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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (2 page)

BOOK: Llévame a casa
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—¿Lo has leído? —le preguntó una voz a su lado. Tardó varios segundos en reaccionar. Desvió la mirada del libro para dirigirla hacia el rostro de la autora de la pregunta. Que no era otra que la mujer desconocida que llevaba un cuarto de hora observando furtivamente.

—¿Eh? No, no. No lo he leído. La verdad es que nunca había oído hablar de él.

—¿No? —pareció sorprendida—. Está muy bien. Al menos a mí me gustó mucho cuando lo leí. Aunque hace años de eso. —Soltó una breve carcajada—. Cuando estaba en el instituto, creo.

—Sí, la verdad es que tiene buena pinta —afirmó con toda la intención de dejarle claro que le interesaba mucho el tema del que hablaba la novela.

—¿Sabes —comenzó a decir cogiendo otro ejemplar— que este fue uno de los primeros libros de temática gay que tenía un final feliz? Se publicó en los cincuenta. —Miró el libro con aire ausente—. En esa época no era tan fácil como ahora decir lo que pensabas. Ni lo que sentías.

—Ya —dijo ella pensando automáticamente que estaba quedando como una completa imbécil.

—Me parece que me lo voy a comprar. Hace mucho que lo leí y me gustaría releerlo. Me trae buenos recuerdos.

Ella asintió y no abrió la boca. La desconocida la miró a los ojos como si quisiera desentrañar algún misterio en su fondo.

—Te lo recomendaría pero como no conozco tus gustos… Tus gustos literarios, ya me entiendes, pues no me atrevo…

«Vaya forma más directa de averiguar si entiendo», pensó Silvia. Decidió ponérselo fácil.

—Me llama la atención pero, la verdad, un libro que lleva en la portada el nombre de mi ex me tira un poco para atrás.

¿Fue satisfacción lo que sugería la abierta sonrisa con la que había recibido la confirmación de sus sospechas?

—¿Tu ex novia se llamaba Carol? —preguntó la desconocida.

—Carolina —puntualizó ella—. No soportaba que la llamasen Carol.

—Carolina —repitió la desconocida asintiendo con la cabeza—, como la canción.

—Sí, como la canción —afirmó ella con un deje irónico.

—¿Otro recuerdo doloroso? —preguntó temerosa.

—Más bien. Pero hace tiempo que dejó de importarme.

La desconocida hizo un gesto de barrido con la mano, como si corriera un tupido velo sobre la conversación anterior.

—Bueno, dejemos a un lado los temas desagradables. Me llamo Ángela.

Y le tendió la mano. Ella se sintió un tanto contrariada ante ese gesto tan formal y típicamente anglosajón. Se la estrechó con firmeza al tiempo que decía su nombre.

—Yo me llamo Silvia.

—Bueno, Silvia —comenzó Ángela. Silvia pensó que ahí acabaría todo, se despedirían y cada una se iría por su lado. O quizá no. Ojalá que no—. ¿Te apetece un café? Llevo todo el día currando y me apetece un poco de compañía y una conversación que no tenga que ver con el trabajo… —La miró directa, inquisitivamente a los ojos—. ¿Qué me dices?

A Silvia casi se le sale el corazón del pecho. Claro que quería. Tenía unas pocas monedas en el bolsillo y, a pesar de su disciplina de recortar gastos, no se le ocurría mejor modo de emplearlas que tomando un café con aquella mujer que se le acababa de aparecer.

—Buena idea. Yo también necesito un poco de compañía.

—Estupendo. Vamos a pagar esto y mientras tanto decidimos dónde lo tomamos.

Ambas se dirigieron con paso firme hacia las escaleras mecánicas de bajada. Silvia no podía creer lo que le estaba pasando. No podía ser tan fácil. Sin embargo parecía que el interés que la desconocida había despertado en ella había sido mutuo. Y era extraño que a ella le sucediesen esas cosas.

Silvia propuso ir al Underwood, una de sus cafeterías preferidas. En el camino que iba de la Fnac hasta allí hablaron de cosas generales. Supo que Ángela era periodista, que había pasado varios años como corresponsal en Londres y que hacía apenas dos decidió volver a España y buscar un trabajo en Madrid. Ahora trabajaba en un conocido portal generalista de Internet y se acababa de comprar un piso en Atocha, un auténtico chollazo que consiguió gracias a un amigo. Y como estaban haciendo algunas reformas en él, mientras esperaba que acabaran, vivía temporalmente en casa de su hermana. Por su parte, Silvia le explicó que había estado trabajando durante casi tres años en una pequeña editorial que en los últimos tiempos atravesaba graves problemas económicos y que, por esa razón, cuando finalizó su contrato no hubo posibilidad de renovarlo. De eso no hacía aún ni dos meses y de momento prefería cobrar el paro y dedicarse a buscar otro trabajo con calma.

—¿Y has encontrado algo? —le preguntó Ángela.

—Pues, no… —Silvia dudó—. Bueno, la verdad es que tampoco he buscado demasiado. He estado un poco depre desde que empezó el año.

—Pues eso no puede ser, niña —le reprendió cómicamente—. No te puedes dormir en los laureles, el trabajo es importante.

—No, si ya… —dijo ella con vaguedad.

Ángela abrió su bolso y buscó algo en él. Su mano emergió portando una pitillera de piel. La abrió y entresacó un cigarro para ofrecérselo.

—¿Fumas?

Silvia se lo pensó. Hacía varios días que no fumaba ni siquiera un cigarrillo suelto para calmar la ansiedad. Y, siendo sincera, no lo había echado de menos. Sin embargo, ver a Ángela ofreciéndoselo le hacía desearlo. Extendió la mano hacia la pitillera, lo sacó y se lo puso en los labios. Cuando Ángela acercó el mechero para encendérselo, hizo pantalla con una de sus manos rozando levemente la de ella. Sintió cómo un escalofrío le recorría toda la espalda de principio a fin.

—Gracias —dijo exhalando el humo. Ángela se encendía el suyo y hacía lo propio.

—¿Y hace mucho que lo dejaste con tu novia? —atacó Ángela de repente.

A Silvia le pilló por sorpresa. ¿Era esa la clase de pregunta que se le hacía a una desconocida? Por mucho que ella hubiera tocado el tema un rato antes, no había entrado en detalles, ni tampoco creía haber dado pie a esa familiaridad con la que Ángela lo estaba abordando en aquel momento. De todas formas, le interesaba dejar claro ese aspecto cuanto antes para que supiera que el camino estaba libre.

—Sí. Hace casi dos años. Pero, bueno, ahora ya no me importa.

—¿Ahora —enfatizó la palabra— ya no te importa? Lo pasaste mal, entonces. ¿Lo dejó ella?

—Sí, lo dejó ella.

—¿Por qué?

Aquello ya rozaba el interrogatorio. Si Ángela estaba interesada en Silvia le bastaría con saber que no tenía novia y que a la última ya la tenía olvidada y enterrada.

—Bueno, una de sus explicaciones fue que me dejaba porque yo la quería demasiado. No tuvimos un final feliz.

—¿La agobiabas?

—No. La verdad es que nos veíamos bastante poco. Ella vivía con sus padres.

—Pues vaya tontería.

—Bueno, ella era muy joven. Tenía dieciocho años. No creo que supiera muy bien lo que quería o lo que no.

—¿Y tú cuántos tienes?

—Veinticuatro. Y ya que estamos, ¿cuántos tienes tú? —contraatacó Silvia, ya era hora de que fuese otra quien contestase a las preguntas.

—De momento treinta y tres, pero me queda poco. En un par de semanas cumplo treinta y cuatro —anunció.

—¿Cuándo?

—El día de San Valentín —sonrió—. Pero nunca he creído que la edad sea un problema.

—¿Un problema para qué? —preguntó Silvia siguiéndole el juego.

—Para nada —dijo ella con complicidad antes de darle un sorbo a su café.

Hacia las nueve, Ángela se ofreció a llevarla hasta su casa. Había venido en coche porque su hermana vivía en las afueras y lo tenía aparcado en el parking de Santo Domingo. Mientras caminaban hacia allí, volvieron a hablar de cosas sin importancia, abandonado ya el tono de interrogatorio que Ángela había adoptado en la cafetería. Se montaron en el coche y Silvia le indicó cómo ir hasta su casa. Cuando llegaron, Ángela paró el coche en doble fila y puso el intermitente.

—Así que aquí vives tú —dijo Ángela mirando a los edificios que se encontraban a la derecha.

—Sí —rio Silvia—. Pero en ese portal de allí —explicó señalando hacia el otro lado de la calle.

—¡Ah! —sonrió.

Se hizo un silencio incómodo en el interior del coche. Silvia estaba nerviosa. No sabía qué decir ni qué hacer.

—Bueno, pues nada, ya nos vemos —fue lo único que se le ocurrió.

Y abrió la portezuela para salir.

—Sí… Ya nos vemos —repitió Ángela un tanto cortada.

Silvia salió del coche y cerró la puerta. Hubiera dado lo que fuera por haber continuado hablando, por haber tenido el suficiente valor como para haberla invitado a subir a su casa a tomar algo o a cenar. Pero la timidez y el nerviosismo la paralizaban. Aparentando normalidad, comenzó a bordear el coche. Estaba a punto de cruzar la calle cuando Ángela la llamó.

—Silvia, espera.

Una súbita alegría le recorrió el cuerpo por entero. Tuvo que hacer esfuerzos para no darse la vuelta con la estúpida sonrisa que se acababa de apoderar de su rostro.

—¿Sí? —preguntó volviendo a dirigirse al coche.

Vio que Ángela se había girado y buscaba algo en el asiento de atrás. Cuando volvió a mirar hacia Silvia le tendió un libro. Era el libro de Patricia Highsmith.

—Toma. Léetelo y así me dices qué te parece.

Silvia cogió el libro como una autómata. Se había quedado sin palabras. Otra vez.

—Ah… Bueno, vale… Me lo leeré enseguida para devolvértelo cuanto antes.

—Tranquila, sin prisas. Espero que te guste —quitó el intermitente—. Bueno, ahora sí que me tengo que ir. Ya hablamos, ¿vale?

—Vale —contestó Silvia.

Y se dio la vuelta para dejar de mostrar su estúpida cara de felicidad. Sintió alejarse el coche tras de sí justo en el momento de darse cuenta de que no se habían intercambiado los teléfonos ni nada. Busco el coche con la mirada pero ya había desaparecido de su campo de visión. ¿Cómo iban a volver a verse? ¿Qué iba a hacer Ángela para encontrarla? ¿Ir puerta por puerta por todos los bloques de su calle hasta dar con ella?

Subió dándole vueltas a todo lo ocurrido esa tarde. Se sentía confundida y mareada. Había conocido a una tía interesante pero ahora parecía bastante difícil que la volviera a ver.

Al abrir la puerta de su piso comprobó que su compañero ya había llegado. «Menos mal —pensó—, porque necesito contarle todo esto a alguien». Llegó hasta el salón mientras su perro brincaba y hacía fiestas alrededor de ella. Jose estaba comiendo una especie de tallarines, sentado frente al televisor.

—¡Buenas! —saludó—. ¿De dónde vienes?

—Si te lo cuento, no te lo vas a creer.

—Pues empieza a contármelo, ya veré si me lo creo o no. Silvia se sentó a horcajadas en una silla apoyando los brazos en el respaldo, el libro aún en la mano.

—He conocido a alguien.

—¡Uy! Esto se pone interesante —bajó el volumen del televisor—. A ver, empieza desde el principio y con todo lujo de detalles, por favor.

—Bueno, pues nada, esta tarde me fui al centro a dar una vuelta. Y me metí en la Fnac a pasar el rato. Y justo cuando estaba subiendo las escaleras, una chica muy guapa se tropieza conmigo…

—Si te ha regalado flores ha sido impulso… —bromeó Jose a carcajada limpia.

—Calla, idiota… El caso es que llegamos a la planta de libros y cada una se va por su lado pero yo sin perderla de vista. En estas que me pongo a mirar un libro, aparece a mi lado y empieza a hablar conmigo. Del libro, claro. Y el libro es de una historia de amor entre chicas, con lo que enseguida quedó claro que entendíamos. Y ya creía yo que la cosa acababa ahí cuando me dice que si me apetece un café. Así que nos vamos a Chueca y nos pasamos el resto de la tarde hablando. Hasta ahora, que me ha traído a casa.

—¿Y? —pregunta Jose, pícaro.

—Y nada. Yo estaba supernerviosa, me he despedido y me he bajado del coche, y justo cuando estaba cruzando, me llama y me da esto —Silvia mostró el libro—, que es por lo que empezamos a hablar en la Fnac.

—A ver —le pidió Jose. Ella se lo tendió.

—El problema —comenzó de nuevo con aire abatido levantándose de la silla— es que no nos hemos dado los teléfonos ni nada, así que no creo que nos volvamos a ver.

Jose hojeaba el libro con curiosidad.

—¿Y esto? —exclamó.

—¿El qué? —preguntó ella.

Jose le mostró la primera página con gesto triunfal.

—Me parece que sí puedes volver a verla —sonrió alzando las cejas cómicamente.

Silvia cogió el libro. En la primera página había una dedicatoria: «Aunque parezca que los finales felices sólo existen en la ficción, no desesperes. Hay ocasiones en que la vida real también puede tenerlos. Inténtalo. Ángela». Debajo había escrito la fecha y un poco más abajo:

«Llámame cuando lo termines», junto a un número de móvil.

—¡Hostias! Lo debió escribir cuando fui al servicio. ¡Joder…!

—¡Niña, esa boquita! —se rio Jose—. Me parece que le has interesado tanto como ella a ti.

Silvia no podía creerlo.

Se leyó el libro de un tirón aquella noche. Sin embargo fue dejando pasar los días sin atreverse a llamar a Ángela. Para cualquiera hubiera resultado obvio que debía llamarla. Le había regalado un libro y en él había escrito una dedicatoria lo suficientemente explícita. «Inténtalo», decía en ella. Ángela debió adivinar el miedo que tenía a iniciar una relación, un miedo que no era sino una muy poco hábil manera de disfrazar el deseo que tenía de enamorarse. Y Ángela le decía que lo intentara. Arriesgándose más se podría incluso afirmar que le estaba instando a intentarlo con ella. ¿Por qué dudaba entonces? En un par de ocasiones había cogido el móvil y había marcado los números de su teléfono. Sin embargo no llegó a pulsar el botón para iniciar la llamada.

Fue Jose quien le dio la idea. ¿Por qué no montaban una pequeña reunión para el sábado e invitaban a unos cuantos amigos y, entre ellos, a «la chica de la Fnac», que era como su compañero de piso había bautizado a Ángela?

—Pues si te parece tan buena idea, ¿a qué esperas para llamarla? Ya estamos a jueves, como te descuides, cuando la quieras llamar tendrá otros planes… —le espetó Jose.

—Es que…


Ejque, ejque, ejque,…
—repitió Jose con acritud saliendo del salón.

Cuando regresó, Silvia vio que tenía el libro de Patricia Highsmith abierto en una mano y en el otro un móvil.

¡Joder! ¡Era su móvil!

—¡Jose! ¿Qué coño haces? —preguntó alarmada levantándose de un salto del sofá.

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