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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (6 page)

Nunca he podido dejar de pensar en ella. Ni un solo día en todos estos años. Aunque en un tiempo pretérito huyese de su lado, temiendo las represalias de un poder que se situaba muy por encima de mí y contra el cual me veía incapaz de luchar. Siempre ha estado presente en mí, a mi lado, materializándose para recordarme lo que cobardemente rechacé y no tuve el suficiente valor para volver a recuperar.

Juanjo llama mientras duermo. Voz seca, impersonal, me voy a Génova una semana. Ya ni pregunto si es que se va a un congreso o a joder con alguna secretaria o azafata o becaria. Me da igual. Vuelvo a dormirme. Al abrir de nuevo los ojos lo veo frente a mí haciendo la maleta. Por un momento casi espero que me diga no aguanto más, no te aguanto más, me voy, me voy para siempre, quiero el divorcio, ya tendrás noticias de mi abogado. Pero no es así. Recuerdo que dijo que se iría de viaje. Génova. Congreso. Joder. Me levanto de la cama, sonámbula, camino hasta el cuarto de baño anexo. Murmullo de mis orines cayendo en el agua del inodoro y murmullo de su voz que me habla sin decirme nada. Vuelvo al dormitorio y me siento en el borde de la cama. Miro el reloj de la mesilla, las cinco y veinte, y alargo el brazo para alcanzar el paquete de tabaco. Enciendo un cigarrillo. No me gusta que fumes en el dormitorio. A ti qué más te da, si apenas duermes aquí dos noches seguidas, pienso en voz alta. Estrello el cigarrillo en el cenicero y salgo de la habitación. Merodeo por la planta de arriba unos segundos para volver a entrar en ella. Me tumbo boca arriba en la cama, las piernas muy juntas, los brazos pegados al cuerpo, quieta, inerme, esperando un sacrificio que no llega nunca. Él coge la maleta, me mira, dice que se va. Y se va. Ni un beso de despedida, tan sólo el ligero portazo de la puerta principal, el motor de su coche encendiéndose y alejándose, vaharadas de su perfume aún flotan en la estancia provocándome arcadas. Se fue. Otra vez. Espero que no vuelvas.

Enciendo el ordenador de su despacho. Espero a que finalice el proceso de conexión a Internet y entonces abro el navegador. En la barra de direcciones tecleo el nombre del sitio de siempre, uno de los pocos sitios de Internet a los que entro de vez en cuando. Un chat. No es que sirva para mucho pero me ayuda a pasar el rato, a no pensar. Tampoco busco nada. Cada vez que entro lo hago con un nick diferente. Y me invento una vida diferente. En ocasiones soy una adolescente confundida. En otras soy una conocida escritora de quien nadie imagina su ambigüedad. O una periodista, una del montón, con grandes aspiraciones. O una universitaria cansada del ambiente, de sus padres y de su carrera. A veces soy simplemente yo, una historia anónima del chat, aunque quizá esa personalidad sea la más difícil de explicar.

Repaso la lista de gente conectada. Reconozco algunos nombres y otros me resultan vagamente familiares. Chicas que siempre utilizan el mismo mote, que se conectan a las mismas horas para ser reconocidas, para hablar con sus cyberamigas y cybernovias. O simplemente para conocer a alguien nuevo, excitante, interesante. A muchas les he caído bien en las conversaciones. A algunas incluso les doy una dirección de correo electrónico para seguir en contacto aunque, por lo general, suelen residir en otros puntos del país y, en consecuencia, es menos probable que quieran conocerme. Además, nunca prolongo los escasos contactos que mantengo con ellas.

Una vez hablé con una chica que vivía en Madrid. Nos caímos bien. Nos dimos los correos y comenzamos a escribirnos todos los días varias veces. Me atreví a pedirle el teléfono. Por una vez tenía ganas de conocer a alguien a través del chat. La llamé una mañana, una de esas mañanas en las que no puedo dormir a pesar de haber estado toda la noche en pie. Le dije que estaba en el trabajo, puesto que le conté que era periodista y trabajaba en una editorial. No hablamos mucho porque la pillé en un bar tomándose un café con una amiga. Por la tarde me escribió diciéndome que tenía una voz muy bonita. No volví a escribirle. Se llamaba Silvia, creo.

Antes de cenar vuelvo a mirar el número de teléfono. Las lágrimas llenan mis ojos pero ninguna llega a salir. En un arrebato descuelgo el teléfono de diseño del salón y marco los números uno tras otro. Antes de que me pueda dar cuenta estoy oyendo la señal de llamada. Una, dos, tres, cuatro,… De repente, salta el contestador y su voz grabada vuelve a hablarme desde la distancia. Esta vez sí, una lágrima silenciosa sale del lacrimal y comienza su andadura por mi mejilla. El mensaje es divertido, ingenioso, ella, como siempre ha sido ella. Antes de que acabe, avisa al interlocutor y le insta a tomar papel y bolígrafo para anotar su número de móvil por si es urgente ponerse en contacto con ella. Lo anoto debajo del otro y cuelgo antes de que suene la señal.

No está en casa. Por un lado lo prefiero. No sólo por la información sino porque el mensaje grabado en el contestador me ha permitido escuchar su voz durante más tiempo que si ella hubiera descolgado directamente. Si lo hubiera hecho no me habría atrevido a hablar, a decirle hola, soy yo, he conseguido tu teléfono, me preguntaba cómo estabas después de tanto tiempo, desde que… Bueno, no habría sido capaz. Dar la cara después de todos estos años, después de lo que pasó, después de lo que nos separó. Por otro lado, me enfermo de celos. Dónde estará, que estará haciendo. Habrá salido con esa jovencita. Seguro. Estarán en el cine, tomando algo en una cafetería del centro, en el Café Comercial, a ella le encantaba su aire decadente; charlando con amigos, paseando por las calles de esta ciudad, esquivando a toda la gente que, como ellas, opta por gastar la tarde del maldito domingo haciendo algo más que quedarse en casa. O estará en casa, haciendo el amor con ella, desoyendo los incómodos timbrazos del teléfono inoportuno, dejando que su sonido se entremezcle con sus gemidos, con sus gritos de placer. Pienso en ello y la imagen acude a mi mente, martirizándome. Las dos desnudas sobre la cama, la piel fundiéndose, los besos, las caricias, su lengua recorriendo el cuerpo de esa jovencita, haciéndole todo lo que a mí me hacía. Y lo que habrá aprendido. Qué destreza habrá adquirido. Con cuántas habrá estado en los últimos quince años. Me imagino múltiples amantes, mujeres que quizá la hayan perseguido, intentado seducir, tratado de enamorar; jovencitas requiriendo sus encantos y su simpatía y su cuerpo. Y ella dejándose hacer, llevar, desear. Dándose con facilidad, compartiendo su ser, esperando que supiesen apreciarla como merece, como siempre ha merecido. Anhelo de amar y ser amada, de querer y ser querida, de compartir la vida entre dos sabiendo que merece la pena, que no será un esfuerzo en vano.

Conseguí el teléfono a través de una conocida que trabaja en la compañía telefónica. En circunstancias normales no solemos dar el teléfono si no nos facilitan la dirección del particular pero aquí lo tienes. Debe de haberse mudado hace poco. Ha solicitado el alta hace un par de semanas y también una línea ADSL, coño, que parece que la gente ya no sabe vivir sin Internet…

¿Quieres que te dé también la dirección? Vive por… No, no quise la dirección. Sería demasiado tentador. Saber dónde vive habría acabado por llevarme a espiarla, a apostarme frente a su casa para robarle su imagen por unos instantes. Mejor no. Y ni siquiera sé para qué intenté averiguar el teléfono. Sé que no me atrevería a hablar con ella. Recordarle quién soy, lo que fui, el daño que le causé. Me falta valor, decisión, arrojo. Soy una maldita cobarde. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué podría decirle? No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo. En lo que sentía por ti, lo que nos unía, en cómo te quería. Podría decirle que en las escasas ocasiones en las que Juanjo y yo hacemos el amor, por llamar de algún modo a esos breves y fríos encuentros carnales, ha habido momentos en los que he tenido que pensar en ella para sentir algo que no fuera repulsión por ese cuerpo que se movía encima de mí con movimientos repetitivos, de autómata. O intentar explicarle que estoy casi convencida de seguir enamorada de ella porque nunca dejé de estarlo. ¿Y para qué decirle que aún la quiero?

¿Acaso espero que ocurra algo? Ella no volvería conmigo. ¿Volver con quien la abandonó, con quien la negó una y mil veces negándose a sí misma una realidad y una posibilidad de ser feliz junto a ella?

Turno de mañana esta semana en el hospital. No sé si alegrarme o lamentarme. Por las mañanas suele haber poco jaleo. Y poco jaleo supone ratos muertos. Ratos que paso en la sala de médicos, repasando historiales. O en la cafetería, charlando con la camarera jovencita. Me ha sugerido que nos vayamos a cenar uno de estos días, aprovechando que coinciden nuestros turnos. He aceptado sin mucha convicción, sin concretar nada, como quien dice ya nos veremos, sea mañana o dentro de dos meses.

Me vuelvo a refugiar en la sala de médicos. Cojo una pila de historiales por mantener la vista y las manos ocupadas, que no la mente. Porque mi cabeza no deja de dar vueltas. Mareada, confusa, viaja a la deriva entre una marea de recuerdos. Y saber que ella de nuevo habita la misma ciudad que yo, que respira el mismo aire enrarecido y contaminado que llena mis pulmones me enloquece. Y no me lo puedo sacar de la cabeza. Y no consigo dejar de pensar en ella. Y soy incapaz de impedir que mis dedos marquen su número varias veces al día para escuchar su voz grabada en el mensaje del contestador.

Aparto los historiales y me levanto de la silla, hastiada. Encamino mis pasos hacia la cafetería sin pensarlo demasiado.

Es casi de noche cuando vuelvo a estar conectada a Internet. Los restos ya fríos de una pizza descansan en su caja, sobre una esquina de la mesa. Varias ventanas están difuminadas por la pantalla del ordenador. Distintas chicas de distintas procedencias que me hablan desde su soledad. Jovencitas y maduras. Alguna que dice estar casada y harta de todo. Hoy yo soy la universitaria que vive con sus padres y cuento que acabo de dejar a mi novia. Que estoy triste porque la sigo queriendo. Mucho. La sigo queriendo como el primer día, cuando nos presentó un amigo común en un bar de Huertas y descubrimos que acudíamos al mismo instituto y presentí que aquella chica se convertiría en alguien muy importante para mí. Pero mis padres nos descubrieron. Estábamos en mi cuarto y ella me besaba con ternura. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar, hacer, besar, sintiéndola tan cerca… Mi madre entró. Mi cuarto no tenía pestillo, mi padre lo quitó cuando comenzó a sospechar de la amistad que me unía a aquella chica. Durante más de dos años, desde que íbamos al instituto, habíamos sido cautas, nos habíamos escondido, les habíamos eludido, aprovechando cada segundo que ellos se ausentaban de la casa para amarnos, para enredarnos entre las sábanas de mi cama, para ver la televisión abrazadas la una a la otra. Pasado el tiempo, mis padres habían bajado la guardia y el celo y nosotras los bajamos con ellos. Debí suponerlo, era arriesgado dejarse llevar mientras ellos estuvieran en el salón viendo la película de la tarde. Mi madre venía maliciosamente a preguntarnos si queríamos café.

Todo lo que pasó después lo recuerdo como una nebulosa, una pesadilla, un infierno. Mi madre se quedó en el umbral durante un momento, quieta, muda, sus ojos clavados en nosotras con más furia que asombro. Luego cerró la puerta. Mis piernas temblaban. Mi estómago se convirtió en una piedra. El corazón me latía tan deprisa que pensé que sufriría un colapso. Ella me miraba asustada, sorprendida, pillada en un delito que para nosotras no lo era. Le dije que se fuera. Ella se negó. Ella estaría conmigo, les haríamos frente juntas. No sé cómo logré convencerla. No, tú no sabes cómo son mis padres. Te insultarán, te amenazarán, te tratarán como me tratan a mí. No quiero que pases por esto. Finalmente accedió, cogió su abrigo y la acompañé hasta la puerta. Permanecí con ella mientras esperaba el ascensor. Sus tristes ojos me miraban, me imploraban, me pedían que fuera fuerte, que resistiera porque ella estaría esperándome, ella me recibiría con los brazos abiertos. Yo no podía moverme. La veía ahí, a un metro escaso de mí, y el corazón se me salía del pecho. No pude darle un beso de despedida, no pude hacer nada. Abrió la puerta del ascensor y se metió en él, no sin antes volver a mirarme, una mirada que sólo decía una cosa, que sólo lanzaba un único mensaje.

No olvides que te quiero.

Y yo seguí allí, plantada en la puerta. El ascensor ya debía haber llegado a la planta baja, a pesar de que vivíamos en el piso doce. A mi espalda sentía acercarse la tormenta y yo permanecía quieta, sin moverme, casi sin respirar; hubiera querido huir pero mis pies se negaban a separarse del suelo. Lentamente cerré la puerta. Respiré hondo, me armé de valor y penetré en el salón. Mis padres giraron a la vez la cabeza en mi dirección, era evidente que estaban esperando a que yo regresara. Mi padre se dirigió a mí, no quiero que esa chica vuelva a entrar en esta casa. Agaché la cabeza y comencé a andar hacia mi cuarto. Mi madre me detuvo. No quiero que la vuelvas a ver. Intenté abrir la boca para protestar. No me repliques. A partir del lunes yo te llevaré a la facultad y yo iré a buscarte. Las lágrimas iban saliendo de mis ojos. Las palabras se me atascaban en la garganta. Acabas de perder toda nuestra confianza. ¡Atreverte a hacer guarradas en esta casa! ¡Tú no eres así! ¡Tú nunca has sido así! ¡Esa guarra te ha convertido en una mocosa consentida! Yo no podía creerlo. Y ni siquiera podía contestar. De repente me había quedado sin voz. Sólo podía dejar que las lágrimas resbalasen por mis mejillas.

¡Desde este momento estás castigada! ¡Sólo saldrás para ir a clase! ¡Y no quiero enterarme de que vuelves a ver a esa… esa tortillera!

Con gran esfuerzo obligué a mi cuerpo a moverse. Caminé hacia mi cuarto, cada vez más deprisa, dejando atrás los gritos de mi madre que, cada vez más enfurecidos, sólo sabían insultarme.

Caí sobre mi cama. Sentí que me moría. No podía ver nada por las lágrimas que inundaban mis ojos pero es que tampoco quería ver nada. El mundo se me estaba cayendo encima. Todo me daba vueltas.

Pasa de tus padres, vete de casa, me dice una chica en el chat. Es la misma con la que hablé por teléfono hace tiempo, pero ella no lo sabe.

No es tan fácil, contesto.

No, no era tan fácil. Estábamos a mediados de los ochenta. Las cosas entonces no eran como ahora. De la noche a la mañana me convertí en una presa. Mi madre se levantaba todos los días antes que yo y supervisaba todo lo que hacía, revisaba mi mochila, controlaba mi horario de clases mejor que yo misma. Me dejaba en la puerta de la facultad y al acabar siempre estaba allí, esperándome, como un clavo. De haber podido, hubiera entrado conmigo. Era mi sombra y, al igual que una sombra, no me hablaba, se limitaba a estar ahí, tras de mí, recordándome que vigilaba todos mis pasos.

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