—¡Joven, muestra usted mucha presunción! Este es mi hogar. Los servidores de esta casa forman la única familia que tengo. ¿Por qué no puedo recuperarme aquí?
—Por dos razones. En primer lugar, el aire de Roma está increíblemente contaminado. Agravará los problemas respiratorios que pueda sufrir después de la operación. La segunda es más importante: le guste o no, su propia casa será también su campo de batalla. Día tras día su competencia se verá sometida a dura prueba. Su situación de debilidad se difundirá fuera de aquí. Usted lo sabrá. Incluso lo anticipará. Adoptará una postura de lucha para defenderse. ¿Resultado? Estrés, hipertensión, ansiedad; todos los aspectos que tratamos de evitar después de la cirugía del corazón. Si decirle esto implica presunción por mi parte, le ruego me perdone. Su Santidad tiene reputación de hombre obstinado y brusco. En función del juramento hipocrático, mi principal obligación es evitar que se perjudique usted. Pnmun non naceré. De modo que prefiero parecer presuntuoso antes que incurrir en falta. Pero la decisión es suya. ¿Sellamos el pacto?
—Sí.
—Bien. Le espero mañana al mediodía. Habrá un día y medio de preparación y premedicación. Conocerá a los principales miembros del equipo, y hablará con ellos. Operaremos la mañana del miércoles a las 7… ¡Confíe en mí, Santidad! Hoy está usted a la sombra de la muerte. De aquí a una semana será como Lázaro saliendo de la tumba y parpadeando a la luz del sol.
—Siempre me he preguntado algo sobre Lázaro. —El anciano se recostó en el respaldo de su sillón y sonrió sardónicamente al médico—. Había franqueado las puertas de la muerte. Había visto lo que había al otro lado. ¿Deseaba regresar a la vida?… ¿Agradeció a Jesús que le trajera de nuevo?… ¿Qué clase de hombre fue después? ¿Qué pensó el mundo de él? ¿Qué pensó él del mundo?
—Tal vez. —El cirujano sonrió y abrió las manos en un gesto resignado—. ¡Tal vez ése deba ser el primer discurso de Su Santidad después de su recuperación!
El breve diálogo le había impresionado hasta las fibras más profundas de su ser. De pronto se había despojado de todo lo que le sostenía:
magisterium, auctoritas, potestas
; el cargo, la autoridad, el poder para usar ambos. Era un hombre sentenciado a muerte. Incluso se mencionaba el instrumento de la ejecución: un pequeño tapón de sangre coagulada, que impediría el paso del flujo vital hasta su corazón. Se le ofrecía la salvación; pero tenía que aceptarla de manos de un individuo arrogante, que según su propia confesión no era más que un fontanero, que se atrevía a sermonear al Vicario de Cristo porque le veía demasiado adiposo, demasiado complaciente consigo mismo, y porque comía como un campesino.
¿Tenía motivos para sentirse avergonzado? Era un campesino; había nacido con el nombre de Ludovico Gadda, hijo único de medieros de las afueras de Mirándola, un pequeño principado próximo a Ferrara. A los doce años pasaba la mañana en la escuela, y la tarde trabajando como un hombre, arreando las vacas y las cabras, cavando el huerto, recogiendo y apilando el estiércol que se utilizaría como fertilizante. Cierto día, su padre cayó muerto detrás del arado. Su madre vendió los derechos de mediero, fue a servir como ama de llaves de un terrateniente local y se dedicó a educar a su hijo para que pudiese tener una vida mejor.
Ya era un buen alumno en matemáticas, y podía leer todos los libros que llegaban a sus manos, porque mamá, que antes había abrigado la esperanza de ejercer la docencia, solía sentarse con él a la luz de una lámpara durante los largos y oscuros inviernos rurales, y le inculcaba la educación que ella nunca había podido aprovechar. Insistía en que el saber era la llave de la libertad y la prosperidad. La ignorancia era como la marca del esclavo en la frente. Envió a su hijo primero a los salesianos, pedagogos anticuados que aterrorizaron al niño y destruyeron su sensualidad pubescente con relatos de los fuegos infernales y las horribles pestes infligidas a los promiscuos. Le atiborraron de latín, griego y matemáticas con un diccionario entero de definiciones dogmáticas y preceptos morales, por no mencionar la lectura del material correspondiente a veinte siglos de historia expurgada de la Iglesia Triunfante. También le insertaron, como quien mete una cuenta en una ostra, el concepto de «vocación». La llamada especial a un alma especial para que viva una vida especial al servicio de Dios. Tras educarse en ese invernadero de piedad, no le fue difícil pasar al seminario de la Archidiócesis de Ferrara, donde comenzó a prepararse para el sacerdocio.
Después de la dura vida rural en que se había formado, las disciplinas del seminario urbano y de la vida escolástica no representaron una carga. Estaba acostumbrado a una existencia rítmica. Le alimentaban y le vestían bien. Su madre vivía amparada y satisfecha. Ella no ocultaba que prefería con mucho la seguridad de un hijo sacerdote a la presencia de una turba de nietos en la cocina de otra mujer. La ambición convirtió a Ludovico en un eficaz erudito. Aprendió temprano que si un hombre aspiraba a destacarse en la Iglesia las mejores calificaciones eran una teología ortodoxa, un sólido conocimiento del derecho canónico y la aceptación instantánea de todas las directrices de la autoridad. Las que eran sabias, las absurdas o las que tenían un carácter meramente práctico…
Todos los informes sobre su persona destacaban el mismo rasgo. Era buen material eclesiástico. No era un individuo profundamente espiritual pero, como su rector afirmaba, tenía
animam naturaliter rectam
, un espíritu de rectitud natural.
Lo que él había practicado en su propia juventud, lo recompensó en otros a medida que pasó de cura a monseñor, a obispo sufragáneo, a secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, primero bajo el temible León y después bajo el enérgico alemán Josef Lorenz, que le había elevado lenta pero seguramente hasta que se convirtió en candidato a la subprefectura.
El Pontífice ucraniano Kiril I fue quien le otorgó la designación y el sombrero rojo que le acompañaba. Kiril, que durante los primeros años de su reinado había sido visto como un innovador y un reformador apasionado, se convirtió más tarde en un viajero compulsivo, totalmente inmerso en su papel público de Pastor Universal, que agitaba las llaves de Pedro dondequiera que se le permitía aterrizar. Mientras él viajaba, las camarillas de la Curia asumían el control de la Iglesia, y entretanto la vida interior de la institución, su compromiso con los nuevos dilemas de la experiencia humana, languidecían por falta de intérpretes valerosos.
Siempre que se suscitaba el tema del sucesor, se contaba a Ludovico Gadda entre los
papabili
(el candidato posible a la elección). Pero cuando Kiril falleció, durante un vuelo de Roma a Buenos Aires, el hombre elegido para sucederle fue un francés, Jean Marie Barette, que adoptó el nombre de Gregorio XVII.
Ese Gregorio era un hombre de tendencia liberal, que atribuía escaso mérito a las políticas rigoristas de vigilancia, censura y silencio forzado que el Cardenal Gadda había restablecido en la Congregación para la Doctrina de la Fe. De modo que le trasladó al cargo de prefecto de la Congregación de Obispos, muy consciente de que los obispos eran todos individuos adultos y perfectamente capaces de cuidar de sí mismos.
Pero Ludovico Gadda, siempre obediente servidor del sistema, se desempeñó con eficacia y discreción, y consiguió entablar gran número de amistades en las filas más altas del Episcopado. De modo que en ese extraño y portentoso momento en que Gregorio XVII afirmó que había recibido una revelación privada del Segundo Advenimiento y la orden de predicarlo como una de las doctrinas más antiguas y perdurables de la cristiandad, Gadda pudo obtener su abdicación amenazando con un voto colegial que le depondría con el argumento de incapacidad mental.
Manejó tan hábilmente todo el asunto que, en el cónclave convocado con urgencia que siguió, el Cardenal Ludovico Gadda fue elegido Papa en la primera votación, y adoptó el nombre de León XIV. Como había obtenido el mandato de un modo tan rápido y con un carácter tan masivo, ahora nada podía limitarlo. Seis semanas después había publicado su primera encíclica, «Obediente hasta la muerte…», una helada admonición que reclamaba disciplina, conformismo, sumisión sin discusión a los dictados de la autoridad papal en el seno de la Iglesia.
La prensa y un importante sector del clero y el laicado se desconcertaron ante el tono reaccionario de la encíclica, ante sus ecos de antiguos relámpagos y su olor a viejas hogueras. La tendencia general fue no hacerle caso; pero eso era mucho más difícil de lo que parecía. León XIV había dedicado una vida entera a aprender el funcionamiento del mecanismo de la Iglesia, y ahora manipulaba cada hilo y cada engranaje para presionar sobre los recalcitrantes, clérigos y laicos por igual.
Como todos los generales audaces, había calculado de antemano sus pérdidas, y aunque para muchos parecían abrumadoras, estaba dispuesto a justificarlas en vista del resultado final: menos clérigos, congregaciones más reducidas, pero todos henchidos por el fervor de la redención y la reforma.
Era la ilusión que se había manifestado después de Trente. Reunir a los fanáticos, endurecer a los vacilantes, eliminar a los opositores apelando a todos los recursos posibles; en definitiva, los elegidos, ayudados por la Gracia de Dios, convertirían a los remisos apelando a la plegaria y el ejemplo. En cambio, aumentó paulatinamente el número de personas decentes impulsadas, en el marco de decencia de su vida, a practicar un cisma silencioso de indiferencia frente a este pragmático obstinado, que aún creía que podía gobernar por decreto las conciencias de mil millones de almas dispersas por todos los rincones del planeta.
Pero Ludovico Gadda, el campesino de Mirándola, se mostró fiel a su propia naturaleza. Siempre había creído que si uno procedía bien tenía razón (y si procedía mal pero con buenas intenciones, correspondía a Dios hacerse cargo de las consecuencias).
Y ahora, de golpe, se veía despojado de estas reconfortantes certezas. Podía morir cuando la obra aún estaba inconclusa. Podía sobrevivir, pero sin la posibilidad de coronarla.
¡Al demonio con esos pensamientos melancólicos! Dios arreglaría las cosas a Su modo y en Su propio tiempo. Su servidor no debía y no podía dedicarse a cavilar. Había mucho que hacer. La obra y la plegaria eran una misma cosa. Siempre había buscado alivio en la acción, más que en la contemplación. Oprimió el botón del llamador para convocar a su secretario y ordenarle que reuniese a los miembros de la Curia a las cinco en punto, en la cámara Borgia.
Su alocución a los cardenales de la Curia casi manifestó buen humor, pero no por eso fue menos precisa.
—…La Sala Stampa será responsable del anuncio a la prensa mundial. La declaración será exacta en todos los detalles. El Pontífice padece una dolencia cardíaca, y se recomienda una operación para instalar un
by—pass
. Se realizará en la Clínica Internacional del Profesor Sergio Salviati. La operación tiene un elevado índice estadístico de éxito. El pronóstico es positivo. El Pontífice recibirá agradecido las plegarias de los fieles… incluso las plegarias de sus hermanos en esta asamblea.
—La clínica redactará los boletines médicos y los enviará por teletipo a la Sala Stampa, que se encargará de la distribución. Nuestra actitud frente a la prensa será cordial e informativa. Las preguntas acerca de las posibilidades negativas serán contestadas francamente, con la ayuda de la clínica.
Una pregunta que se formulará —y que estoy seguro ronda la mente de todos ustedes ahora mismo— es si seré o no competente, desde el punto de vista físico o mental, para llegar al término de mi pontificado. Es demasiado temprano para juzgarlo; pero de aquí a tres meses todos sabremos la verdad. Solamente deseo decirles, como ya lo he expresado por escrito al decano del Sacro Colegio, que, puesto que estamos ahora en una Iglesia Combatiente, soy el último hombre del mundo que desearía verla dirigida por un general incompetente. Mi abdicación ya está redactada. Sugiero únicamente que quizá sea inoportuno y embarazoso publicarla en este momento.
Todos rieron al oír esto, y respondieron con una salva de aplausos. La tensión que se había acentuado a lo largo del día, de pronto se alivió. Parecía que el hermano, después de todo, no era un individuo tan obstinado. Las palabras siguientes advirtieron a la audiencia que no debían esperar una entrega fácil del Sello Papal.
—El médico recomienda que me ausente de los asuntos del Estado y el ceremonial público por lo menos unos tres meses. El sentido común impone que me atenga a su consejo y descanse un tiempo lejos del Vaticano o de Castel Gandolfo… Todavía no he decidido dónde iré, o incluso si me tomaré una licencia tan prolongada, pero aunque me ausente por mucho o poco tiempo, todavía soy el Pontífice, y encargo a todos ustedes que apliquen con diligencia las medidas que ya he decidido en cada caso. Habrá sobrada oportunidad (digo más, una necesidad cotidiana) para el ejercicio de la discreción y la autoridad colegiales, pero la Silla de Pedro no estará vacante hasta mi muerte, o hasta que haya acordado con ustedes, mis hermanos, que debo abandonarla… Me reservo el derecho de modificar las decisiones adoptadas en mi ausencia si no se ajustan a los criterios que con tanto esfuerzo hemos delineado.
Hubo un silencio incómodo, interrumpido al fin por el Cardenal Drexel, decano del Sacro Colegio, un hombre de ochenta años pero de mirada todavía intensa y argumentación enérgica.
—Su Santidad, es necesario destacar un aspecto. Y yo abordo el tema en vista de que a causa de la edad estoy descalificado para votar en una futura elección papal. Su Santidad se reserva su derecho de revocar las decisiones adoptadas por un miembro cualquiera de la Curia, o por el conjunto de la Curia, durante su ausencia. Creo que ninguno de nosotros puede objetar eso. Pero los miembros del Colegio Electoral deben reservarse igualmente su derecho de decidir acerca de la competencia de Su Santidad para continuar en el cargo. Los criterios aplicados a la abdicación de Su Santidad Gregorio XVII podrían ser convenidos, aquí y ahora, como criterios. Después de todo, fue Su Santidad quien los redactó como jefe de la Congregación de Obispos.
Se hizo entonces un prolongado silencio. León XIV permaneció en su sillón, con la mirada fija en un punto del suelo.
Drexel era el hombre menos indicado como destinatario de la cólera del Papa. Era un hombre demasiado anciano, demasiado sabio, demasiado versado en la sutileza de los cánones. Drexel era precisamente quien había persuadido a Jean Marie Barette de la necesidad de abdicar sin lucha o escándalo, y era también quien aún mantenía contacto con él en su existencia secreta en el extranjero. Drexel era el hombre que había censurado con franqueza la candidatura de Ludovico Gadda a la silla papal; y sin embargo, después de la elección, le había besado las manos y servido como hacía siempre, sin pedir favores, y sin tolerar ninguno de los errores de su nuevo señor. Drexel no ocultaba su pesar y su cólera ante el nuevo rigorismo del gobierno de la Iglesia. Como antiguamente Pablo, miraba a la cara al Pontífice y afirmaba que ya había caído en el error gnóstico al tratar de convertir en un Reino de los Puros la heterogénea asamblea de los descarriados hijos de Dios.