La arquitectura básica de su mente
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, el eje mismo de su educación, todos los compromisos concertados en el curso de su carrera, estaban destinados a conservar y no a cambiar. No importaba que tantas afirmaciones históricas formuladas por la Iglesia se basaran en la falsificación y el invento; no importaba que tantos aspectos de la legislación canónica fuesen injustos, avasalladores y orientados irremediablemente contra el individuo y en favor de la institución; no importaba que desde el pulpito se explicasen enseñanzas tan dudosas como si fuesen la doctrina oficial, sobre endebles fundamentos extraídos de las Escrituras o la tradición; no importaba que las reformas consideradas en las decisiones de un gran Concilio aún fuesen letra muerta cuatro décadas más tarde… ¡no importaba, no importaba! Si la historia continuaba sumida en la oscuridad, si no se cuestionaban los cánones, si se permitían las enseñanzas dudosas, cada generación concertaría, como siempre había hecho, su propio compromiso con la paradoja. Era mejor que se expulsara a los incrédulos, se silenciara a los escépticos y se censurase a los desobedientes y no que apareciesen rasgaduras en la túnica inconsútil de la unidad romana.
En este marco de referencia, los teólogos y los filósofos era un lujo peligroso, los eruditos de la Biblia una molestia tendenciosa, pues todavía trataban de demostrar la existencia de un Jesús histórico en lugar de presentar a Jesucristo ayer, hoy y por siempre en idéntica forma. Con respecto a los fieles, en el mejor de los casos formaban una familia errática, que se dejaba seducir fácilmente por la pasión o la novedad.
Esta actitud de magistral desaprensión se remontaba, a través de los siglos, a una época en que los fieles eran analfabetos y carecían de espíritu crítico, y la dispensa de la fe, así como el ejercicio del poder, eran prerrogativas únicamente de los cultos, los clérigos que eran los custodios naturales del saber y la autoridad. Con respecto a los aberrantes, los que hacían conjeturas, los teóricos demasiado audaces, era fácil lidiar con ellos. El error no tenía derecho a existir. El individuo errado se arrepentía o era condenado a la hoguera.
Pero en el siglo XX, en las sociedades postrevolucionarias y postconciliares, estas actitudes no tenían sitio. En el peor de los casos eran una tiranía inaceptable, en el mejor un esnobismo de clase que los clérigos encumbrados o humildes mal podían permitirse. Los fieles, metidos hasta el cuello en los problemas de la vida moderna, necesitaban razonar con sus pastores, y tenían el derecho y el deber de hacerlo; y asimismo, el derecho y el deber de considerarlos responsables por su ejercicio de magisterio, porque si la magistratura era un ejercicio autárquico que estaba más allá de toda apelación, por ese mismo hecho todos retornaban al mundo de las denuncias secretas, la caza de brujas, los autos de fe y las excomuniones automáticas. Los fieles no estaban dispuestos a continuar aceptando nada semejante. Eran Hijos de Dios, seres libres que cooperaban con Su divino plan. Si se recortaba esta libertad, rechazarían el recorte y se alejarían de la comunidad en espera de un momento más propicio o de un pastor más caritativo.
En la tenue media luz de la habitación de hospital, cuyo silencio se veía interrumpido sólo por el sonido distante del llamador de un paciente, el Pontífice León lo entendió todo claramente. Aunque lamentaba amargamente sus propios fallos, no veía un modo fácil de repararlos. Carecía de la esencial cualidad que el Buen Papa Juan y Jean Marie Barette habían poseído; el sentido del humor, la disposición a reírse de ellos mismos y de las notables locuras de la humanidad. No se conocía una sola fotografía de León XIV riendo. Incluso su sonrisa, poco frecuente, era más una mueca que una expresión de placer.
Pero a decir verdad le correspondía sólo parte de la culpa. La magnitud misma, el volumen de la institución originaba una inercia semejante a la de un agujero negro en las galaxias. Absorbía un enorme caudal de energía. Y la energía que desprendía estaba disminuyendo constantemente. El antiguo cliché eclesiástico —«Pensamos en términos de siglos y planeamos para la eternidad»— se había convertido en el augurio del desastre.
El gran árbol de la parábola evangélica, en el que todas las aves del mundo podían anidar, estaba marchitándose a partir de los extremos de sus ramas extendidas. El tronco todavía era sólido, la gran masa de follaje parecía intacta; pero en su periferia había ramitas muertas y hojas marchitas, y la savia que venía de las raíces huía cada vez más perezosa.
La lenta maldición del centralismo se manifestaba en la Iglesia, como se había manifestado en todos los imperios desde los tiempos de Alejandro. Los británicos habían sucumbido a esa maldición, y los rusos y los norteamericanos eran los pueblos que más recientemente se habían visto forzados a renunciar a sus territorios y sus esferas de influencia. Los síntomas de la dolencia eran siempre los mismos; descontento en las áreas externas, desilusión con la burocracia, distanciamiento e indiferencia por parte del pueblo, y por parte del gobierno un impulso cada vez más acentuado a la reacción y la represión.
En términos religiosos, el numen del papado estaba desvaneciéndose, del mismo modo que su aureola de misterio se veía debilitada por la constante exposición en la televisión y en la prensa. El gobierno por decreto aportaba escasa alegría a las personas que soportaban una crisis, y que anhelaban compasión y la comprensión del Dios que moraba entre ellas. No rechazaban el cargo pastoral. Rendían homenaje ritual al hombre que lo desempeñaba, pero preguntaban de qué modo intercedía él por todos en el doble misterio de la Divinidad creadora y la humanidad confundida. Para el Pontífice León la cuestión era personal e inmediata; pero aún no tenía la respuesta cuando el sueño le reclamó de nuevo. Esta vez la suerte le favoreció, y no soñó. Despertó con las primeras luces del alba y vio a Salviati de pie junto a la cama, con la enfermera de noche un paso detrás. Salviati estaba tomándole el pulso.
—La enfermera me dice que ha pasado una mala noche.
—He tenido algunas pesadillas. De todos modos, acabo de dormir bien un par de horas. ¿Cómo está su paciente?
—¿A qué paciente se refiere?
—El paro cardíaco. Usted y el doctor Morrison salieron anoche con mucha prisa.
—Oh, se refiere a eso… —Salviati movió la cabeza—. La perdimos. Ya había sufrido dos ataques cardíacos antes de que me la trajeran. Su caso de todos modos habría sido difícil. Incluso así, es una situación triste; deja un marido y dos niños pequeños… Si me han informado bien, el marido pertenece a su gente.
—¿A mi gente?
—Un sacerdote, un miembro del clero romano. Parece que se enamoró, dejó embarazada a la muchacha y abandonó el sacerdocio para casarse con ella. Pasó los últimos cinco años tratando de que el Vaticano regularizara su situación, lo cual, según me informan, no es tan fácil como antes.
—Es cierto —dijo el Pontífice León—. No es fácil. La disciplina ahora es más rigurosa.
—Bien, el asunto ya no tiene arreglo. La muchacha ha muerto. Y él tendrá que cuidar de los dos hijos. Si es sensato, intentará encontrarles una madrastra. De modo que la situación se repite, ¿no le parece?
—Si me dice usted su nombre, quizá yo…
—Yo no lo recomendaría. —Salviati mostraba una actitud puntillosa neutra—. Soy judío, de modo que no comprendo cómo ustedes los cristianos razonan en estas cosas; pero el muchacho está muy amargado, y es posible que no vea con buenos ojos su intervención.
—De todos modos, desearía conocer su nombre.
—La vida ya es bastante complicada para usted. A partir de mañana, inicia una existencia minimalista… De modo que comience ahora a sentirse agradecido… y permita que el Todopoderoso dirija su propio mundo. Por favor, abra el pijama. Quiero escuchar su pecho. Ahora, respire hondo. —Después de auscultar unos minutos pareció satisfecho—. ¡Esto funcionará! Hoy tendremos un hermoso día. Le aconsejo dar un breve paseo por el jardín, y llenar los pulmones de aire puro. No olvide informar a la enfermera cuando salga. No puede perderse, pero preferimos saber dónde están todos nuestros pacientes.
—Aceptaré su consejo. Gracias… De todos modos, deseo conocer el nombre de ese joven.
—Se siente culpable por él.
Era más una acusación que una pregunta.
—Sí.
—¿Por qué?
—Usted mismo sugirió la razón. Es uno de los míos. Infringió la ley. Yo establecí los castigos en que él incurrió. Cuando quiso retOmar, las normas que yo dicté le cerraron el paso… Me agradaría reconciliarme con él, y también ayudarle, si me lo permite.
—Tove Lundberg le dará su nombre y dirección. Pero hoy no; lo hará cuando yo diga que usted está listo para ocuparse de asuntos que no sean su propia supervivencia. ¿Hablo claro?
—Sobradamente claro —dijo el Pontífice León—. Ojalá mi mente tuviese la mitad de claridad que usted demuestra.
A lo cual Sergio Salviati contestó con un proverbio:
—«Cada lobo debe morir en su propia piel.»
—Si quiere que intercambiemos proverbios —dijo el Pontífice León—, le diré uno de mi región: «Es duro el invierno en que un lobo se come a otro».
Pareció durante un momento que Salviati se retraía hacia un oscuro receso de su propia mente; después se echó a reír, con una risa profunda y sonora que se prolongó bastante. Finalmente se limpió los ojos llorosos y se volvió hacia la enfermera nocturna.
—¡Muchacha, está presenciando un episodio histórico! Anótelo y cuéntelo a sus nietos. Aquí tiene a un judío de Venecia disputando con el Papa de Roma en su propia ciudad.
—Escriba también esto. —El Pontífice rió al hablar—. El Papa está escuchando muy atentamente, ¡porque esta vez el judío es el que sostiene el cuchillo en la mano! ¡Puede matarme o curarme!
—También hay un proverbio para eso —dijo Servio Salviati—. «Si uno aferra un lobo por las orejas, no podrá sujetarlo ni tampoco podrá soltarlo…»
En esa hermosa mañana de primavera también había otras personas que estaban aferrando a un lobo por las orejas. La Secretaría de Estado se veía inundada por reclamaciones de todos los rincones del globo, de los legados y los nuncios y los arzobispos metropolitanos, de los cardenales y los patriarcas, los diplomáticos y los organismos de inteligencia de todos los colores. El eje de las preguntas era siempre el mismo: ¿Cuál era la gravedad de la dolencia del Pontífice? ¿Cuáles las posibilidades de recuperación? ¿Qué sucedería si…?
La Secretaría, dirigida por el Cardenal Matteo Agostini, normalmente atendía sus asuntos con una actitud de objetividad olímpica. Sus funcionarios formaban una selecta tribu de políglotas que mantenían relaciones diplomáticas —y antidiplomáticas— con todas las regiones del mundo, del Zaire a Tananarive, de Seúl a San Andrés, de Ecuador a la Alejandría de los coptos. Sus comunicaciones eran las más modernas y las más antiguas: los satélites, los correos, las palabras dichas al oído en reuniones elegantes. Tenían la pasión por el secreto y el talento para la casuística y la discreción.
No podía ser de otro modo, pues su competencia, definida por la Constitución Apostólica, era la más amplia entre todas las organizaciones de la Iglesia: «Ayudar de cerca (da vicino) al Supremo Pontífice, tanto en la atención de la Iglesia Universal como en sus relaciones con los dicasterios de la Curia Romana». Lo cual, como destacaban los cínicos, determinaba que la tarea de administrar la Curia estuviese al mismo nivel que la atención dispensada a mil millones de almas humanas.
La palabra dicasterio tenía su propio matiz bizantino. Significaba un tribunal, y por extensión, un ministerio o un departamento. Sugería un protocolo complicado, una compleja red de intereses, una antigua sutileza en la conducción de los asuntos. De manera que cuando los diplomáticos de la Secretaría de Estado trataban con sus pares seculares o con los dicastos de las Congregaciones Sacras, debían demostrar agilidad y dinamismo, y estar muy atentos a lo que se hablaba.
Sus respuestas a los interrogantes que llegaban a los despachos eran neutras, pero no demasiado. Después de todo, eran hombres que actuaban en los centros del poder. Por el momento, eran los portavoces de la Santa Sede. Debían dejar bien aclarado que jamás podía sorprenderse a Roma. Lo que el Espíritu Santo no revelaba, ellos lo aportaban obteniéndolo de sus propios y refinados servicios de inteligencia.
Sí, los boletines médicos de Su Santidad podían y debían interpretarse por su valor aparente. El Santo Padre había ordenado que se aplicase una política de información franca. No, no se había convocado al Colegio Electoral y no se haría hasta que el Camarlengo declarase que el trono de Pedro estaba vacante. De hecho, la Secretaría estaba desalentando activamente las visitas a Roma de los cardenales y los arzobispos extranjeros. El Santo Padre comprendía y alababa el deseo de todos de ofrecer apoyo y manifestar su lealtad, pero francamente prefería que se ocupasen de las cosas de Dios en sus propios viñedos.
Los interrogantes sobre la futura competencia del Pontífice fueron respondidos brevemente. Eran inoportunos y estériles. La decencia común exigía que se desalentaran las conjeturas públicas acerca de esta delicada cuestión. ¿El factor tiempo? Los médicos aconsejaban un período de tres meses de convalecencia antes de que el Pontífice reanudara sus tareas normales. De hecho, eso significaba que regresaría después de las acostumbradas vacaciones estivales, quizá alrededor de un mes después de Ferragosto… ¡Ciertamente, Excelencia! Informaremos a Su Santidad de su llamado. Sin duda, querrá darle las gracias personalmente después de su recuperación. Entretanto, nuestro saludo a Su Excelencia y a su familia…
Todo lo cual era bastante claro, pero de ningún modo suficiente para satisfacer a los hombres decisivos de la Iglesia, los príncipes papales que tendrían que decidir acerca de la competencia del Papa viviente o del sucesor, si el Pontífice fallecía. En el contexto del tercer milenio, el secreto absoluto era una imposibilidad y el ocio necesario para adoptar una decisión madura constituía un lujo del pasado. Había que estar preparado de un momento al siguiente. Los agrupamientos debían ser estables, se imponía poner a prueba las alianzas, y había que convenir de antemano las condiciones de las negociaciones y el precio que se exigía por cada uno de los votos. De modo que había un movimiento intenso —por teléfono, por fax, por correo personal— todo lo cual omitía completamente a Roma. Chicago hablaba con Buenos Aires, Seúl con Westminster, Bangkok con Sydney. Parte de los diálogos era áspera y pragmática: «Entonces, ¿estamos de acuerdo en que…?» o «¿Podemos permitirnos…?». Parte adoptaba el tono de el
sfumature
, matices y sugerencias y alusiones medidas que podían ser desautorizadas o interpretadas de distinto modo de acuerdo con el cambio de la situación.