—Tengo lo que usted podría denominar vínculos con Italia. Uno de mis antepasados encabezó un grupo de mercenarios escoceses al servicio de Pío II. Los Morrison, que ahora se llaman Morrissone, fabrican zapatos caros en Varese.
León XIV emitió una risa breve, como un ladrido, se encogió de hombros y respondió con una frase en latín:
—
Témpora mutantur
… Los tiempos cambian, y nosotros con ellos. Gracias por venir, señor Morrison. ¿Puedo pedirle su opinión acerca de mi caso?
—No difiere en absoluto de la que tiene el doctor Salviati. En realidad, debo decir que no puedo aportar nada nuevo. Soy caro y redundante.
—Por el contrario, James, usted es mi póliza de seguro… médica y política.
Morrison recogió el librito de tiras de la mesilla de noche y preguntó:
—¿Ha leído esto, Santidad?
—Sí. No puedo decir que me haya parecido divertido.
Morrison se echó a reír.
—Coincido con usted. Es un intento valeroso; pero la dolencia cardíaca no es precisamente un tema divertido. ¿Desea preguntarme algo más?
—¿Cuánto tiempo permaneceré en el hospital?
—Eso debe decirlo el doctor Salviati. El promedio es de alrededor de dos semanas.
—¿Y después?
—Seis a ocho semanas de convalecencia mientras se sueldan los huesos del tórax. Tenemos que cortar el esternón, y después unirlo con alambre. Ese aspecto de la convalecencia implica cierta incomodidad, pero de todos modos es un asunto bastante controlable. También, lleva tiempo recobrarse de los efectos de la anestesia. Los traumas físicos y psíquicos son graves, pero gracias a Dios los procedimientos son casi a prueba de errores. Y usted, ¿cómo se siente?
—Temeroso.
—Eso es normal. ¿Qué más?
—Turbado.
—¿Qué le inquieta?
—Las cosas hechas, las cosas sin hacer.
—Eso también es normal.
Entonces, el Pontífice se volvió hacia Salviati.
—Su consejera ha venido a verme esta tarde.
—¿Tove Lundberg? Lo sé. He leído el primer informe hace un rato.
—¿Informe? Salviati se echó a reír.
—¿Por qué se extraña? Tove Lundberg es una profesional de elevado nivel. Tiene doctorados en ciencias de la conducta y medicina psiquiátrica. Su información es esencial para determinar la atención postoperatoria.
—¿Y qué dice de mí?
Salviati reflexionó un momento, y después formuló una respuesta objetiva.
—Señala dos problemas. El primero, que un hombre como usted, que ejerce enorme autoridad, se resigna con dificultad a la dependencia creada por la enfermedad. Eso no es nuevo. Aquí hemos tenido príncipes árabes cuyo poder tribal es tan absoluto como el suyo. Afrontan exactamente el mismo problema. Pero no reprimen sus reacciones. Se encolerizan, protestan y hacen escenas. Bene! Podemos lidiar con eso. Pero usted, según explica el informe —y mis propios contactos con su persona lo confirman— tiene otro problema. Se reprime, se contiene, hierve en silencio, porque a eso le obliga su educación en la disciplina clerical y su idea acerca del comportamiento del Supremo Pontífice de la Iglesia Romana. Asimismo, consciente o inconscientemente, reacciona contra los cuidados dispensados por mujeres. Eso no facilitará la recuperación, y en cambio más bien la retrasará. Para usar una metáfora, usted no está fabricado con acero a resorte, forjado, templado y flexible. Usted es hierro fundido en un molde. Sí, es fuerte; pero no flexible. Es rígido, y vulnerable a los golpes. Pero… —Se encogió de hombros y abrió las manos en un gesto de rechazo—. También a eso estamos acostumbrados. Sabremos resolverlo.
—¿Por qué —preguntó sin rodeos el Pontífice León—, por qué le importa? Usted arregla las cañerías, guarda sus herramientas y se dirige a ejecutar otro trabajo.
James Morrison emitió una astuta sonrisa escocesa y dijo:
—Sergio, nunca se enrede en una discusión con la Iglesia. ¡Desde hace siglos practican el juego de la dialéctica!
—Lo sé —dijo secamente Salviati—. Desde que Isidoro redactó sus primeras falsificaciones y Graciano las convirtió pulcramente en un código. —Pero ofreció una respuesta más amable al Pontífice—. ¿Por qué me importa? Porque soy algo más que un fontanero. Soy un sanador. Después de la operación, comienza otra tarea. No sólo tenemos que reeducarle para que afronte lo que ha sucedido. Necesitamos educarle para garantizarle que no se repita. También abrigamos la esperanza de extraer de su caso algunas lecciones aplicables a otros. Ésta es una institución de investigación y enseñanza. También usted puede aprender mucho, sobre su propia persona y sobre otros.
En ese momento sonó el llamador para Salviati, una serie de señales agudas y rápidas. Frunció el ceño y se volvió hacia Morrison.
—Tenemos una situación urgente. Un paro cardíaco. Venga conmigo, James. ¡Discúlpenos, Santidad!
Salieron en un instante, dejando al Pontífice con otro comentario irónico acerca de su propia impotencia y su escasa participación en las situaciones de vida y muerte de la gente común.
Esta ironía era precisamente lo que le había turbado cada vez más durante los últimos meses, cuando había tratado, primero de explicarse y después de entender, la distancia cada vez más ancha entre él mismo y el mundo de los fieles cristianos. Las razones eran diferentes y complejas; pero la mayoría se relacionaba con la difusión de la educación popular y la velocidad y la potencia de las comunicaciones modernas: la prensa, la radio, la televisión y la difusión de noticias por medio de satélites.
La historia ya no era el dominio de estudiosos, que hurgaban en bibliotecas polvorientas. Se volvía a vivir día tras día, en la novelística o en los documentales que aparecían en las pantallas de los televisores. Se invocaba en las discusiones de los gabinetes técnicos como un paradigma del presente y una advertencia sobre el futuro. Se agitaba en los umbríos estanques de la memoria tribal, evocando antiguos espectros y el hedor de viejos campos de batalla.
Ya no era posible reescribir la historia, los hechos se manifestaban a través de la ficción. Ya no era posible tapar los
graffiti
garabateados en la piedra antigua. El yeso que los cubría se descascarillaba o caía bajo los martillos enérgicos de los arqueólogos.
El propio Pontífice había escrito dos encíclicas: una acerca del aborto, la otra referida a la fertilización in vitro. En ambas el texto era suyo; en cada una había insistido con sinceridad absoluta y desusada elocuencia en la santidad y el valor de la vida humana. Incluso mientras las escribía, los agitados demonios del pasado se burlaban de su noble retórica.
Inocencio in había reclamado el dominio soberano sobre la vida y la muerte de todos los cristianos. Había decretado que el hecho mismo de negarse a prestar juramento era un crimen que merecía la muerte. Inocencio IV había estipulado el uso de la tortura por sus inquisidores. Benedicto XI había declarado que los inquisidores que la utilizaban quedaban absueltos de culpa y cargo… ¿Qué respeto por la vida se manifestaba en la locura de la caza de brujas, las masacres de las cruzadas contra los cataros, la persecución de los judíos a lo largo de los siglos? Aún se recordaban las masacres de Montsegur y Constantinopla, más o menos como se recordaban Belsen y Auschwitz. Las deudas pendientes continuaban en los libros, acumulando intereses.
Ya no bastaba afirmar temerariamente que esos horrores pertenecían a otros tiempos, que habían sido cometidos por hombres primitivos o bárbaros. Esos actos habían sido ordenados de acuerdo con el mismo
magisterium
que él ejercía ahora. Se habían justificado con la misma lógica en que él se había educado. El Pontífice no podía demostrar su propia probidad sin reconocer que esa lógica era errónea, que los hombres que le habían precedido vivían en el error.
Pero la política romana había determinado mucho tiempo antes que un Papa no podía retractarse o tratar de explicar los errores de sus predecesores. Se recomendaba el silencio como el remedio más seguro; el silencio, el secreto y la increíble tolerancia de los creyentes, cuya necesidad de la fe era más grande que la repugnancia que sentían por sus ministros vacíos de fe. Pero la tolerancia de la gente estaba debilitándose, y su fe soportaba duras pruebas a causa de las maniobras y las glosas de los intérpretes oficiales. Para éstos, el último momento de la salvación era el presente.
La única esperanza de alivio estaba en una grandiosa ilusión; una amnistía universal, un solo acto depurador de arrepentimiento, reconocido universalmente. Pero si el hombre que se autodenominaba Vicario de Cristo no podía contemplar una penitencia pública, ¿acaso otros se atreverían a soñar con esa actitud?
Varias décadas atrás, el buen Papa Juan había reconocido los errores y las tiranías de antaño. Había convocado un gran Concilio, para abrir las mentes del Pueblo de Dios y permitir que el viento del Espíritu recorriese la asamblea. Durante un breve período hubo un impulso de esperanza y caridad, un mensaje de paz dirigido a las naciones contendientes. Después, la esperanza se desvaneció y la caridad se enfrió, y Ludovico Gadda asumió el poder impulsado por la oleada de desconfianza y miedo que siguió. Se vio primero como un estabilizador, el gran restaurador, el hombre que devolvería la unidad a una comunidad fatigada y dividida por la búsqueda de novedades.
Pero las cosas no habían tomado ese rumbo. En la intimidad de su propia conciencia en este momento en que se acercaba a la Hermana Muerte, tenía que reconocer la derrota y el fracaso. Si no podía cerrar la brecha cada vez más ancha que se abría entre el Pontífice y el pueblo, no sólo habría malgastado su vida, sino destruido la Ciudad de Dios.
Consultó el reloj. Aún eran sólo las ocho y media. Deseoso de ahorrarse la humillación de su propia enfermedad, había rechazado a todos los visitantes durante esa primera noche en la clínica. Ahora lo lamentaba. Necesitaba compañía, del mismo modo que un hombre sediento necesita agua. Parecía que Ludovico Gadda, llamado León XIV, Obispo de Roma, patriarca de Occidente, sucesor del Príncipe de los Apóstoles, pasaría una noche larga e inquieta.
A los ochenta años, el Cardenal Antón Drexel tenía dos secretos que guardaba celosamente. El primero era su correspondencia con Jean Marie Barette, el ex Papa Gregorio XVIII, que ahora vivía en un retiro alpino secreto de Alemania meridional. El segundo era el placer de su ancianidad, una pequeña finca en las colinas Alban, a unos quince minutos en coche desde la Villa Diana.
La había comprado muchos años antes el cardenal Valerio Rinaldi, que había sido Camarlengo en tiempos de la elección de Kiril I. La compra había sido un mero placer personal. Valerio Rinaldi era un príncipe papal de viejo cuño, erudito, humanista, escéptico, un hombre de mucha bondad y mucho humor. Drexel, designado poco antes cardenal y trasladado a Roma, había envidiado tanto el estilo de vida como la destreza con que Rinaldi sorteaba los obstáculos y las acechanzas de la vida curial. Rinaldi había concertado con Drexel un acuerdo generoso, y así, había entrado con entusiasmo y habilidad en esa existencia de anciano y anónimo caballero retirado al campo.
Y entonces sucedió algo extraordinario. A los setenta años, el Cardenal Antón Drexel, decano del Sacro Colegio, Cardenal Obispo de Ostia, se enamoró desesperadamente.
La cosa fue muy sencilla. Un cálido día de primavera, vestido con ropas rurales, camisa de cuadros, pantalones de pana y botas claveteadas, caminó los cinco kilómetros que le separaban de Frascati para arreglar la venta de su vino a una cantina local. Los árboles del huerto estaban en flor. La hierba joven llegaba a los tobillos, y los primeros y jóvenes zarcillos verdeaban en los viñedos. A pesar de sus años, Drexel se sentía flexible y animoso, y dispuesto a caminar hasta donde el sendero le llevase.
Siempre había amado la vieja ciudad, con su catedral barroca, su palacio ruinoso y las tabernas oscuras y cavernosas en los callejones. En otro tiempo había sido la sede episcopal de su Serena Alteza, Enrique Benedicto María Clemente, Cardenal Duque de York, el último de los Estuardos, que antaño se había autoproclamado Enrique IX de Inglaterra. Ahora era un próspero centro turístico, que los fines de semana soportaba el horror de los vehículos de motor y los gases de los escapes. Pero en las calles empedradas aún perduraba el encanto del pasado y se practicaban las antiguas cortesías de los habitantes del campo.
El destino de Drexel era una honda caverna excavada en la roca de tufo, donde grandes cubas de roble viejo se alineaban contra los muros, y los bebedores serios y los compradores se sentaban frente a largas mesas de refectorio, con botellas polvorientas y platos de aceitunas verdes frente a ellos. El
padrone
, que conocía a Drexel sólo como
il Tedesco
—el viejo alemán— regateó un poco acerca del precio y la entrega, y después decidió aceptar una consignación a prueba, y abrió una botella de su mejor cosecha para sellar el acuerdo.
Unos instantes después, el
padrone
le dejó para atender a otro cliente. Drexel permaneció sentado, descansando a la media luz, y contemplando el paso de la gente por la calle soleada, frente a la entrada. De pronto, sintió un tirón en la pernera del pantalón, y oyó un extraño sonido gorgoteante, como agua que cae por un caño. Cuando bajó los ojos vio una cascada de rizos rubios, la cara angelical de una niñita y un remolino de piernas y brazos muy delgados que parecían desconectados del cuerpo minúsculo. La voz tampoco estaba controlada, pero parecía que la boca intentaba formar una secuencia de sonidos: Ma—No—No, Ma—No—No…
Drexel depositó a la niñita sobre la mesa, de modo que quedó sentada frente a él. Las minúsculas manecitas de mono tití, suaves como la seda, trataron de alcanzar la cara y los cabellos del anciano. Drexel le habló afectuosamente.
—¡Hola, pequeña! ¿Cómo te llamas? ¿Vives por aquí? ¿Dónde está tu mamá?
Pero todo lo que consiguió fue la dolorosa gesticulación de los labios y el sonido gorgoteante de la pequeña garganta: MaNo—No, Ma—No—No. Sin embargo, ella no sentía miedo. Los ojos sonreían a Drexel, y había o parecía existir una luz de inteligencia en ellos. El
padrone
regresó. Conocía de vista a la niña. La había visto antes, a veces con la madre, y otras con una niñera. Venían a hacer compras a Frascati. No vivían en la ciudad, sino tal vez en una de las vilas cercanas. No conocía el nombre, pero la madre parecía extranjera. Era una
bionda
, como la pequeña. Movió tristemente la cabeza.