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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (7 page)

BOOK: Llévame a casa
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En casa era aún peor. Mi padre también dejó de hablarme. Me quitó las llaves de casa, me obligó a cancelar mi cuenta corriente, en la que había conseguido ahorrar algo de dinero que habría sido insuficiente si hubiera intentado marcharme. Mientras estaba en casa, la puerta de mi habitación debía permanecer abierta. Tenía absolutamente prohibido usar el teléfono. Aunque esa prohibición duró poco porque tres días después, ella llamó, intentando hablar conmigo. Sólo pude oír cómo mi madre decía: No vuelvas a llamar a esta casa. Al día siguiente el teléfono del salón desapareció. El otro teléfono de la casa estaba en el despacho de mi padre, siempre cerrado con llave.

No me dejaban nunca sola. Si salían, siempre iba por delante de ellos. Daba igual que yo tuviera diecinueve años y que ya hubiera rebasado la mayoría de edad. Yo era una cría, no sabía lo que quería y ellos se iban a ocupar de que yo fuese por el buen camino, sí, señor, vaya si lo vamos a hacer. Me sentía hueca, vacía, una triste marioneta en manos de dos vulgares titiriteros. Lo único que pude hacer fue escribirle una carta en horas de clase y hacérsela llegar a través de nuestro común amigo. Una carta en la que le contaba lo que estaba pasando y que era mejor que no intentase acercarse a mí. Te quiero con locura pero esto es más fuerte que tú y que yo. Tengo que pedirles permiso hasta para respirar. Ya no puedo más, van a acabar conmigo. Y no puedo vivir pensando que me esperas porque no sé cuándo podré salir de esta. Pasará mucho tiempo antes de que pueda ir hasta la esquina sin escolta. Será mejor que me olvides. Déjame atrás y sigue con tu vida.

Recibí su respuesta, por supuesto. Al día siguiente, nuestro común amigo me entregó su carta. No estoy dispuesta a olvidarte. Esperaré lo que haga falta. No pueden vigilarte durante toda tu vida. Se les pasará. Yo te quiero. Y quiero estar contigo. No puedo imaginarme mi vida sin ti. Yo lloraba en mitad de la clase. Yo también la quería. Yo tampoco me imaginaba la vida sin ella. Tus padres llamaron a los míos aquella tarde. Están al corriente de todo y me apoyan. Nos apoyan a las dos. No estás sola. También tienes su apoyo. Puedes venirte a mi casa. Escápate. Yo iré a buscarte si hace falta.

Creí morir. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por tener el valor de levantarme, ir a buscarla a su facultad y haber huido juntas. El valor de enfrentarme a todo y a todos sólo por ella. No lo hice. Fui una maldita cobarde, aún lo soy. El miedo a mis padres era más fuerte que mi deseo. Tan sólo cogí un bolígrafo y escribí al final de su carta:

Será mejor que lo dejemos. Yo ya no te quiero.

Cuando acabaron las clases aquel día me dirigí como alma en pena a la salida, resignada a ser conducida de nuevo a la prisión en que se había convertido mi casa. Pero en la puerta de la facultad, en lugar de encontrarme a mi madre, me la encontré a ella que, con lágrimas en los ojos, aún sostenía la carta que contenía mi respuesta, esa mentira con la que intentaba acabar con el dolor de ambas. Me quedé petrificada. Nos miramos. Yo también empecé a llorar. Ella se dirigió hacia mí. Y en ese momento mi madre se interpuso entre las dos. La miró a ella con desprecio y a mí me agarró violentamente del brazo, arrastrándome hasta el coche. Volví la cabeza una sola vez para llevarme conmigo la imagen que me rompió el corazón. La persona a la que más había amado en toda mi vida me miraba con un amargo rostro de decepción, traicionada en sus sentimientos, herida en lo más hondo de su ser. Y la única culpable era yo. Sólo yo.

Dejé de mirarla y volví a llorar.

Sufrí una crisis nerviosa y me ingresaron. Ni siquiera recuerdo cómo pude aprobar ese curso. En mi memoria de aquella época se entremezclan exámenes y batas blancas, pasillos de hospital y de facultad, sopor, dolor y desesperanza. Si la vislumbraba por el campus, me alejaba rápidamente. Me acostumbré a estar sola. Perdí a todos mis amigos. Me endurecí por dentro y por fuera. Al curso siguiente fui trasladada a otra universidad. La vigilancia de mis padres se prolongó férreamente durante cerca de tres años. A partir de entonces comenzó a relajarse paulatinamente. Hasta que conocí a Juanjo.

Bueno, ya está bien de hablar de mí, le digo a la chica del chat, cuéntame algo de ti.

Es que a mí las cosas me van más o menos bien, me responde. Lo único malo es que estoy en paro pero, por lo demás, todo me va bien. Acabo de echarme novia.

¿Ah, sí? ¿Y qué tal?

Pues muy bien, es una chica fantástica. Muy guapa. Tiene treinta y cuatro años y es periodista.

¿Periodista?, preguntó con un ramalazo de nervios cruzándome el estómago. Qué interesante….

Sí, lleva un par de años en Madrid porque estuvo trabajando fuera y ahora se acaba de comprar un piso. Y bueno, de momento la cosa parece que va bien.

Oye, ¿cómo se llama?, me atrevo a preguntar.

¿Por qué?

No, por nada, es que a lo mejor la conozco.

La chica tarda en contestar. A mí me tiemblan las piernas ante lo que estoy leyendo. Podría ser una casualidad pero… Tengo una corazonada y raras veces fallo.

La chica me dice el nombre.

Y mis sospechas se confirman. Es ella.

¿Es quien creías?, me pregunta. No, no, me apresuro a contestar.

Resultaría obvio decir que no he podido pegar ojo en toda la noche. Las horas de descanso se han ido deslizando sobre mí mientras daba vueltas en la cama, me peleaba con sábanas y almohadas, me la imaginaba con esa chica. Y el tiempo iba pasando sin que yo pudiera cerrar los ojos ni un momento. Hasta que decidí levantarme y hacerle frente al día antes de su hora.

Me acerco a la cafetería como quien no quiere la cosa, aunque en mi interior sé que mis pasos tienen un destino concreto. ¿Cafetito?, me pregunta. Asiento decorando mi cara con la más amplia de las sonrisas. Ella me corresponde del mismo modo y en un santiamén tengo ante mí un humeante café con leche. Vierto el azucarillo en el líquido. ¿Tienes planes para esta tarde? ¿Para esta tarde?, me pregunta sorprendida. Sí, me refiero a si tienes planes para la cena. Podíamos ir a cenar a algún sitio a primera hora y luego tomar algo por ahí… Si te apetece, claro. Su rostro refleja una gran sorpresa. Supongo que no se lo esperaba por mucho que dijéramos el otro día. Aunque la sorpresa, sin duda, parece agradarle. Acepta con convicción. Sonrío y le doy un sorbo al café sin dejar de mirarla. Ella atiende a otros clientes lanzándome miradas cómplices cada pocos segundos. Termino mi café y dejo unas monedas sobre la barra. Luego paso a buscarte, le digo al marcharme, no sin antes dedicarle otra de mis encantadoras sonrisas.

Ahora mi camarera está frente a mí y por una vez es servida por un jovencito con bastante pluma y aún más desparpajo que nos ha hecho reír con ganas mientras anotaba nuestros pedidos. Un restaurante en Chueca, dos mujeres jóvenes, dos mujeres que nunca se habían visto fuera del recinto de trabajo de ambas y que intentan averiguar las intenciones exactas de la otra para que no las pille de sorpresa.

Aunque las intenciones parecen estar lo suficientemente claras como para no albergar demasiadas dudas al respecto. Hemos pasado del trato amable y cordial a las miradas sugerentes, los silencios insinuantes y la ambigüedad. Yo sé lo que quiero. Ella también parece saber muy bien lo que quiere. La docilidad y complacencia con las que actúa tras la barra han dado paso a un aplomo y una seguridad en sí misma que no se dejan ver mucho cuando está en la cafetería del hospital. Despliega todas sus dotes de seducción en un tremendo y amplio abanico que deposita ante mí para que yo elija lo que más me guste. Aún no ha adivinado que a estas alturas cuesta poco seducirme, que me basta un poco de interés, un breve cortejo para que yo acceda a los requerimientos de quien, a su vez, haya llamado mi atención. Y que, en respuesta, yo también seduzco, halago, lisonjeo para conseguir lo que las dos llevábamos tanto tiempo anhelando sin habernos parado a ponerle nombre a nuestro deseo mientras lo disfrazábamos de simpatía mutua.

¿Quieren tomar algún postre? Las dos negamos con la cabeza. ¿Café? Estoy a punto de asentir cuando ella me mira y me dice: te invito a tomar el café en mi casa. Tráiganos la cuenta, por favor. El camarero sonríe pícaro pero se abstiene de hacer ningún comentario. Nos trae la cuenta, que pago yo a pesar de sus protestas, y salimos. Camino del parking subterráneo, se engancha de mi brazo mientras me desgrana una divertida anécdota que les sucedió a ella y a unas amigas una noche que fueron a cenar al mismo restaurante del que acabamos de salir nosotras. No rechazo su contacto sino que lo agradezco. No me suelta hasta que nos detenemos junto al coche.

Al sentarnos nos miramos a los ojos sin llegar a decir nada pero diciéndonos mucho con las miradas. Por primera vez me doy cuenta del miedo que me embarga ante lo que voy a hacer.

Llegamos a Atocha, cerca de la Glorieta, porque aquí es donde vive mi gentil camarera. Aún es pronto, así que no me cuesta mucho encontrar aparcamiento. Dejo el coche casi en la puerta de su casa y nos dirigimos al portal. En el ascensor, mi miedo y mi incomodidad se hacen cada vez más patentes. Miro hacia el techo, donde hay un sinfín de círculos luminosos de diferentes tamaños. Lunas y estrellas que decoran un cielo artificial. El ascensor es lento y tardamos una eternidad en llegar al último piso. Cuando por fin se abre la puerta y salimos al rellano, veo que mi camarera se dirige a un nuevo tramo de escaleras. La sigo obedientemente y en silencio. Arriba, doblamos un pequeño recodo, puertas a ambos lados y al final del irregular pasillo, dos puertas en ángulo recto, casi tocándose, una colocación que haría difícil que los habitantes de los dos pisos abrieran y entrasen a la vez. Mi camarera se dirige a la puerta que está a la derecha y mete la llave en la cerradura. Tras abrir vuelve la cabeza para mirarme y me invita a entrar con una sonrisa y un movimiento de cabeza.

Mis pies avanzan contra mi voluntad cobarde.

Observo callada cómo prepara el café. Es una cafetera normal, de las de rosca, de las de toda la vida, nada de cafeteras eléctricas, nada de café de máquina, para eso ya está el trabajo, su empleo de camarera servicial y complaciente en la cafetería de un hospital donde todos los días me sirve un café automático, impersonal a pesar de que ella lo adorne con esa amabilidad y dulzura dedicada en exclusiva a mí. Pero es ahora cuando realmente me lo está preparando a mí y sólo a mí, en la intimidad de su cocina, llenando la cafetera de agua y mirándome y sonriéndome y hablándome de cosas sin importancia. Bien cargado, que sé que te gusta, me dice echando el café molido con ayuda de una cucharilla. Lo pone al fuego. Enciende otro fogón. La leche también caliente.

Saca dos vasos y dos cucharillas. Yo voy al salón a por mi bolso. Cojo el paquete de tabaco y un mechero. Enciendo un cigarrillo que ella me roba suavemente de los labios. Da una profunda calada con gran satisfacción antes de devolvérmelo. El café empieza a subir, la cafetera gime y expele vapor. Levanta la tapa para asegurarse de que ha subido del todo. Apaga el fuego, coge la cafetera por el mango y sirve los dos cafés. Añade la leche. ¿Cuántas de azúcar? Tres, por favor. Vierte tres cucharadas de azúcar en uno de los vasos y lo remueve. Me lo tiende. Lo cojo y le doy un sorbo, breve pero suficiente para quemarme los labios. Profiero un pequeño gemido y dejo el vaso sobre la encimera. ¿Te has quemado?, pregunta acercando su cuerpo al mío. Asiento con la cabeza llevándome la mano a los labios. Ella acerca aún más su cuerpo a mí, aparta mi mano y me acaricia los labios doloridos con sus dedos. Lo siento, dice. No pasa nada, tendría que haber esperado a que se enfriara. La caricia de sus dedos sobre mis labios se extiende a mis mejillas, a mi cuello, a mis hombros,… Su otra mano se une también a la exploración mientras un viejo y conocido calor se va apoderando de mí. Mis manos se acercan a su cintura hasta aferrarla, comienzan a pasearse por su espalda, atrayendo su cuerpo al mío para fundirse en uno solo. Entonces comienzan los besos y las manos buscan la piel bajo las ropas, comienza el deseo incontenible.

Dos mujeres desnudas sobre una cama deshecha dan vueltas sudorosas besándose, lamiéndose, mordiéndose. Yo siento que me deshago entre sus manos, que mi ser se licua entre gritos de placer, que se me escapa el alma por entre las piernas.

Años rememorando caricias, besos, placer, piel, labios, manos. Tiempo y más tiempo añorando el cuerpo de una mujer entrelazándose con el mío. La pasión, el ritmo de dos cuerpos femeninos haciendo el amor. Cuánto lo he deseado, cuánto, cuánto, cuánto,…

Y mi hábil camarera me sirve el placer en bandeja de plata. Y yo me deshago entre sus manos, cierro los ojos, me dejo inundar por su presencia, por su ser, su esencia, toda ella provocando, despertando sensaciones dormidas, que se levantan ansiosas de su letargo…

La observo mientras duerme. Su placidez satisfecha, su cuerpo extenuado pero tranquilo, profundamente dormido. Mirarla me llena de ternura pero a la vez de culpabilidad. No sé qué espera de mí, no sé qué soy para ella.

Y mientras ella me hacía el amor yo pensaba en otra persona… Siempre la misma persona…

Nos levantamos pronto, aún no ha amanecido. Me prepara el desayuno mientras me ducho. Me recibe con un beso y un café caliente cuando salgo del baño envuelta en su albornoz. Un albornoz que guarda su olor, al igual que mi cuerpo a pesar de la ducha. Aspiro la tela afelpada cuando no me mira para grabar su aroma en mi memoria. Para recordarme con quién estoy.

El día en el hospital se me hace eterno y me paseo por la cafetería más de lo habitual. Y los cafés que me tomo para justificar mi presencia allí, acrecientan la urgencia en las dos. La urgencia de dar por concluida la jornada laboral y poder refugiarnos de nuevo en su cama, seguir deshaciéndola con nuestros avances, seguir impregnándola con nuestro olor, seguir saciándonos la una de la otra. Seguir, seguir, seguir,…

Los días a su lado pasan fugaces, rápidos, casi sin darnos cuenta. Las horas se nos van entre suspiros y cafés, entre sábanas revueltas y miradas cómplices de un lado a otro de la barra. Luego, cuando me refugio en la sala de médicos para tener un momento de soledad, me pregunto qué estoy haciendo, quién es esta chica que ha irrumpido en mi vida y que, sin embargo, no me hace olvidar. Más bien al contrario, cada día que pasa tengo más presente en mis pensamientos a otra persona. La misma persona. Siempre ella…

Todo ha sido tan rápido que no puedo asimilarlo. Pasamos los días juntas en el hospital. Pasamos las noches juntas en su cama. El tiempo va pasando y yo sigo sin saber dónde estoy. Ni qué quiero hacer.

BOOK: Llévame a casa
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