuelvo a correr al tiempo que la llamo a gritos.
—¡Silvia! ¡Silvia! ¡Espera! ¡Espera un momento!
La veo girarse con cara de sorpresa. Se detiene y espera hasta que la alcanzo.
—¿Qué? —me pregunta agresiva cuando llego a su lado.
—Espera, Silvia. Vamos a hablar, no quiero dejar esto así ahora. Mira, nos cogemos un taxi, nos vamos a casa, nos sentamos y hablamos con tranquilidad.
Me mira con condescendencia impaciente, como si no fuese capaz de entenderla.
—Mira, Ángela, no importa. Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.
—De acuerdo, mira, dejémoslo, olvida lo que te he dicho. No hace falta que te vengas a vivir conmigo. Sigamos como estamos, tú con tu casa y yo con la mía, no pasa nada, veamos cómo sigue la cosa… —suelto ya casi a la desesperada, sin saber qué podría decirle.
—No me estás entendiendo —me dice muy seria aunque con un brillo burlón y victorioso en sus palabras.
La miro a los ojos. Ella me sostiene la mirada. Tras un momento de silencio, trago saliva y me atrevo a preguntar.
—¿Qué quieres decir?
—Te estoy dejando, Ángela.
No puedo creer lo que oyen mis oídos. Ni la impasibilidad de su rostro al decírmelo y observar mi reacción.
—¿Qué? —digo, casi grito—. Pero…
—Que te dejo. —Sonríe con forzada ironía—. Algún día me tenía que tocar a mí, ¿no? Saber qué se siente estando al otro lado.
La miro fijamente con dureza, casi con odio.
—¿Y qué sientes, si se puede saber?
Silvia se encoge de hombros. Mira en derredor durante un momento para volver a posar la mirada en mí.
—¿La verdad? Ahora mismo soy incapaz de sentir nada.
—No me lo puedo creer —digo, tanto para ella como para mí misma.
—Pues créetelo. Es así. Quizá debí haber hecho esto desde mi primera relación. Tal vez así no me habrían hecho tanto daño como me hicieron.
—O sea que al final era verdad lo que decías, que preferías hacer daño a que te lo hicieran…
—¿A ti te estoy haciendo daño? —me pregunta con media sonrisa mordaz. No puedo creer que sea capaz de ser tan cínica—. Tranquila, lo superarás, no pierdes gran cosa. Tan sólo soy una niñata inmadura que no tiene las ideas claras, ya te lo dijeron tus amigos. Como yo las hay a patadas en Chueca. De todas las edades, tamaños y colores, además. No te será difícil encontrar a alguna que me sustituya.
—¿Eso es lo único que puedes decirme? ¿Me dejas así, sin más, como si fuera un trasto viejo?
—No eres un trasto viejo. Tienes treinta y cuatro años, ¿recuerdas? Aún eres joven.
Vuelvo a mirarla con incredulidad, con impotencia, llena de dolor. Se me saltan las lágrimas. De repente me da un par de golpecitos pretendidamente amistosos en el hombro.
—Bueno, ya nos vemos. Cuando te venga bien ya iré a recoger las cosas que tengo en tu casa.
Y dicho esto se da la vuelta y echa a andar. La veo avanzar calle Barquillo abajo hasta que la pierdo de vista. Y yo sigo plantada en el mismo sitio. Quizá esperando que vuelva. Quizá intuyendo que no lo hará.
Camino hasta casa con lágrimas en los ojos. Según avanzo voy atravesando calles llenas de bares de copas, llenas de gente, borracha o no, que se divierte, grita, ríe. Las parejas se besan, se abrazan, se cogen de la mano. Algunos me miran, les llama la atención una chica que camina sola, que llora, que va en contra de la corriente de la noche de juerga. Les miro de reojo. Me gustaría poder desaparecer en este preciso instante, que me engullera el suelo bajo mis pies. Siento un dolor insoportable alojado en mi pecho. Un dolor puro, cortante como el acero mejor afilado, un dolor lacerante que me impide respirar con normalidad.
Llego a casa cuando siento que estoy a punto de desfallecer. Con qué placer me desplomaría ahora mismo sobre el suelo si con ello lograse perder la conciencia. Y el dolor me aguza los sentidos y casi puedo percibir el olor de Silvia en el ambiente, casi puedo palpar su presencia en el lugar frío e inhóspito en que se ha convertido mi piso, hasta esta tarde testigo de tantos momentos cotidianos de felicidad compartida. Pero sobre todas las cosas, lo que más hiere, lo que más golpea, lo que más siento es su ausencia.
Me siento en el sofá como una autómata, sin quitarme siquiera el abrigo. Trato de ordenar en mi cabeza todo lo ocurrido esta noche. El encuentro con Carolina, la súbita reacción de Silvia, sus disculpas, su efusividad, su voz diciéndome que me quería, la mía pidiéndole que viviésemos juntas. Luego su mirada fría, distante, su cuerpo apartándose del mío, huyendo de mí. La discusión, ella marchándose, yo sin poder reaccionar. Salgo en su busca y la encuentro sólo para recibir el golpe que acabaría por noquearme. Te estoy dejando, Ángela. Te estoy dejando.
Su frialdad, su cinismo, su ensañamiento. La despreocupada forma en que me palmeó el hombro, como si fuéramos dos conocidas que se despiden hasta otro día. Me cuesta creer que todo fuera verdad, que no sintiera nada, que le resultase tan fácil dejarme allí y dar media vuelta.
No puede ser. Ella no es así. ¿Qué ha sido entonces todo este tiempo que hemos pasado juntas? ¿Un divertimento, una entretenida manera de apurar los días, de mantenerse ocupada? No puede ser. No puede haber ocurrido. Ha sido un mal sueño. Ahora me despertaré y ella estará durmiendo plácidamente a mi lado en la cama… Pero no estoy en medio de ninguna pesadilla y no hace falta que me pellizque en el brazo para comprobarlo. Verme a mí misma sola en el sofá, en el salón, en esta casa, es prueba suficiente de que todo es cierto. Me ha dejado y se ha ido sin mirar atrás.
Las horas van pasando, Silvia, y la madrugada me consume con la certeza de que ya no estás. ¿Dónde estás ahora? ¿Has ido a tu casa? ¿Has sido capaz de dormir como si nada pasara? Quiero creer que no. Quiero creer que estás sintiendo al menos una parte de lo que yo siento. Que me echas en falta, si no tanto como yo, sí algo más de lo que me has hecho creer hace unas horas. Dime que también tú esperas insomne la llegada del nuevo día, que sientes dolor en tu pecho, que a ti también te cuesta respirar. Dime que estás ahí, que sigues ahí, que estás pensando en mí. Dime que volverás.
Y sus amigos, que ya casi eran los míos, se quedaron en el bar atónitos. Nadie acudió después a explicarles lo que había pasado, a buscar consuelo, refugio, apoyo.
¿Qué pensarán de toda esta historia? ¿Entenderán ellos, quizá mejor que yo, el motivo que ha impulsado a Silvia a actuar como lo ha hecho? ¿O por el contrario estarán tan contrariados como yo ante su comportamiento? Chus y Jose a punto de irse a vivir juntos, Inma y Marga con dos años de convivencia ya a sus espaldas, tal vez ellos sean capaces de comprenderme a mí. Yo tan sólo quiero tener al fin algo parecido a lo que tienen ellos. Compartir mi vida con alguien a quien quiero y darle a esa persona lo más valioso que poseo: yo misma.
Empieza a hacerse de día, Silvia. La mañana va volviéndose cada vez más clara. Me levanto y por la ventana de la cocina veo las primeras luces del amanecer. Las siluetas de los tejados y de las Torres de Colón, allá a lo lejos, se van haciendo cada vez más nítidas. Y tú no has vuelto, Silvia. ¿Me tendré que ir ya haciendo a la idea de que no vas a volver? ¿Asumir que lo nuestro se ha acabado definitivamente, aunque no me hayas dado una explicación razonable? Mis lágrimas se han secado pero mi corazón ha comenzado su duelo y llora tanto que se me encharca el pecho. Quizá por eso me cuesta tanto respirar.
Ya no puedo hacer nada. Me quito el abrigo y apago la luz del salón para ir a mi dormitorio. Mi dormitorio. Singular que apuñala por la espalda en este momento. Quito el edredón y aparto las sábanas para poder hacerme un hueco entre ellas. Me estoy quitando los zapatos cuando suena el timbre. Con el corazón en la boca y las piernas temblándome corro hacia el telefonillo.
—¿Sí? —pregunto más desesperada que asustada.
Al otro lado me responde una voz, su voz, que tan sólo me dice una cosa: «Abre, por favor».
La persona que me encuentro tras abrir la puerta no parece ser la misma que tan cruelmente me dejó hace unas horas. Sus ojos están aún más hinchados que los míos y su rostro está casi descompuesto. Se abraza a mí con fuerza y la peste a alcohol que trae consigo me abofetea en pleno rostro.
—Lo siento, lo siento. —Llora, balbucea, suplica sin dejar de soltarme. No puedo describir el alivio que me produce volver a tenerla entre mis brazos—. Soy una completa zorra… Lo siento, lo siento tanto, te quiero tanto…
Cierro la puerta como puedo y la arrastro hasta el sofá. Ella se acurruca en mi pecho, aferrándose a él con tanta o más fuerza que hace un momento. Llora sin parar, gimotea, suelta hipidos, menea la cabeza, sigue llorando.
—No quiero dejarte, Ángela, no sé por qué lo he hecho… —continúa balbuceando con su lengua de trapo—. No sé, no sé… No pienses que no te quiero… Lo siento, lo siento… Te quiero, Ángela, te quiero…
La abrazo fuerte contra mí. No quiero que hable más. Quiero que se calle, que me siga abrazando, que me permita sentirla de nuevo junto a mí, que no se vaya nunca más. Mis ojos están llorando de nuevo. Pero esta vez las lágrimas no están motivadas por la tristeza. Poco a poco Silvia se va tranquilizando. Le acaricio la cabeza y se la cubro de besos temblones. No me quedan fuerzas para hablarle. Sólo quiero sentirla. Dejo que se duerma en mi regazo. Ya hablaremos cuando despierte. Todo está bien ahora.
* * * * * *
La vida sigue su curso mientras Silvia y yo tratamos de arreglar las cosas. Las primeras semanas se muestra cauta y temerosa. No alza la voz ni se muestra en desacuerdo con nada de lo que yo digo. Parece sentirse culpable. Muy culpable. Se obliga a irse a su casa por las noches cuando yo sé que se muere de ganas por quedarse. Está constantemente pendiente de mí, de lo que puedo querer, lo que puedo desear. A pesar de que mi voluntad sea la de olvidar por completo ese desagradable episodio de nuestra relación, ella sigue con su martirio y su culpabilidad. Hasta que le digo que ya está bien de autoflagelarse. Yo hago lo posible por olvidarlo. Y lo mejor que puede hacer ella es actuar del mismo modo.
Llego pronto a casa el viernes por la tarde. Silvia tiene cosas que hacer y no vendrá hasta la hora de cenar. Me descalzo y deambulo por la casa sin ganas de hacer nada que no sea sentirme bien. Me fijo en que la luz roja del contestador está parpadeando. Pulso el botón que permite escuchar los mensajes. Mi madre, y luego mi hermana, preguntándome dónde demonios me meto, que hace semanas que no se me ve el pelo. También un par de amigos diciéndome lo mismo. Aunque no vayan a oírme, contesto en voz alta que estoy muy ocupada disfrutando de la vida. Entonces salta un nuevo mensaje. Al principio no se escucha nada. Después se oye música. Reconozco la canción al instante. Amaral.
Sin ti no soy nada.
Una sonrisa de estúpida felicidad se me dibuja en la cara. La verdad es que los esfuerzos de Silvia por hacerme ver que me quiere son cada vez más notables. Primero, todas las cartas que me ha estado escribiendo contándome cómo se encuentra, lo que siente por mí y lo dispuesta que está a que lo nuestro funcione, las cartas que todo amante desea recibir de la persona amada… Y ahora esto. Es fantástico descubrir su verdadera forma de ser y que haya dejado por fin a un lado su impenetrable coraza.
Cuando llega no puedo evitar recibirla con un gran abrazo y un largo beso.
—Ha sido precioso —le digo cuando la dejo respirar un poco.
Ella me sonríe.
—Me alegro. ¿El qué? —pregunta con tremenda candidez.
—No te hagas la tonta, cielo. ¿Qué va a ser? El mensaje que me has dejado en el contestador. La canción. Ha sido muy bonito.
—Ángela, no te he dejado ningún mensaje en el contestador —me dice frunciendo el ceño y de una forma tan tajante que no me queda más remedio que creerla—. ¿Qué canción era?
—La de Amaral. Pensé que habías sido tú… No sé… —Mi expresión cambia y la contrariedad me domina—. Bueno, a lo mejor ha sido una equivocación…
—No creo —declara—. Para dejar la canción grabada, quien sea habrá tenido que escuchar tu mensaje antes. ¿Puedo? —me pregunta señalando el contestador.
—Sí. Me parece que es el quinto mensaje.
Silvia pulsa las teclas y la canción vuelve a sonar.
—No sé quién será pero hay que reconocerle su mérito. Esto se me debería haber ocurrido a mí. —Sonríe débilmente—. Oye, a lo mejor tienes a alguien del trabajo locamente enamorado de ti… Y con lo de moda que se ha puesto esta canción…
Me echo a reír ante la ocurrencia pero meneo negativamente la cabeza.
—No sé, no creo… —digo sentándome en el sofá completamente intrigada.
—Bueno —dice apoyando la rodilla en el sofá para acercarse a mí—, a lo mejor ha sido una equivocación y a lo mejor no. Pero si no sabes quien puede ser, no sirve de nada comerse la cabeza con ello.