No es que no supiera qué hacer. No se trataba de eso. Quería a Chus como jamás había querido a ningún otro hombre y sabía que vivir con él sería fantástico. Lo sabía. Lo había visto en cada minuto que había pasado en su casa junto a él. Pero aún así estaba asustado. Eran muchos los fantasmas que se cernían sobre él.
Y es que la razón de que Jose hubiera acabado con sus huesos en Madrid tenía mucho que ver con la decisión que debía tomar ahora. Una relación que acabó antes de consolidarse y que le dejó solo y desamparado en una gran ciudad.
Jose había nacido en Gijón. Su vida había transcurrido apaciblemente y sin sobresaltos. A pesar de no residir en una gran ciudad, nunca tuvo problemas para vivir su homosexualidad de un modo normal. Con su primer novio empezó a salir a los diecisiete. Y tras esa primera relación hubo otras dos más, todas estables, aunque también hubiera algunas relaciones esporádicas a las que nunca concedió demasiada importancia debido a su brevedad. Entonces, a los veintidós su vida dio un vuelco.
El verano estaba acabando y se empezó a encontrar mal. Fue a urgencias. Una extraña infección le afectaba. Le hicieron algunas pruebas rutinarias y se encontraron con algo que Jose no se hubiera esperado jamás. Las pruebas del VIH habían dado positivo.
No podía creerlo. Él siempre había tomado precauciones, siempre había usado condón las pocas veces en las que había tenido sexo anónimo; no había tenido prácticas de riesgo jamás. Y lo que era peor: siempre había intentado mantenerse lejos de las personas con sida. Si sabía de alguien que lo tuviera le rehuía, le evitaba, le esquivaba. Sabía que era una hipocresía, que era algo que no estaba bien, sin embargo, nunca había podido evitar sentir ese rechazo. Pensaba que si se habían contagiado era por su mala cabeza y su temeridad, por no haber tomado las medidas oportunas, por vivir demasiado al límite. Si habían estado follando a diestro y siniestro y habían pillado el bicho, ellos se lo habían buscado.
Y ahora él se había dado de bruces con lo que siempre había temido, odiado y repudiado. Un retorcido giro del destino. Quizá el también se lo hubiera buscado en cierto modo… Huyendo de lo que más le atemorizaba había acabado siendo otra de sus víctimas.
La pregunta más obvia que se le planteó, aún en estado de shock, fue la de saber cómo demonios se había contagiado. O, mejor dicho,
quién
le había contagiado. Si descartaba los ligues esporádicos —muy pocos, de todas formas— con los que siempre, siempre, siempre había utilizado preservativo, tan sólo quedaban tres opciones. Sus tres novios. Sus tres relaciones estables con las que, pasado un tiempo prudencial, había dejado de usar protección pensando que la fidelidad era la mejor opción para protegerse del virus. Y estaba claro que la fidelidad que le había profesado a alguno de ellos (o puede que a los tres pero, ¿para qué pensar en cuernos de rey muerto en esos momentos?) no había sido correspondida. Pero, ¿quién?
No le hizo falta pensar mucho. La respuesta estaba en Ramón, su última pareja hasta la fecha. Durante el año que había durado su relación se comportó siempre de un modo huidizo y misterioso. En muchas ocasiones, a Jose se le pasó por la cabeza que tal vez tuviera otras relaciones al margen de la que mantenía con él; pero cuando se lo preguntaba, Ramón lo negaba con una tremenda y convincente candidez. Jose, enamorado a pesar suyo de alguien tan oscuro, le creía a pies juntillas e intentaba apartar la sospecha de su mente.
Hacía más de un año que no le veía, aun así trató de localizarle para hablar con él. Fue en vano, parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Las personas con las que habló, lo máximo que le pudieron decir es que creían que se había marchado de Gijón pero desconocían su paradero actual. Lo dejó por imposible. Al fin y al cabo, ¿qué le importaba Ramón, si había sido él o no? Y lo que es más, probablemente a Ramón le diese igual lo que pudiese contarle. La realidad era que Jose era seropositivo y saber quién le había contagiado el virus no iba a hacer que las cosas fueran distintas.
En ese momento empezó a tomar conciencia de que su vida había cambiado para siempre.
Durante los dos años siguientes se empapó de toda la información relativa al virus del sida que pudo, leyendo cada libro, documento, folleto informativo o página web de la que tuviera noticia. Acudía regularmente al hospital para hacerse pruebas, para tener a raya al virus que se había instalado tan cómodamente en su interior, para saber de él y conocer las formas en que podía atacarle cuando menos se lo esperase. Y lo hacía con tal vehemencia y energía que le quedaba muy poco tiempo para lamentarse.
Sin embargo, a pesar de ese exagerado optimismo con el que enfrentaba su nueva situación, algo se había transformado en su interior. Desde que supo el resultado de aquellos malditos análisis, se había convertido en un ser completamente asexuado, incapaz de tener un pensamiento cercano a lo erótico y, mucho menos, de sentir deseo hacia otro hombre. Y es que había asumido como algo natural que a partir de ese momento el sexo era un aspecto que no volvería a tener cabida en su vida jamás.
Y, por supuesto, que había renunciado para siempre al amor era algo que caía por su propio peso.
Así que prosiguió su vida de un modo pretendidamente normal. Trabajaba, estudiaba, hacía cursos de todo tipo, se seguía documentando sobre el VIH y apenas tenía un momento para respirar. Durante una larga temporada tan sólo disponía de la tarde del domingo como único momento de ocio. Tarde que dedicaba a ir al cine o a tomar un café con algún amigo. Nada más.
¿Para qué?
Aparentemente era feliz. Casi todo el mundo sabía de su condición de seropositivo y, afortunadamente, aún nadie le había dado la espalda, más bien al contrario, se había encontrado con sólidos hombros en los que apoyarse en personas de las que jamás se lo hubiera esperado. Se acostumbró a esa nueva vida, a esa nueva rutina en la que todo había cambiado y todo seguía igual que siempre. O casi.
Cumplió los veintitrés. Y los veinticuatro. Por fuera era un joven como cualquier otro, con sus estudios, su trabajo, sus amigos y familiares. Su salud disfrutaba de una situación envidiable. La medicación y la vida sana que llevaba habían conseguido mantener la carga viral a niveles indetectables y, al mismo tiempo, mantener unas defensas altísimas. Probablemente estaba más sano que muchas de las personas que le rodeaban. En cambio, por dentro sentía que había envejecido décadas. La desbordante agenda a la que se sometía tan sólo era una máscara que se colocaba por pura inercia. Empleaba la rutina de un horario planificado al milímetro para hacerse creer que todo iba bien cuando, en realidad, se sentía una persona incompleta. Le faltaban alicientes, ilusiones, sueños. Por mucho que se empeñara en llenar su tiempo de actividades, no era bastante para llenar su vida.
A finales de 1998, a punto de cumplir veinticinco años, le invitaron al cumpleaños del amigo de un amigo de otro amigo que se celebraba en Oviedo. Acudió con el resto de la gente, sin ganas ni emoción. Aunque en su rostro se dibujase una resplandeciente sonrisa en todo momento, tan sólo era una invitación a la que iba por cumplir y porque todo su grupo de amigos iba a quedarse durante diez días en plan vacaciones de Navidad. La fiesta era como tantas otras: un piso compartido, litros de alcohol, música que nunca acababa de gustar a todo el mundo y que se cambiaba a cada momento y gente que no siempre se conocía entre sí. Nada del otro jueves. Una forma como cualquier otra de pasar el fin de semana.
Entonces lo vio.
Estaba hablando animadamente con el anfitrión. En el momento en que Jose posó sus ojos en él, el otro pareció darse cuenta de que estaba siendo observado y paseó su mirada por toda la estancia hasta encontrarse con los ojos de Jose que lo seguían mirando fijamente. Era guapo, pensó Jose, pero ni más ni menos que cualquier tío con el que hubiera estado anteriormente o que los que se encontraban en aquella fiesta. Sin embargo tenía algo que le atraía sin remedio. No se supo explicar a sí mismo qué era. Sólo supo que algo en su interior se estaba despertando y que no iba a resultar fácil hacer que volviese a su letargo. Continuó mirando al desconocido que, aunque seguía hablando con el homenajeado, echaba furtivos vistazos en su dirección. Cuando dejaron de hablar y el objetivo de sus miradas se quedó solo con su copa en la mano, Jose se acercó a él, guiado por una fuerza que no podía controlar. Demasiado tímido o demasiado inexperto en esas lides, nunca le había entrado a nadie en su vida. Siempre habían venido hacia él, atraídos justamente por su timidez o por haber confundido su introversión con esa altivez que tan atractiva encuentran algunas personas por lo que de inaccesible tiene la persona que la destila.
El desconocido le recibió con una abierta y franca sonrisa que desarmó a Jose durante un breve instante. Pero enseguida recuperó ese valor que le había asaltado cuando se dirigió hacia él.
Comenzaron a hablar animadamente. Se llamaba Luis y era de Madrid. Había venido con unos amigos porque conocía a Víctor, que era quien estaba celebrando su cumpleaños. El cortejo siguió sus pasos habituales y Jose se dio cuenta de que se estaba dejando llevar sin preocuparse de nada más. Sin recordar siquiera que en algún momento tendría que informarle del pequeño detalle de su seropositividad. Porque siempre lo hacía. Porque a cada persona que conocía y con la que supiera que iba a tener trato se lo contaba casi inmediatamente para que, si había rechazo, fuese al principio y no le doliese perder a nadie querido.
Salieron al patio. A causa del frío no había nadie en él. Buscaron refugio en un rincón. El aliento se escapaba de sus bocas en nubes de vapor. Luis estaba cada vez más cerca de él. Jose sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Y ocurrió. Luis acercó su boca a la suya para besarle. Jose no pudo, ni quiso, rechazar ese beso. El primero en mucho, quizá demasiado tiempo. Cuando se separaron, Jose le miró y pensó que todo había acabado allí. En cuanto le dijera lo que le ocurría, el poseedor de ese magnetismo que tanto le había atraído y que le había hecho incluso olvidar por un momento su incapacidad de amar, se daría la vuelta, entraría en la casa y no volvería a mirarle más. No, al menos, con el interés que le estaba demostrando en ese momento.
—Oye, Luis… —comenzó Jose—. Antes de que sigas… Bueno, verás… Hay dos cosas que tengo que decirte…
Luis sonrió extrañado y bebió un sorbo de su copa.
—Tú dirás —le dijo expectante.
—Bueno, lo primero decirte que soy gay —le dijo con una pequeña carcajada. Era una forma de romper el hielo. Y también de preparar el terreno para lo verdaderamente importante.
—Hombre, eso espero —le contestó Luis siguiéndole la broma.
Jose se mordió el labio, preparándose mentalmente para el rechazo que vendría a continuación.
—La otra cosa es que soy seropositivo.
Luis se quedó callado y le miró a los ojos de un modo que Jose no pudo descifrar. O quizá sí. De seguro que en ese momento Luis estaría pensando en el mejor modo, el menos doloroso, de quitárselo de encima educadamente.
—Bueno —dijo al fin—. Yo siempre uso condón así que no creo que eso sea un gran problema.
Jose abrió los ojos desmesuradamente. Pero no le dio tiempo a decir nada porque Luis le volvía a besar, quizá con más vehemencia que antes.
—Oye, esta fiesta me está empezando a aburrir —le dijo un momento después—. Yo estoy en casa de unos amigos que no viven lejos de aquí. ¿Qué te parece si nos vamos para allá? Así estaremos más tranquilos.
Le cogió de la mano. Entraron de nuevo en la casa, se despidieron de la gente y se encaminaron a la casa de los amigos de Luis.
Por el camino, Jose fue incapaz de abrir la boca. Luis hablaba por él. Le contaba cosas de Madrid, de su trabajo, de las personas con las que se movía por allí. Jose le oía pero no le escuchaba. Incluso llegó a dudar de que Luis le hubiese oído bien cuando le soltó la bomba. No era posible que no se hubiese asustado, que no hubiera salido corriendo despavorido. Es lo que hubiera hecho él mismo años atrás si se hubiera encontrado en la misma situación. Pero no. Luis caminaba junto a él, seguía aferrando fuertemente la mano de Jose en la suya y no daba muestras de estar incómodo. Más bien al contrario, parecía encantado de estar a su lado. Se le veía hasta emocionado.
¿Podría ser verdad lo que muchos de sus amigos le habían dicho? ¿Podría ser verdad que él también tuviera de nuevo la oportunidad de encontrar a alguien que le quisiera?
Aquella noche Jose volvió a sentir. Se suponía que sólo debía ser un encuentro fortuito, después del cual, probablemente, no habría más. Pero Jose no folló con Luis. Jose hizo el amor con Luis. Y hablaron. Hablaron mucho, hasta el amanecer, hasta rozar el mediodía. Pasaron el resto de la semana juntos, saliendo por Oviedo, volviendo a hacer el amor siempre que podían. Se estaban enamorando. Y no era un sentimiento que inundase únicamente a Jose. Luis parecía estar tan obnubilado con lo que ocurría como él. Y no estaba fingiendo. Jose veía que lo que sentía y lo que decía era sincero.
Luis tenía previsto regresar a Madrid el día de Reyes. Jose, a pesar de sus planes iniciales de pasar en Oviedo más tiempo, sin Luis no tenía demasiados motivos para quedarse, así que prefirió volver a Gijón entonces. Sería lo mejor. Cada uno volvería a su ciudad y así ninguno de los dos se sentiría abandonando en el lugar que vio nacer su breve relación.
La noche anterior, la pasaron juntos en la habitación de la casa de los amigos de Luis, apurando los últimos momentos. Jose lo hacía con la desesperación de quien sabía que todo había acabado ya y que lo que pudieran hacer en el tiempo que les quedaba tan sólo provocaría más decepción después, cuando Luis tomase el tren de regreso a la capital y saliera de la vida de Jose, quién sabe si para siempre.
Tumbados en la cama, los cuerpos aún sudorosos, Luis miraba a Jose con ojos brillantes y un poso de tristeza alojado en ellos.
—No quiero volver a Madrid solo —gimió.
Jose le miró sin entender.
—Vente conmigo a Madrid —añadió—. No puedo dejarte atrás. No quiero. Ahora estás sin trabajo. Vente conmigo, busca trabajo en Madrid. Si nos va bien, de aquí a un par de meses podríamos irnos a vivir juntos.
A Jose le dio vueltas la cabeza. ¿No era eso demasiado precipitado? Se acababan de conocer y él, hasta hacía una semana estaba convencido de que jamás podría volver a enamorarse. Y ahora este tío entraba en su mundo y le pedía que dejase todo lo que tenía en Gijón para emprender una vida juntos en Madrid. Todo había ocurrido demasiado rápido para que él pudiera asimilarlo.