—¿No crees que puede ser muy arriesgado? —le preguntó Jose—. Tú tienes tu vida en Madrid, yo la tengo en Gijón. ¿Y si no saliera bien?
—Pero, ¿y si sale bien? ¿No prefieres pensar que lo intentaste, aunque saliera mal, a no hacer nada y preguntarte después qué habría pasado si lo hubieras intentado?
—Ya, es la pregunta de siempre… —Jose se quedó callado.
Sabía que cualquiera de las dos posturas tenía sus pros y sus contras. Irse con un tío al que acababa de conocer era una auténtica locura pero, ¿y si no volvía a ocurrirle nunca lo que le había ocurrido con Luis? ¿Y si esa era su última oportunidad de ser feliz? En una semana se había acostumbrado a estar junto a él como nunca lo había hecho con nadie. Durante toda esa semana había temido el momento de la despedida porque significaba el fin de sus ilusiones recién recuperadas. Y ahora se encontraba con que Luis no quería una despedida. Quería estar junto a él. Quería compartir su vida con él. En Madrid, en una nueva ciudad.
—¿De verdad quieres que vaya? —le preguntó—. ¿Estás realmente seguro de lo que conlleva vivir con un seropositivo?
—Yo sólo sé que quiero estar contigo. El resto me da igual —le contestó Luis besándole.
Al día siguiente ambos viajaban en el tren rumbo a Madrid, con la sonrisa de dos niños que acaban de abrir sus regalos el día de Reyes.
El primer mes fue una auténtica vorágine. Como Luis aún vivía con sus padres, Jose se alojó en el apartamento de Samuel, un buen amigo del que ya era su novio. Se pasaba las mañanas haciendo entrevistas y las tardes visitando pisos. Y todas las semanas intentaba volver a Gijón por un par de días para coger cosas, darles la noticia a unos cuantos amigos y dejar el papeleo bien atado. A finales de mes seguía sin empleo pero había encontrado habitación en un piso compartido con otra chica, Silvia, y un perrillo saltarín que hacía fiestas a todo el que entraba por la puerta. El primero de febrero, con dos maletas con ropa y pocas cosas más, se instaló en el piso. Y la suerte llamó a la suerte: tres días después encontró empleo como dependiente en una tienda de animales y productos agrícolas.
Los tres meses siguientes fueron tan idílicos que parecieron un auténtico sueño. La relación con Luis se afianzaba por momentos. En el trabajo, a pesar de no entusiasmarle, se encontraba bastante a gusto. Con Silvia, su compañera de piso, había congeniado desde el primer momento. A la tercera noche de estar allí, hablaron hasta altas horas de la madrugada y se contaron media vida. Silvia también acababa de conocer a una chica, Carolina, y llevaban un mes saliendo. Lo mismo que él con Luis. Y acababa de encontrar trabajo como auxiliar administrativa en una pequeña editorial. Así que los dos se encontraban pletóricos, llenos de energía, ilusionados y anhelantes de que esa felicidad recién estrenada durase el máximo tiempo posible.
Durante esos tres meses, su vida parecía perfecta. Jose, Luis, Silvia y Carolina se acostumbraron a salir juntos. Cenaban en casa los cuatro y luego salían al cine o a tomar una copa. A veces, incluso regresaban juntos al piso, donde cada pareja se metía en el cuarto que le correspondía a disfrutar de su amor. También organizaban fiestas en las que Jose pudo conocer a todos los amigos de Silvia: Inma, Marga, Cristina, María y, por supuesto, Chus, su mejor amigo, que por aquel entonces vivía con un chaval diez años más joven que él llamado Toño.
Todos parecían estar representando una versión gay de
Melrose Place.
Jóvenes, guapos, con buenos trabajos y una vida social envidiable. No contaban con que a veces, la felicidad tiene fecha de caducidad. Y Jose y Silvia eran los que menos se lo esperaban.
Y aquellos tres meses fueron los que el destino les permitió disfrutar. El distanciamiento entre Jose y Luis comenzó casi a la vez que los problemas entre Silvia y Carolina. Los dos compañeros de piso se volcaron el uno en el otro, buscando refugio ante el muro infranqueable en el que se habían convertido sus respectivas parejas. Luis estaba empezando a dudar de que realmente quisiera vivir con Jose, y Carolina, por su parte, estaba siendo presa de sus volubles dieciocho años y había comenzado a putear a Silvia de todas las maneras posibles.
Un viernes de finales de abril, Luis conminó a Jose a tomarse un café después del trabajo, como muchas otras veces. Quedaron en el Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao, como muchas otras veces. Y, mientras Jose veía pasar, como todas esas veces anteriores, a los transeúntes que llenaban la calle a esas horas de la tarde, oyó cómo Luis le decía que creía que era mejor que lo dejaran antes de empezar a hacerse daño. Argumentó que no tenía claro si estaba realmente enamorado de él.
Aunque más tarde conocería que la verdadera razón de la ruptura era que Luis había empezado una relación con Samuel, el amigo en cuya casa había estado alojado Jose al llegar de Gijón, aquella tarde le bastó la explicación que le acababa de dar para levantarse de la mesa y dejar a Luis plantado, allí con su descafeinado con leche y la Coca-Cola light que él no pudo terminar. Al salir creyó ver a Silvia y Carolina en una de las mesas pero no tuvo ánimos suficientes para cerciorarse. Sólo quería estar solo.
Deambuló el resto de la tarde por las calles del centro, sin rumbo fijo. Bajó hasta Plaza de España y se sentó un rato en uno de los bancos del Templo de Debod. El sueño se había roto. Cuatro meses después de haber recuperado su esperanza, esta se había roto en mil pedazos que yacían desperdigados a su alrededor. Se arriesgó alocadamente creyendo que iba a ganar y resultaba que había perdido. Y ahora se arrepentía. Puede que más que si se hubiera quedado en Gijón. Al fin y al cabo, ¿qué había conseguido después de todo? No merecía la pena haber arriesgado tanto, haber depositado tantas esperanzas en algo que ahora le dejaba ese amargo sabor de boca. No era justo. No, no, no…
Ya era noche cerrada cuando echó a andar camino a casa. Hizo todo el trayecto andando, Gran Vía, Cibeles, calle Alcalá arriba, hasta Ventas y más allá, rumiando su dolor y su tristeza.
Cuando llegó a casa se encontró a Silvia sentada en el sofá con la luz apagada. Al pulsar el interruptor e iluminarse el salón vio que tenía los ojos anegados en lágrimas. Tanto como los suyos. No le hizo falta preguntar. Carolina también la había dejado. Eran ellas a las que había creído ver saliendo del Café Comercial.
Ni que decir tiene que ninguno de los dos había vuelto a pisar aquel lugar.
Al cabo de un mes de llorar mucho, a dúo con Silvia y en solitario, Jose sólo tenía una cosa clara. Su contrato de trabajo era de un año. Cuando finalizase se volvería a Gijón, a su vida tranquila y a su certeza de que esta transcurriría siempre en soledad. Con entereza, con resignación. Al fin y al cabo, hasta hacía cuatro meses había sido así.
La reacción de Silvia, en cambio, no fue tan buena. Comenzó a estar muy deprimida, no sólo por lo de Carolina, sino porque a la ruptura se le añadieron problemas en el trabajo. Lo veía todo negro, no tenía ganas de nada, se pasaba las noches en vela conectada a Internet perdiendo el tiempo inútilmente. Apenas comía, apenas salía si no era para ir a trabajar, fumaba más de dos paquetes diarios y las botellas de whisky desaparecían al poco de ser compradas. Jose empezó a estar muy preocupado. La animó a ir a un psicólogo e intentó ayudarla en todo lo que pudo. Aunque era una misión difícil. Silvia podía ser muy exasperante cuando se aferraba a su mala suerte.
De todas formas las tragedias siempre acaban quedando atrás y las heridas se cauterizan por sí solas. Hacía finales de año a ambos les inundaba una calma resignada. Jose se había convertido en una piedra. Frívolo y superficial, trabajaba, salía de copas y, de vez en cuando, tenía algún ligue con el que nunca quería pasar del primer polvo (aunque el otro quisiera más, aunque tampoco le importase su seropositividad). Silvia parecía la estampita de una virgen dolorosa. Trabajaba doce horas diarias para mantenerse ocupada. El resto del tiempo se dedicaba a ejercer de ama de casa, limpiando y preparando ingentes cantidades de comida para los dos. Afortunadamente, la terapia psicológica había conseguido que no fumase de una forma tan compulsiva y dejase de beber para olvidar. Incluso algunas noches lograba dormir de un tirón unas pocas horas.
Jose seguía decidido a marcharse en cuanto finalizase su contrato, por mucho que ya le hubiesen dicho que era más que seguro que le renovasen y le hicieran fijo. Sabía que no había nada ni nadie que le retuviera allí. En última instancia, la única persona por la que podría quedarse era Silvia. Porque sabía que aún no estaba bien y que podía recaer en cualquier momento. Pero, al fin y al cabo, Silvia tenía muchos amigos. Y por encima de todos esos amigos tenía a Chus que, según ella misma se hartaba de afirmar, siempre había sido como su hermano mayor.
Y fue justamente Chus el siguiente en dar la campanada. Una semana antes de Nochebuena descubrió que Toño, que se había acostumbrado a salir solo cuando Chus tenía que quedarse en casa a corregir exámenes o estaba demasiado cansado tras una semana de mucho trabajo, le estaba poniendo los cuernos con medio Chueca. Al enterarse, le puso las maletas en la calle, rompió todas las fotos y los recuerdos de los dos años de vida en común y limpió la casa tan a fondo que más bien parecía que quisiera realizar un exorcismo.
Jose y Silvia se enteraron cuando, el viernes que empezaban las vacaciones de navidad, como habían quedado para salir con ambos, se pasaron por su casa a buscarles. Al subir al piso encontraron la puerta abierta. Entraron y vieron un montón de bolsas de basura, todas llenas, en cualquier rincón y a Chus, en medio del cuarto de estar, lavando el colchón de la cama.
—Lo estoy desinfectando. Me repugna tanto que no soy capaz de soportar su olor —fue la explicación que les dio sin dejar de frotar.
—¿Pero qué ha pasado? —le preguntó Silvia alarmada.
—He echado a Toño de casa —respondió Chus escuetamente sin mirarles.
Jose y Silvia se miraron el uno al otro sin acabar de entender lo que oían. Chus seguía limpiando con una energía exagerada. De repente cesó todo movimiento. La cabeza gacha, los ojos huidizos.
—Hijo de puta… —murmuró sollozando—. Se follaba a medio Madrid y luego venía a acostarse conmigo y a decirme que me quería…
Sensibilizados como estaban porque lo habían vivido en sus carnes hacía tan poco tiempo, Jose y Silvia hicieron piña alrededor de Chus. Durante los dos meses siguientes fueron muchas las tardes en las que compartieron cafés, cigarrillos, lágrimas y alguna que otra esperanza de volver a ser los que habían sido. Y muchas las noches en las que salieron de copas, cantando hasta desgañitarse el
I will survive
de Gloria Gaynor, intentando creer que realmente podrían hacerlo.
La mayoría de esas noches, Silvia, todavía demasiado empeñada en sentirse hundida, les dejaba al poco rato porque decía no poder fingir que se lo pasaba bien cuando por dentro sentía tanta tristeza. Así que se quedaban Jose y Chus solos, hablando de sus ex, contándose las penas y conociéndose realmente, después de casi un año de estar viéndose todas las semanas.
Era normal, incluso previsible, que acabara ocurriendo lo que finalmente ocurrió. Jose y Chus se acabaron enrollando una de esas noches en las que Silvia, cual cenicienta moderna, se iba a casa antes de medianoche. Cuando una mañana de domingo, Silvia se levantó y se encontró a Chus saliendo del cuarto de baño, lo encontró tan lógico que lo único que se le ocurrió decir, con una sonrisa cómplice en los labios, fue:
—Mucho estabais tardando vosotros…
Así que Jose y Chus comenzaron su relación casi al mismo tiempo que la primavera de ese supuesto inicio del milenio que nos vendieron como año 2000. Con calma, sin prisas, cada uno en su casa, sin compromisos adquiridos con demasiada rapidez. Jose aceptó que le renovasen el contrato de trabajo. Aceptó quedarse en Madrid por un tiempo indefinido. Al menos tenía dos buenas razones por las que no quería marcharse.
* * * * * *
Durante toda la semana, mientras estaba en el trabajo, Jose tuvo las llaves de la casa de Chus en el bolsillo de la bata. De vez en cuando, en momentos en los que no había clientes a los que atender, las cogía y las sostenía en la palma de la mano, preguntándose cómo era posible que un objeto tan cotidiano le estuviera trastornando tanto.
Cada vez tenía más claro que iba a aceptar, que se iría a vivir con Chus. Lo que también le había preocupado durante esos días era Silvia. Llevaba más de tres años viviendo con ella. Habían vivido muchas cosas juntos. Dejarla en la estacada tanto a nivel emocional como a nivel práctico le parecía injusto. A nivel emocional porque intuía que, a pesar de haber empezado a trabajar de nuevo y de su relación con Ángela, no estaba bien. Estaba firmemente convencido de que, a pesar del tiempo transcurrido, su depresión seguía latente y a la espera del más mínimo atisbo de conflicto para volver a la carga. A nivel práctico, porque se tendría que buscar un nuevo compañero de piso y sabía que podía resultar muy complicado. Y era cuestión de suerte dar con alguien que no fuera un bicho raro y no acabara creándote más problemas de los que ya tenías.
Según iba asumiendo que la respuesta que le daría a Chus sería afirmativa, se iba acercando el momento en que tendría que decírselo a su amiga y ese momento le llenaba de pavor. ¿Sentiría ella que la estaba dejando sola? No tendría por qué. La amistad no tenía por qué romperse. Sin embargo uno nunca sabe la reacción que puede tener una persona ante algo inesperado. Los celos no sólo se dan entre personas que mantienen una relación de pareja.
Había estado evitando todo lo posible coincidir con Silvia en casa. Sabía que era un bocazas y que, si estaba con ella, no iba a poder evitar contarle la noticia que ocupaba su cabeza desde el viernes por la noche. No. Esperaría un poco más. Hablaría con Chus, verían cuando sería el mejor momento para hacerlo, para la mudanza, para cambiar todas las cosas. Y cuando todo estuviera planeado y seguro, cogería a Silvia, la sentaría y se lo contaría.
El fin de semana volvieron a salir todos los del grupo. Él y Chus, Silvia y Ángela, Inma, Marga y la cada vez más omnipresente Marta. Esta última era la que más conseguía incomodar a Jose. En la época post-ruptura, cuando tanto Silvia como Jose se envalentonaban pensando que lo mejor era adoptar una pose de fría y calculada indiferencia hacia los asuntos del corazón, los tres, Silvia, Marta y él mismo, habían sido muy amigos. Salían juntos de marcha, como solteritos recalcitrantes, entrando en los bares en busca de compañía fácil. Por su carácter, Silvia y él habían sido más tranquilos, pero Marta desbarraba demasiado para su gusto. Era exageradamente generosa puesto que, con el sueldo que tenía, mayor que el suyo y el de Silvia juntos, podía permitírselo. Pagaba cenas y copas, y todas las noches compraba coca que se iba metiendo cada poco rato en los servicios. Generalmente ella sola, aunque en alguna ocasión ellos habían aceptado el ofrecimiento.