Read Lázaro Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (7 page)

—Pobre pequeña. Es como para creer que Dios está durmiendo cuando comete errores como éste.

—Pequeña, ¿te parece que eres un error? —Drexel acarició los rizos rubios—. Seguramente conoces el idioma de los ángeles. Pero yo no. ¿Qué intentas decirme?

—Tengo quince nietos —dijo el
padrone
—. Y todos normales. Un hombre puede ser afortunado. ¿Y usted?

Drexel sonrió y movió la cabeza.

—No tengo hijos. Y tampoco nietos.

—Eso es malo, sobre todo para la esposa. Una mujer siempre necesita cuidar de alguien.

—No tengo esposa —dijo Drexel.

—¡Bien! —El
padrone
pareció turbado—. Quizá sea usted el más afortunado. Las familias le empobrecen a uno… y cuando uno muere se arrojan sobre la herencia como buitres. ¿Desea que llame a la policía y le diga que tenemos a la niña?

—Podría salir con ella y buscar a la madre.

—¡No es buena idea! —el
padrone
adoptó una actitud muy firme—. Tan pronto salga de aquí con ella, será usted sospechoso. Secuestro, abuso. Así son las cosas ahora. No me refiero a los habitantes de la ciudad, sino a los
forestieri
, los extraños. Podría pasarlo muy mal para demostrar su inocencia. Mejor quédese sentado y déjeme llamar a la policía.

—¿Tiene algo para darle de comer o beber, una naranjada, tal vez un bizcocho? Pequeña, ¿te gustan los dulces?

Las manecitas suaves buscaron la cara de Drexel y la niña dijo: Ma—No—No, Ma—No—No…

El
padrone
trajo un platito con bizcochos dulces y un vaso de naranjada. La niña cayó torpemente sobre la bebida, pero Drexel la sostuvo y le limpió los labios con su pañuelo. Le ayudó a llevar a la boca el bizcocho. Una voz femenina habló detrás.

—Soy la madre. Espero que no le haya molestado mucho.

—No ha sido ninguna molestia. Nos llevamos maravillosamente bien. ¿Cómo se llama?

—Britte…

—Parece que quiere decirme algo. Suena como Ma, No, No.

La mujer se echó a reír.

—Es lo más aproximado a
Nonno
que puede decir. Cree que usted se parece al abuelo. Y la verdad es que sí, se le parece… Es alto y tiene los cabellos blancos, como usted.

—¿No le preocupa la posibilidad de que se pierda?

—No se ha perdido. Yo estaba enfrente, en la salttmeria. La he visto entrar aquí. Sabía que no corría peligro. Los italianos cuidan a los niños.

La niña manoteó torpemente pidiendo otro bizcocho. Drexel se lo dio. El anciano preguntó:

—¿Qué le sucede?

—Diplejía cerebral. Es consecuencia de un defecto de las células nerviosas de la corteza central del cerebro.

—¿Tiene curación?

—En su caso, hay esperanza de que mejore, pero no curación. Trabajamos mucho con ella para facilitar la coordinación muscular y el habla. Felizmente, es una de las especiales…

—¿Especiales?

—A pesar de la falta de coordinación muscular y del lenguaje incoherente, posee una inteligencia muy elevada. Algunas víctimas rozan el idiotismo. Britte podría ser un genio. Pero tenemos que encontrar el modo de entrar en esta… esta cárcel.

—Estoy siendo muy grosero —dijo Antón Drexel—. ¿Desea sentarse y beber conmigo una copa de vino? Britte no ha terminado su bebida y sus bizcochos. Me llamo Antón Drexel.

—Yo soy Tove Lundberg…

Y ése fue el comienzo de la relación amorosa entre un anciano cardenal de la Curia y una niña de seis años, víctima de una dolencia cerebral. Drexel se sintió seducido, y su compromiso fue absoluto. Invitó a la madre y a la niña a almorzar con él en su
trattoria
favorita. Tove Lundberg le llevó en coche de regreso a la finca, y allí Drexel presentó la niña a la pareja casada que le atendía, y al hortelano y al vinatero que preparaba sus vinos. Anunció que había sido adoptado oficialmente como el
nonno
de la niña, y que en adelante ella los visitaría todos los fines de semana.

Si se sorprendieron, no lo demostraron. Su Eminencia podía ser realmente formidable cuando quería, y además, en los antiguos pueblos de las colinas, la discreción sobre la conducta del clero y los nobles eran una antigua y arraigada tradición. La niña sería bienvenida; y la señora también, siempre que Su Eminencia decidiera invitarlas.

Más tarde, en la terraza, mientras contemplaban el paisaje que descendía hacia las cúpulas brumosas de Roma, intercambiaron confidencias mientras la niña renqueaba feliz entre los canteros. Tove Lundberg era soltera. Britte era el fruto del amor; pero el amor del padre no había sido tan intenso como para permitirle soportar la tragedia de la niña enferma. En realidad, la ruptura de esa unión había sido menos trágica que el daño infligido a la imagen que ella tenía de sí misma y a su autoestima como mujer. De modo que había rechazado la posibilidad de nuevos vínculos, y se había consagrado a su carrera y al cuidado y la educación de la pequeña. Su formación en el campo de la medicina había sido útil. Salviati la había apoyado con mucha firmeza. Le había propuesto matrimonio; pero ella aún no estaba dispuesta, y quizá nunca lo estaría. Las decisiones, de una en una. Con respecto a Su Eminencia, ella no podía creer que fuera un hombre sentimental, o impulsivo. ¿Cuál era su verdadero propósito cuando se proponía como abuelo sustituto? Con elocuencia un tanto menor que la acostumbrada en el caso, el Cardenal Antón Drexel explicó su locura…

—De acuerdo con algunos de los más antiguos protocolos del mundo occidental, soy príncipe, príncipe de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Soy el miembro más antiguo del Colegio de Cardenales, prefecto de una congregación, miembro de secretariados y comisiones; el burócrata eclesiástico perfecto y perfeccionado. A los setenta y cinco años presentaré mi renuncia al Santo Padre. Él la aceptará, pero me pedirá que continúe trabajando,
sine die
, de modo que la Iglesia aproveche mi experiencia. Pero a medida que envejezco, más siento que abandonaré este planeta como desaparece un copo de nieve, sin dejar rastro, sin que ni una sola señal permanente marque mi paso. El escaso amor que me queda está marchitándose en mi interior como una avellana en la cascara. Desearía consagrar la última fracción de ese sentimiento a esta niña. ¿Por qué? ¡Dios lo sabe! Se ha apoderado de mí. Me pidió que fuese su
nonno
. Todos los niños deberían tener dos abuelos. Hasta ahora, ella tiene uno sólo. —Rió ante su propio entusiasmo—. En otra época, yo habría tenido amantes y procreado mis propios hijos, y por decencia los habría llamado sobrinos y sobrinas. Los habría enriquecido con dinero de los cofres de la Iglesia y me habría ocupado de que mis hijos llegasen a obispos y mis hijas contrajesen matrimonio con nobles. No puedo hacer eso por Britte, pero puedo proporcionarle la educación y la terapia que necesite. Puedo dedicarle tiempo y amor.

—Me pregunto… —Tove Lundberg de pronto se mostró retraída y pensativa—. Me pregunto si entenderá usted lo que me propongo decir.

—Puedo intentarlo.

—Lo que Britte necesita es la compañía de sus iguales, niños disminuidos pero de elevada inteligencia. Necesita la inspiración de maestros afectuosos e inteligentes. El instituto al que ahora asiste está dirigido por monjas italianas. Son eficaces y abnegadas, pero aplican el criterio latino de la vida institucional. Dispensan caridad y atención por rutina, una antigua rutina… Es eficaz en el caso de los niños que son disminuidos mentales, y que tienden a ser dóciles y sensibles. Pero en el caso de los enfermos como Britte, de las inteligencias prisioneras, está lejos, muy lejos de ser suficiente. No dispongo del tiempo o el dinero necesarios, pero lo que desearía crear es un grupo, lo que los italianos llaman una colonia, con un personal adecuado de especialistas instruidos en Europa y Estados Unidos, con el apoyo de grupos de padres, si es posible una colonia subvencionada por el Estado y la Iglesia. —Se interrumpió y esbozó un leve encogimiento de hombros, como burlándose de sí misma—. Sé que es imposible, pero sería un modo de que usted consiguiera una familia en la última etapa de su vida.

—Para eso —dijo Antón Drexel—, se necesita más vida que la que me queda… Sin embargo, si Dios me ha traído una nieta, El no puede negarme la gracia de cumplir mis obligaciones con ella. Vamos a pasear un rato. Le enseñaré lo que tenemos aquí, los viñedos, la tierra de cultivo. Después puede elegir la habitación donde Britte y usted se alojarán siempre que vengan a visitarnos… Una colonia, ¿eh? ¡Una colonia de inteligencias jóvenes que adornen este maltratado planeta! Sin duda, no puedo permitirme el lujo de organizaría, ¡pero la idea es maravillosa!

Y ése, siempre que evocaba la escena, fue el día que él identificaba como el comienzo de su carrera en la condición de abuelo sustituto de Britte Lundberg y de dieciséis niñas y niños que, año tras año, se habían apoderado de su villa, de la mayor parte de sus ingresos, y del rincón más feliz de su vida: el lugar pequeño y recogido desde donde ahora se proponía iniciar la aventura más temeraria de su carrera.

3

Eran las diez cuando la enfermera de noche entró para acomodar al Pontífice y administrarle un sedante. Era casi la una de la madrugada cuando él se adormeció inquieto, perseguido por un sueño repetitivo.

…Estaba sentado frente a su escritorio del Vaticano rodeado por dignatarios expectantes, las figuras supremas de la Iglesia: los patriarcas, los arzobispos, de todos los ritos y todas las nacionalidades (bizantinos, melquitas, italogriegos, malacaneses, rutenos, coptos, búlgaros y caldeos). Estaba redactando un documento y se proponía leerlo en voz alta a los presentes, con el propósito de obtener su aprobación y apoyo. De pronto, pareció que perdía el control de los dedos. La pluma se deslizó de la mano. Su secretario la recogió y se la devolvió; pero ahora era una pluma de ganso, demasiado liviana, que goteaba tinta y rasgaba el papel.

Sin saber por qué, estaba escribiendo en griego y no en latín, porque ansiaba demostrar a los bizantinos que tenía una actitud abierta al espíritu que los animaba, y que comprendía sus necesidades. De pronto, se detuvo en una palabra. Podía recordar únicamente la primera letra M (Mu). El patriarca de Antioquía le reprendió amablemente: «Siempre es más seguro utilizar un traductor para quien el idioma sea la lengua materna». El Pontífice asintió de mala gana, pero continuó buscando a tientas la palabra entre las telarañas que parecían haber invadido su mente.

Después, siempre sosteniendo el papel, se encontró atravesando a pie la plaza de San Pedro en dirección a la Via del Sant’Uffizio. Parecía importante que hablase con los Consultores de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en busca de una explicación de la misteriosa letra. Ellos eran celosos guardianes de la antigua verdad, y serían los primeros que se pondrían de pie para saludar al Vicario de Cristo y después iluminarle con su saber.

No hicieron nada parecido. Cuando él entró en el aula donde se habían reunido los consultores, permanecieron sentados y mudos, mientras el prefecto señalaba un taburete donde el Papa debía sentarse, aislado y sometido al escrutinio hostil de los presentes. Le quitaron de la mano el papel y lo hicieron circular entre los presentes. A medida que cada uno lo leía, chasqueaba la lengua y meneaba la cabeza y pronunciaba el sonido Mu, de modo que la habitación estaba poblada de sonidos, como si se tratara de un enjambre de abejas: Mu… Mu… Mu…

Trató de gritar, de decir que estaban convirtiendo en una caricatura una encíclica muy importante, pero el único sonido que pudo emitir fue Mu… Mu…, hasta que avergonzado guardó silencio, cerró los ojos y esperó el veredicto. De las sombras surgió una voz que ordenó: «¡Abre los ojos y lee!».

Cuando obedeció, descubrió que de nuevo era un niño, y estaba en un aula polvorienta, con los ojos clavados en un pizarrón donde habían escrito la palabra que se le había negado tanto tiempo. METANOIA. Un gran sentimiento de alivio recorrió su cuerpo. Exclamó: «Ya lo ven, eso es lo que intentaba decir: arrepentimiento, un cambio de actitud, una nueva orientación». Pero nadie contestó. La sala estaba vacía. Se había quedado solo.

Entonces se abrió la puerta y contempló aterrorizado la visión que tenía enfrente: un viejo de nariz ganchuda, arrugas de cólera alrededor de la boca y los ojos negros como el vidrio volcánico. Cuando el hombre se le acercó, silencioso y amenazador, el Papa gritó, pero no hubo ningún sonido. Era como si le hubiesen anudado una cuerda al cuello, cortándole la respiración y la vida…

…La enfermera nocturna y un joven enfermero le ayudaron a levantarse. Mientras el enfermero arreglaba la cama desordenada, la enfermera le convenció de que fuese al cuarto de baño, se quitase el pijama transpirado y se limpiase el sudor del cuerpo; después, le trajo ropas limpias y una bebida fría. Cuando él le dio las gracias y se disculpó por las molestias que provocaba, ella se echó a reír.

—La primera noche en el hospital siempre es desagradable. El paciente está normalizándose. ¿Por qué no lee un rato? Probablemente volverá a dormirse…

—Por favor, ¿qué hora es?

—Las tres de la madrugada.

—Entonces, es un signo de mala suerte, ¿verdad?

—¿Mala suerte? No comprendo.

El Pontífice León emitió una risita insegura.

—En la región de Mirándola, de donde yo vengo, los campesinos dicen que los sueños después de medianoche son los que se convierten en realidad.

—¿Y usted lo cree?

—Naturalmente, no lo creo. Estaba bromeando. No es más que un cuento de viejas.

Pero en el acto mismo de decir estas palabras comprendió que era un modo de evadirse. Lo que había soñado era más que una semiverdad, lo que aún no se había convertido en realidad bien podía representar una profecía.

No podía leer. No podía dormir. Se sentía demasiado inerte y vacío para rezar. De modo que, completamente despierto a la media luz de la lamparilla de noche, se entregó a la contemplación de su incierto futuro. La palabra que había estado persiguiendo a través de sus sueños había llegado a ser muy importante en sus pensamientos de los últimos tiempos. Expresaba exactamente lo que él deseaba comunicar a la Iglesia: la penitencia por los errores del pasado, el cambio para mejor, la actitud futura de apertura a las necesidades de los fieles y a los designios del Todopoderoso. Pero ante todo era necesario promover el cambio en él mismo, y no podía encontrar un suelo firme que le sostuviese mientras lo hacía.

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