Confiaban en Peters porque él jamás había traicionado una confidencia, ni deformado los hechos, ni franqueado la línea invisible que separaba al crítico sincero del buscador capcioso de notoriedad. Su antiguo mentor, George Faber, decano del periodismo durante el pontificado del ucraniano Kiril I, le había enseñado sólidas lecciones:
—Nicky, todo se resume en una sola palabra:
fidus
4
, confianza. No es una virtud italiana; pero por Dios, la respetan cuando la encuentran. Nunca haga una promesa que no pueda cumplir, ni falte a una promesa que hizo. Ésta es una sociedad antigua, y a veces violenta… Usted no querrá provocar la muerte de un hombre, o incluso perjudicar su carrera y cargar la culpa sobre su propia conciencia… Otra cosa; Roma es una ciudad pequeña. El escándalo se difunde como un incendio en el bosque. El Vaticano es un reino de juguete —una milla cuadrada, ¡eso es todo!— pero su influencia llega a todas las ciudades del planeta. La noticia que ha enviado usted hoy recorrerá el mundo, y si es un trabajo sucio, la suciedad finalmente acabará frente a su propia puerta… Ante todo, tiene que tener la certeza de que sus archivos siempre estén actualizados. La Iglesia Romana tiene mil millones de partidarios en el mundo entero. Nunca se sabe, pero puede llegar el momento en que un obispo exiliado y sin importancia se convierta en un cardenal
in petto
.
Los archivos de Nicol Peters, almacenados en discos de ordenador detrás de los paneles de roble de su estudio, merecían una vigilancia tan celosa como los Códices de la Biblioteca Vaticana. Contenían las biografías de los altos prelados del mundo, y un análisis actualizado de la influencia de cada uno y su importancia en los asuntos de la Iglesia Romana. Peters había seguido sus viajes públicos y los tortuosos caminos privados que recorrían para llegar a las alturas o para caer en el olvido en el marco de la organización global. Su información acerca de los asuntos financieros del Vaticano era desagradablemente exacta.
Su esposa Katrina tenía sus propias fuentes. Dirigía una elegante
boutique
en la Via Condotti, y tenía el oído fino para las murmuraciones políticas y eclesiásticas. Recibía con frecuencia en el apartamento que ambos ocupaban, el último piso de un
palazzo
del siglo xvi en la vieja Roma. La lista de invitados a sus cenas era una de las más exóticas de la ciudad. Ella se encargó de señalar a su marido que, si bien el boletín sobre el ingreso del Pontífice en el hospital usaba un lenguaje desusadamente franco y optimista, se observaba una evidente atmósfera de incomodidad a ambos lados de los muros de la Ciudad del Vaticano.
—…Nicky, todos dicen lo mismo. Las probabilidades están a favor de su recuperación; pero se alimentan graves dudas sobre el modo en que actuará después. Se dice que ya ha aceptado abdicar si después de la operación se siente disminuido; pero todos afirman que será necesario presionarle mucho para lograr que renuncie. Dos abdicaciones seguidas provocarían un verdadero escándalo.
—Lo dudo, Kate. El colegio electoral ya está preparado para celebrar un cónclave inmediato en caso de muerte o incapacidad del Papa. Las reglas básicas son conocidas. El propio Gadda las redactó cuando era cardenal… Pero tienes razón. Todo el mundo está como sobre ascuas. Drexel me ha hablado esta tarde (oficiosamente, sin autorización para citarlo… lo de costumbre). Me ha preguntado cuál es el modo más rápido de destrozar el corazón de un actor. Obligarle a representar Hamlet ante una sala vacía. Después me ha soltado un breve y pulcro discurso acerca de lo que ha llamado la Era de la Indiferencia, y del público que se ha distanciado de la Iglesia.
—¿Y cómo ha explicado el alejamiento del público?
—Ha citado a San Pablo. Conoces el texto… «Aunque hablo con las lenguas de los hombres y los ángeles y carezco de caridad…». Después ha añadido su propia glosa: «En resumen, Nicky, la gente se aleja porque cree que ya no comprendemos o compartimos sus inquietudes. No son siervos a quienes podamos disciplinar. Son seres libres, nuestros hermanos y hermanas; necesitan el toque de compasión de una mano. Cuando elegimos a este Pontífice nos inclinamos por un candidato que defendería la ley y el orden; un anticuado imperialista papal que nos infundiera seguridad en momentos de duda y confusión. No confiamos en la gente. Llamamos a la gendarmería. Y bien, tenemos lo que deseábamos: el hombre de hierro, absolutamente inflexible. Pero hemos perdido a la gente. Nicky, la hemos perdido, en un fútil intento de restablecer el concepto medieval de la monarquía papal, de apuntalar esa extraña autoridad global, el
magisterium
. Resuena la gran campana, pero la gente no oye. No quieren truenos. Desean oír la voz redentora que dice “Venid a mí, todos los que trabajáis y soportáis un pesado agobio, y yo os reanimaré”…». Te aseguro, Kate, que habló con verdadera emoción. Y me contagió. Eso es lo que estoy intentando escribir ahora.
—De todos modos, lo que ha dicho no define bien este nerviosismo al que nos referíamos. No todos piensan como Drexel. A muchos romanos les agrada este Pontífice. Le entienden. Sienten que gente como él es necesaria.
—¡Del mismo modo que algunos de los viejos sentían la necesidad de un Mussolini!
—¡Por supuesto, si lo prefieres así! Es el
Führerprinzip
, la ilusión del hombre fuerte y benévolo, con el pueblo que marcha detrás hacia la muerte o la gloria. Pero sin el pueblo, el jefe es un hombre de paja, y el relleno sale por todas las costuras.
—¡Dios mío, de eso se trata! —Nicky Peters de pronto se entusiasmó—. Ése es el tema que yo estaba buscando. ¿Qué le sucede al Pontífice que aliena a la Iglesia? No me refiero sólo históricamente, aunque esa idea merecería por sí misma un ensayo, una crónica sangrienta y violenta de los pontífices sitiados, exiliados, perseguidos por los asesinos. Me estoy refiriendo al hombre mismo y al momento en que él comprende que es un espantapájaros, azotado por las tormentas, y que los cuervos le arrancan la paja de las orejas. Por supuesto, si él no lo entiende, no tendré material para escribir mi artículo; pero si lo comprende… y si está mirando por el cañón de una escopeta, como le sucede hoy a León XIV… ¿qué pasa? ¿No podemos suponer que toda su vida íntima es una catástrofe?
—Nicky, hay un modo de saberlo.
—¿Sí? ¿Cuál
—Invita a cenar a su cirujano…
—¿Vendrá?
—¿Cuántos rechazos he sufrido en diez años? Lograré que venga. Confía en mí.
—¿Qué sabes de él?
—He oído decir que está divorciado, que no tiene hijos, que es judío y un sionista ardiente.
—¡Eso es noticia! ¿Estás segura de que todo lo que me has dicho es cierto?
—Lo supe por una fuente normalmente fidedigna, la princesa Borromini. Salviati es un nombre veneciano, y al parecer nació en el seno de una de esas viejas familias sefardíes que salieron del guetto de Venecia para residir en las dependencias de la República en el Adriático. También hay parientes suizos y friulanos, porque Borromini le conoció primero en St. Moritz, y habla los dialectos ladino y veneciano con la misma soltura que el italiano. Dicen también que es francmasón, no del estilo Pi, sino de la corriente más antigua, la de la escuadra y el compás. Si eso es cierto, valía la pena preguntarse quién le eligió en el Vaticano, y por qué. Tú sabes que son muy estirados y sensibles en todo lo que se relaciona con el problema sionista, sin hablar del divorcio y las sociedades secretas.
Nicol Peters abrazó a su esposa, le dio un sonoro beso y bailó con ella sobre el pavimento de mosaico del salón.
—Kate, dulce Kate! Siempre me asombras. Divorciado, judío y sionista… ¿qué más?
—Consagrado fanáticamente a su trabajo y, también en esto la fuente es mi princesa, a una de sus más importantes colaboradoras de la clínica.
—¿Sabes su nombre?
—No. Estoy segura de que puedo informarme rápidamente. Pero no te propondrás escribir un artículo que provoque escándalo, ¿verdad?
—Todo lo contrario. Me atengo a la lógica de Drexel. León XIV ha perdido al pueblo. ¿Lo sabe? Si lo sabe, ¿cómo ha influido este hecho sobre él? ¿Qué efecto tendrá sobre su persona en el futuro? Trata de organizar una cena para Salviati… y su amiga, quienquiera que sea.
—¿Cuándo?
—Tan pronto lo consideres oportuno; pero yo no haría llamadas ni enviaría invitaciones hasta saber el resultado de esta operación. Incluso en el caso de Salviati, no es poca cosa tener en sus manos la vida del Vicario de Cristo.
Había sido un día colmado de pequeñas humillaciones. Le habían pinchado para extraer muestras de sangre, conectado a una máquina que reflejaba la historia de su corazón en garabatos de diferente forma. Le habían aplicado sondas, palpado, vestido con una bata sin espalda y puesto con el trasero desnudo frente a una máquina de rayos X. Todas sus preguntas habían sido respondidas con monosílabos que no le decían nada.
Cuando le trasladaron de nuevo a su habitación, evocó el recuerdo súbito y vivido de esas sesiones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde un desafortunado teólogo de Notre Dame o Tubinga o Amsterdam era interrogado oblicuamente en relación con acusaciones que jamás había escuchado antes, por hombres a quienes no conocía, y donde su único defensor era un clérigo cuyo nombre nunca le revelaban. En su condición de subprefecto y después de prefecto de la congregación, Ludovico Gadda nunca había reconocido la necesidad de modificar los procedimientos. El tema de la investigación, la figura fundamental del coloquio, era por definición menos importante que el tema de la discusión: la posible corrupción de la verdad, el error morboso que, como era una enfermedad, merecía ser extirpado. El antiguo nombre era el de Congregación de la Inquisición Universal, que después fue el Santo Oficio, y por último la denominación en apariencia inocua de Doctrina de la Fe. Pero sus atribuciones eran siempre las mismas, y se definían con términos más claros… «todos los asuntos que guardan relación con la doctrina de la fe y de las costumbres y los usos de la fe, el examen de las nuevas enseñanzas, la promoción de los estudios y las conferencias sobre esas mismas enseñanzas, la reprobación de las que resulten contrarias a los principios de la fe, el examen y a veces la condenación de libros; el Privilegio de la Fe, el juicio de los delitos contra la fe».
Y ahora él, el amo de esa máquina antigua pero todavía siniestra se veía sometido a inquisición, practicada por enfermeras sonrientes y técnicos de caras inexpresivas, e individuos que asentían y tomaban notas. Se mostraban corteses, lo mismo que los prelados de la Piazza del Sant’Uffizio. También adoptaban actitudes distantes e impersonales. No les importaba en lo más mínimo lo que él era o lo que sentía. Estaban interesados únicamente en las enfermedades que se habían instalado en su cuerpo. No le decían una palabra de lo que encontraban. Eran como sus propios inquisidores, consagrados a la Disciplina Arcani, la Disciplina del Secreto, el culto de los murmullos y el ocultamiento.
Hacia el principio de la noche estaba irritado y malhumorado. La cena no le gustó más que el almuerzo. Las paredes de su habitación se cerraron sobre él como una celda monástica. Le habría agradado salir al corredor y caminar con los restantes pacientes, pero de pronto le avergonzó su cuerpo voluminoso y el atuendo poco usual, el pijama y la bata. En cambio, se sentó en un sillón, tomó su breviario y comenzó a leer las vísperas y las completas. Las cadencias conocidas de la salmodia le llevaron, como ocurría siempre, a un estado de serenidad sin alegría, pero cercano al alivio de las lágrimas, esas lágrimas que no recordaba haber derramado desde la niñez.
«Oh, Dios mío, dame un corazón limpio
y renueva en mí un espíritu justo,
no me alejes de tu presencia
y no apartes de mí tu santo espíritu,
devuélveme la alegría de tu salvación…»
La estrofa le hipnotizó. Sus ojos no podían apartarse del texto. Sus labios se negaron a formar la antiestrofa…
La alegría era la experiencia que faltaba en su vida. Había conocido la felicidad, la satisfacción, el triunfo; pero la alegría, ese extraño arrebato de placer, ese casi éxtasis resonante en que todos los sentidos eran como una cuerda de violín, que emitía música bajo el arco del maestro, esa alegría siempre se le había negado. Nunca había tenido la oportunidad de enamorarse. A causa de un voto permanente se había privado de la experiencia de la unión corporal con una mujer. Incluso en su vida espiritual, los sufrimientos y las exaltaciones de los místicos eran inalcanzables. Catalina de Siena, el hermano Francisco, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, eran seres extraños a su disposición mental. Los modelos que él elegía eran los grandes pragmáticos, los que ordenaban los hechos: Benedicto, Ignacio de Loyola, Gregorio el Grande, Basilio de Cesárea. Su primer director espiritual solía explicarle los niveles de comunión meditativa con Dios: el purgativo, el iluminativo, el unitivo. Después, había movido la cabeza y palmeado la espalda de su joven discípulo, despidiéndole con esta frase: «Pero en tu caso, Ludovico, hijo mío, será el nivel purgativo del principio al fin. No te atemorices por eso. Naciste para empuñar el arado. Continúa arando, izquierda—derecha, izquierda—derecha, hasta que Dios decida apartarte del surco. Si El no lo hace, de todos modos agradécelo. La alegría de la iluminación, la maravilla del matrimonio místico con Dios, aporta dolor tanto como éxtasis. No puedes tener lo uno sin lo otro…». Era extraño que ahora, a los sesenta y ocho años, de pronto se sintiese tan engañado y despojado. El resto del salmo fue un eco de la tristeza que sentía:
«Sosténme con la presencia de tu espíritu
pues tú no deseas el sacrificio,
y si no fuera así yo te lo daría.
No te complaces en las ofrendas por el fuego
el divino sacrificio es un espíritu conturbado,
tú no despreciarás un corazón quebrantado y contrito…»
Había terminado la última oración cuando entró Salviati con un individuo delgado y de andar desmañado que debía de estar al final de la cincuentena, y a quien presentó como el doctor James Morrison, del Real Colegio de Cirujanos de Londres. Morrison tenía un aire desaliñado y satisfecho, y examinó la habitación entrecerrando los ojos castaños en un gesto alegre y un tanto burlón. Para sorpresa del Pontífice, hablaba un italiano tolerable. Explicó con una sonrisa: