—Hacerte un favor. Toma, está dando señal… —le tendió el teléfono.
—¡Te voy a matar! ¡Eres un…! —No pudo continuar, al otro lado habían descolgado.
—¿Sí? —respondió una voz femenina. Silvia fulminó a Jose con la mirada.
—¿Ángela? —preguntó temerosa.
—Sí, soy yo —dijo ella. Pero no dijo nada más, se limitó a permanecer a la espera.
—No sé si te acuerdas de mí, soy Silvia… Nos conocimos el otro día en la Fnac…
La voz de Ángela cambió del tono impersonal a uno mucho más alegre.
—Claro que me acuerdo de ti. ¿Qué tal estás?
—Bien, bien,…
—Vaya, ya pensaba que no me ibas a llamar. Creí que te había asustado con lo del libro…
—No, no, tranquila, no me asustaste… Oye, mira, te llamaba porque, bueno, no sé, supongo que ya tendrás planes pero este sábado vamos a hacer en casa una pequeña fiesta con algunos amigos y había pensado que si quieres te podías pasar y…
—Y así comentamos qué te ha parecido el libro, porque te lo habrás leído, ¿no? —le dijo en un divertido tono mordaz.
—Sí… Claro —respondió Silvia pillada un poco por sorpresa.
—Me parece bien. Me tendrás que dar tu dirección exacta. Sé más o menos cómo llegar hasta allí pero no sé ni el portal ni el piso.
Silvia le dio la dirección bajo la mirada expectante y sonriente de Jose, que no se había perdido ni una sola palabra de la conversación.
—Bueno, pues el sábado nos vemos. ¿Sobre qué hora quieres que vaya?
—No sé, sobre las ocho más o menos.
—Sobre las ocho, vale… ¿Éste es tu número?
—Sí.
—No, es por si me retraso o algo, aunque no creo, aún no había hecho planes, siempre lo dejo para el último momento.
—Pues nada, nos vemos el sábado entonces.
—Venga, nos vemos. Un beso, ciao.
—Adiós.
Silvia colgó el teléfono con una sonrisa alucinada.
—¡Va a venir!
—Ya me he dado cuenta, niña, no creo que le estuvieras dando la dirección para el censo.
—Pues ya puedes ir llamando a la gente para que venga el sábado, que no tengo ganas de que luego no venga nadie y se piense que le he montado una encerrona.
—Uhmmmm, ya quisiera yo que me montara una encerrona alguien con una cama como la tuya… —le dijo juguetón.
Silvia le empujó sin mucha convicción mientras salía del salón.
—¡Idiota!
—Ya verás cómo al final vas a tener que agradecérmelo… —le gritó riendo.
El sábado por la mañana, Silvia se levantó inusualmente temprano. Puso música a todo volumen para animarse y, armada de cepillo, recogedor, aspirador, trapos y fregona, se dispuso a hacer zafarrancho de combate en el piso, que buena falta le hacía. Hacia las once, Jose apareció por el pasillo en calzoncillos y camiseta, con el pelo revuelto y frotándose los ojos.
—¿Se puede saber qué coño pasa?
—Nada. Estoy limpiando.
—Ya, eso ya lo veo. ¿Y a qué viene ese frenesí limpiador? Los sábados no te levantas hasta que no ha acabado el telediario…
—Quiero que la casa esté presentable para esta noche… —Señaló los cristales del salón—. ¿Sabías que se puede ver la calle a través de ellos? —le dijo en tono mordaz.
—¡Acabáramos! Hoy es la gran noche… —Y se dio la vuelta para volver a su cuarto.
—¡Eh, espera! ¿Quién va a venir al final?
—Pues… De momento Chus, Inma y Marga. Y Fede me dijo que le llamara después de comer, aunque no creo que venga. ¿Tú has llamado a alguien?
—Sí, a Cristina y María. Me dijeron que sí, pero ya sabes cómo son, a lo mejor a última hora me mandan un mensaje diciendo que no pueden venir.
—Ya… —Y reinició su camino hasta la habitación, dejando a Silvia sacando brillo a los cristales.
Como no tenía apetito, a la hora de comer se acercó al supermercado a comprar algunas cosas para la noche. Al volver al piso, Jose estaba acabando de comer. Cuando entró en la cocina a dejar el plato en el fregadero, husmeó en las bolsas con curiosidad.
—¿Qué piensas hacer?
—No mucho. Unos sándwiches, cosas de picar… No sé. Tenemos vodka y martini, ¿verdad?
—Sí.
—Iba a comprar whisky, pero ya se me salía del presupuesto…
—Si no te lo hubieras bebido todo cuando estuviste depre, tendrías, porque a mí no me gusta…
—Ya…
El perro permanecía entre los dos, sentado y atento a las bolsas de comida, por si le podía caer algo. Pero las cosas compradas se fueron colocando en los armarios y la nevera sin que nada cayera hacia él. Jose hizo ademán de salir de la cocina.
—¡Che! —le dijo Silvia—. ¿A dónde vas? —Señaló el fregadero—. Friega eso.
—Joder, hay que ver cómo te pones cuando viene alguien…
Todo el mundo había llegado ya, incluso Cristina y María, mundialmente conocidas por su impuntualidad. Los sándwiches empezaban a desaparecer, los platos se iban vaciando, el hielo tintineaba en los vasos y las botellas iban menguando.
—No va a venir, Jose —gimió Silvia en el oído de su compañero.
—Niña, tranquilízate. Sólo son las ocho y media.
—Las nueve menos veinticinco —le corrigió.
—Vale, las nueve menos veinticinco, tranquila, estará aparcando o le habrá pillado un atasco.
—No creo…
—¿Un sábado por la tarde? A estas horas Madrid tiene más coches que habitantes.
El timbre del telefonillo les interrumpió.
—¿Ves? Ahí la tienes —le dijo Jose con condescendencia. Silvia esbozó una tímida sonrisa y se dirigió hacia el telefonillo, que estaba junto a la puerta del piso. Brando ya estaba allí gimiendo, nervioso ante lo que entendía acertadamente como la llegada de nuevas víctimas a las que lamer y en torno a las cuales poder saltar reclamando atención. Silvia abrió sin preguntar y el escaso minuto que Ángela (porque era ella, no podía ser otra) tardó en subir se le hizo eterno. El timbre de la puerta sonó, alborotando a Brando aún más si cabe. Abrió con él en brazos, agitándose desesperadamente para hacerle fiestas a la recién llegada.
—Hola… No te había dicho que tenía perro —dijo a modo de presentación—. Espero que no te den miedo ni alergia ni nada parecido.
—No te preocupes, la verdad es que me encantan… —sonrió mientras le acariciaba la cabeza a un Brando cada vez más cerca de zafarse del abrazo de su dueña—. ¿Cómo se llama?
—Brando… Deja, trae que te guardo el abrigo.
Ángela se quitó el abrigo y se lo tendió a Silvia, que, desistiendo en su intento de controlar al perro, había acabado por soltarle. De modo que Brando ahora daba saltitos alrededor de Ángela y le olfateaba toda la ropa con gran emoción. Entraron en el dormitorio de Silvia. Allí dejó el abrigo de Ángela sobre la cama, junto al de los demás.
—¿Esta es tu habitación?
—Sí.
—¡Vaya! —silbó admirativamente mirando una de las estanterías y sus más de ochocientos discos—. ¿Te gusta la música?
—No, qué va… —rió Silvia divertida—. ¿Por qué lo dices?
—He traído una botella de whisky —dijo Ángela sacando una botella de Ballantine's de una bolsa del Vips—. Como no me dijiste qué clase de fiesta era, no sabía si comprar whisky, vino o qué.
—No tenías que haber comprado nada, mujer. Salieron de la habitación de Silvia y se dirigieron al salón. Allí presentó a Ángela al resto de la gente.
Esperaba que Jose no diera la nota, como solía hacer. Pero era pedir demasiado.
—Así que tú eres la chica de la Fnac… —De nada sirvió que Silvia le dedicara una de sus miradas más asesinas—. Ya tenía yo ganas de conocerte. —Le dio dos besos—. Vaya, creo que voy a ir a la Fnac más a menudo… ¡Y has traído whisky! Mira, Silvia, ya vas a poder echarle algo a la Coca-Cola. Hasta ha acertado en tu marca favorita… ¿Quieres tomar algo, cielo?
—Sí. Whisky con coca, por favor.
—Pues vamos a estrenar tu botella, porque nos habíamos quedado sin whisky…
—Y hay que traer más hielo —dijo Silvia agarrando la cubitera con una mano y a Jose con la otra—. ¿Me acompañas, por favor?
Ya en la cocina, cerró la puerta y abrió el congelador.
—Joder, tía, es muy guapa… No me extraña que te guste.
—Ya lo sé… Y creo que hasta el vecino del tercero se ha dado cuenta, por no decir que si a ella le quedaba alguna duda, tú se las has disipado todas… —dijo volcando la bolsa de hielo en la cubitera.
—Pero bueno, de eso se trata, ¿no?
—Sí… Pero, joder, sé más sutil, no quiero que piense que estoy desesperada.
—Vale, vale, indirecta captada, no abriré la boca.
—Eso espero —dijo abriendo la puerta.
Ambos regresaron al salón con sonrisa de circunstancias.
—Ya estamos aquí —dijeron a coro.
Silvia agarró dos vasos y echó hielo en su interior. Luego cogió la botella de whisky y derramó la bebida sobre los cubitos. Mientras tanto, Ángela ya había cogido la botella de Coca-Cola. Tras servir ambos vasos, Silvia le dio un buen trago a su copa. Agarró un paquete de L&M Lights que andaba por allí y cogió un cigarro. Lo estaba encendiendo cuando Cristina le espeto divertida:
—¡Pero Silvia! ¿Tú no estabas dejando de fumar?
—Sí —sonrió forzada tras exhalar el humo—. A ratos.
Ángela le sonrió con complicidad bebiendo un sorbo de su copa.
Silvia estaba nerviosa. No sabía muy bien qué hacer. No sabía de qué hablar con Ángela. Y lo peor era que Ángela permanecía a su lado correcta y formal pero esperando algo.
—Oye, muchas gracias por el libro —dijo al fin—. Me ha gustado mucho.
—¿Sí? Me alegro. Ya te dije que estaba muy bien.
Ambas callaron. ¿Sería posible que a lo largo de la noche mantuvieran una conversación que fuese más allá de dos frases? Comenzaba a dudarlo.
—Oye, Silvi, reina —le dijo Jose colgándose de su cuello—. ¿Vamos a irnos luego de marcha?
—No sé, pregunta a la gente a ver qué quiere hacer.
—Si salimos te vendrás con nosotros, ¿no, Ángela?
—Claro, vais por Chueca, ¿no? —respondió la aludida.
—Supongo que sí pero podemos ir a donde tú quieras —le contestó guiñándole un ojo, luego se alejó para ir a hablar con Chus.
—Parece simpático —comentó Ángela cuando Jose ya se había ido.
—Sí, aunque a veces se pasa de simpático.
—¿Llevas mucho viviendo con él?
—Tres años por estas fechas…
—Entonces os tenéis que llevar muy bien.
—Sí… La verdad es que es muy divertido vivir con él. Siempre me está haciendo reír… Mis padres están convencidos de que es mi novio, y mira que les he dicho mil veces que no, pero nada, que no se apean del burro.
—¿No saben que entiendes?
—No —negó con la cabeza—. Nunca se lo he dicho. Ni ganas tengo, la verdad.
—¿Crees que no lo aceptarían?
—No es eso, es que me niego a entrar en el rollo ese de sentarles y contarlo en plan confesión o hacer un drama. Si mis hermanos no han tenido que decir que son heterosexuales no veo por qué yo tendría que decirles con quién me acuesto o me dejo de acostar…
—Una visión coherente, pero por desgracia todavía se espera que montemos el numerito.
—¿Tus padres lo saben? —le preguntó Silvia animada al ver que se mantenía la conversación.
—Sí. Pero no porque yo se lo dijera. —Al ver que Silvia alzaba las cejas con expresión interrogante prosiguió—. Verás, cuando estaba en la facultad salía con una chica. Un día sus padres nos pillaron besándonos en su habitación y llamaron a los míos para darles el parte de noticias. Supongo que esperaban que se pusieran de su parte pero mis padres les contestaron que no veían dónde estaba el problema. Tuve que dejar de salir con mi novia pero al menos descubrí que a mis padres nunca les parecería mal que yo saliera con chicas.
—Joder, qué suerte… —dio un sorbo a su copa—. No sé, mis padres parecen abiertos pero hasta ese punto… —Meneó ligeramente la cabeza—. Prefiero no arriesgarme, al menos de momento.
—Siempre he pensado que salir del armario es algo muy personal. Y además, es difícil hacerlo en todos los frentes. Hay veces en que te puedes destapar en tu familia y con tus amigos pero no en el trabajo. O viceversa.
—¿En tu trabajo lo saben?
—Uy, sí, ya sabes cómo son ciertos mundillos. Y en el periodismo hay mucha loca suelta.
—En el mío también lo sabían. Pero porque el director entiende, es amigo mío y me metió. Casi toda la plantilla era homosexual…
—¿Ves lo que te decía? Tu familia no lo sabe pero en tu trabajo sí…
La conversación se quedó estancada ahí. Silvia miró nerviosa la punta de sus botas. Vio que los zapatos de Jose se acercaban a ellas.
—Bueno, chicas, habrá que ir pensando en mover un poco el esqueleto, ¿no?
—Pues sí —respondió Ángela antes de que Silvia pudiera abrir la boca—. Vamos para Chueca, ¿no? Yo he traído coche, ¿vosotros…?
—Inma y Marta también han traído, y Chus la moto. Así que todos estamos motorizados y movilizados… Lo digo por los móviles, para no perdernos.
—Muy bien, pues cuando queráis nos vamos. ¿Recogemos esto un poco?
—No, reina. Déjalo como está que mañana Silvia y yo lo dejamos como los chorros del oro—dijo Jose.
—Pero… —intento protestar Ángela.
—¡Chist! Que no y punto —ordenó cómicamente Jose—. Nuestros invitados no se pueden ensuciar las manos.
Poco a poco todos fueron desfilando por el cuarto de Silvia para recoger los abrigos. Silvia notó que Inma, Marga, Cris y María hacían corrillo y murmuraban algo entre risas. Supuso que estarían hablando de Ángela. Los nervios le recorrieron el estómago mientras miraba hacia ellas esperando que captasen que más les valía estarse calladitas. Se colocó el cuello del abrigo y fue hasta la cocina para comprobar si Brando tenía agua y comida en su escudilla. Al darse la vuelta vio que Ángela la miraba desde el quicio de la puerta. Tuvo la impresión de que iba a decir algo pero no abrió la boca. En cambio fue Silvia quien habló.
—Estaba mirando si tenía agua y comida —explicó.
—Ya…
Dio un par de pasos para salir de la cocina y estiró el brazo para apagar la luz. Ángela no se había movido, por lo que ambas se quedaron a pocos centímetros una de otra. Durante un segundo Silvia no supo qué hacer. Notaba que se había creado cierta tensión entre Ángela y ella. Y por lo poco que la conocía no podía discernir si se trataba de una tensión provocada por la incomodidad o por un posible deseo. Sus miradas se cruzaron justo en el momento en que Jose les gritaba desde el final del pasillo: