El problema que exigía la máxima delicadeza en la discusión era el mismo cuya respuesta parecía menos evidente: ¿Hasta dónde podía confiarse en que un Pontífice enfermo dirigiese los asuntos de una comunidad global en situación crítica?
La tradición, creada por dinastas papales muertos hacía mucho tiempo, determinaba que un Pontífice ejercía hasta su muerte. En cambio, la historia probaba del modo más indudable que quien ya no era útil se convertía en una carga para la comunidad de los fieles; una carga instantánea, porque en el mundo moderno los tiempos se habían reducido, porque el acto y la consecuencia confluían inmediatamente. Había sólidos argumentos en favor de un período de servicio fijado por la norma canónica, como sucedía en el caso de los cardenales y de otros prelados; pero el hombre que propusiera el tema bien podía descubrir que en ese mismo acto su propia carrera concluía súbitamente.
De todos modos, el tema fue abordado temprano por la mañana en el curso de una conversación telefónica entre Antón Drexel y su viejo amigo el Cardenal Manfred Kaltenborn, Arzobispo de Río de Janeiro. Ambos eran alemanes, si bien uno había nacido en Brasil y el otro en la Renania. Hablaron en su lengua materna, y la conversación tuvo pasajes críticos y humorísticos. Ambos eran viejos amigos y políticos veteranos que sabían todos los trucos del oficio.
—Antón, ¿podemos hablar libremente?
—Nunca tan libremente como desearíamos. —Drexel tenía un saludable respeto por la tecnología de los satélites y las posibilidades del espionaje—. Pero te daré algunos antecedentes. Nuestro amigo ya está sometido al cuidado de los médicos. De acuerdo con la información de una autoridad excelente, todas las posibilidades están en favor de la recuperación.
—¿Recobrará la totalidad de su competencia?
—Sí; pero a mi juicio ésa no será la cuestión.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Parece que la mayoría de nuestros colegas no ha advertido que nuestro amigo está sufriendo una
Gewissenskrise
, es decir, una crisis de conciencia. Ha intentado reformar la Iglesia. Pero sólo ha conseguido crear un desierto. No ve modo de devolver la fecundidad a la tierra. Tiene pocos confidentes, carece de apoyos emocionales, y su vida espiritual se basa por completo en la ortopraxis… la conducta recta, de acuerdo con sus limitadas luces. No se arriesgará más allá de ese límite, y tampoco la razón le ayudará a sobrepasarlo. De modo que se siente desesperadamente solo, y tiene miedo.
—¿Cómo es posible que otros no lo hayan visto? Todos son observadores inteligentes.
—La mayoría le teme. Dedican su tiempo a esquivarle o manipularle. Yo soy demasiado viejo para preocuparme por eso. Y él lo sabe. No intenta intimidarme.
—Entonces, ¿qué hará?
—Se quebrará o cambiará. Si se quiebra, sospecho que se limitará a renunciar a su cargo, y quizá a la vida misma. Si cambia, necesitará realizar la experiencia de una caridad que no ha conocido en el curso de su vida.
—No podemos creer que lo logrará. Es algo por lo cual debemos rezar.
—Me propongo trabajar para llegar a eso. Le invitaré a pasar parte de su convalecencia en mi villa. Está a tiro de piedra de Castel Gandolfo, y a una hora en automóvil desde el Vaticano… Es hijo de campesinos, y quizá aprecie volver al ambiente rural. También puede conocer a mi pequeña tribu y observar cómo viven.
Hubo un breve silencio y de pronto Su Eminencia de Río de Janeiro murmuró una advertencia:
—Algunos colegas tal vez no entiendan tus intenciones, Antón. Desconfían de los hacedores de reyes y las eminencias grises.
—En tal caso, lo dirán. —El tono de voz de Antón Drexel revelaba obstinación—. Y Su Santidad decidirá por sí mismo. Es posible que la caridad tuerza esa obstinada voluntad que le caracteriza. La oposición a lo sumo la fortalecerá.
—En ese caso, Antón, avancemos un paso más. Nuestro señor tiene su segundo Pentecostés, lenguas de fuego, el advenimiento del Espíritu, una oleada de caridad semejante al avance de primavera. ¿Y después? ¿Qué hace al respecto? ¿Cómo abandona las trincheras que cavó para él mismo y para todos? Ya sabes cómo son las cosas en Roma. Nunca se explica nada, jamás se ofrecen excusas. Se diría que las decisiones jamás se adoptan de prisa.
—He hablado extensamente de todo esto con su médico, que está tan preocupado como yo, aunque por otras razones. Es judío. Perdió a varios parientes en el Holocausto y el Sabbath Negro de Roma… Para él, es un momento de extraordinaria ironía. Tiene en sus manos la vida del Pontífice Romano. ¿Adviertes las implicaciones?
—Por lo menos algunas las veo claramente. Pero, ¿de qué modo responde ese hombre a mi pregunta? ¿Qué hace el Santo Padre después?
—Salviati afirma enfáticamente que el Pontífice no puede hacer nada si no le ayudamos. Y coincido con su opinión. Conozco la historia de su familia. Agricultura de subsistencia. Un padre que murió demasiado temprano. Una madre decidida a arrancar a su hijo y a salir ella misma del montón de estiércol. La mejor o quizá la única solución era la Iglesia. Una historia lamentable y dolorosa. Lo único que él nunca ha vivido es la experiencia de la familia humana, las riñas, los besos, los cuentos de hadas alrededor del fuego.
—Mi querido Antón, tú y yo no somos muy expertos en esa área.
—Me subestimas, amigo mío —dijo riendo Antón Drexel—. Tengo una progenie adoptiva muy numerosa, dieciséis niños y niñas, y todos viven bajo mi techo.
—Antón, ¡no trates de enseñarme lo que sé de memoria! ¡Aquí, en las favelas, tengo un millón de niños sin hogar! Si alguna vez andas escaso de pupilos, siempre puedo enviarte algunos reemplazos.
—En cambio, envíame tus oraciones. No tengo tanta confianza, ni mucho menos, en los resultados de este asunto.
—Me parece que estás jugando con el alma de un hombre… y muy posiblemente con su salud. Y también estás enredándote en una política muy peligrosa. Podrían acusarte de manipular a un enfermo. ¿Por qué procedes así, viejo amigo?
Era la pregunta que Drexel había temido, pero tenía que contestarla.
—¿Sabes que me escribo con Jean Marie Barette?
—Lo sé. ¿Dónde está ahora?
—Continúa en Alemania, en esa pequeña comuna montañesa de la que te hablé; pero se las arregla para estar bien informado acerca de lo que sucede en el gran mundo. Él me alentó a iniciar esta tarea con los niños… Ya conoces a Jean Marie; puede hacer bromas como un actor de music—hall parisiense, y un instante después está analizando los misterios más profundos. Hace más o menos un mes me escribió una carta muy extraña. Una parte era profecía pura. Me dijo que el Santo Padre pronto se vería obligado a realizar un viaje peligroso, y que yo era la persona destinada a apoyarle en ese trayecto. Poco después se diagnosticó la enfermedad del Pontífice; el médico papal afirmó que Salviati era el mejor cirujano del corazón en Italia… y la madre de mi enkelin favorito es consejera de la misma clínica. De modo que empezó a formarse alrededor de mí una trama completa de hechos interrelacionados.
—Antón, omites algo.
—¿Qué?
—¿Por qué te preocupas tanto por un hombre a quien durante tanto tiempo profesaste antipatía?
—Manfred, te muestras duro conmigo.
—Responde a mi pregunta. ¿Por qué te interesa tanto?
—Porque tengo más de ochenta años. Quizá puede decirse que estoy más cerca del juicio final incluso que nuestro Pontífice. He renunciado a muchas dulzuras de la vida. Si ahora no las saboreo, serán como frutos del Mar Muerto, polvo y cenizas en mi boca.
Nicol Peters, sentado bajo una pérgola de sarmientos en su terraza, bebía café, comía bollos y observaba el despertar de los que dormían en los áticos de la vieja Roma y abrían los ojos a la cálida mañana de primavera.
Allí estaba el individuo adiposo de pijama a rayas abierto sobre el vientre, cuya primera preocupación era quitar la cubierta de la jaula de su canario e inducir a los pájaros a iniciar un coro matutino, con trémolos y cadencias que él les enseñaba. Y el ama de casa con rulos y zapatillas, regando sus azaleas. En la terraza siguiente, una joven de anchas caderas con leotardos negros realizó quince minutos de ejercicios aeróbicos al compás de la melodía de una cinta grabada. Más lejos, junto a la Torre Argentina, unos amantes abrían las persianas y entonces, como si se viesen por primera vez, se abrazaban apasionadamente y volvían a la cama para unirse frente a los ojos de los espectadores.
El miembro más cercano del público era un enjuto solterón que usaba una toalla como taparrabos, lavaba su ropa y la colgaba todas las mañanas, la camisa, los pantalones cortos, el chaleco de algodón y los calcetines, todo lo que acababa de lavar bajo la ducha. Hecho esto, el hombre encendió un cigarrillo, contempló el acto de amor de sus vecinos y se retiró de la ventana para reaparecer pocos minutos más tarde con una taza de café y el diario de la mañana… Sobre ellos, los primeros vencejos se zambullían y revoloteaban alrededor de los campanarios y a través del bosque de antenas, mientras algunas figuras grisáceas pasaban y volvían a pasar junto a las puertas abiertas y los ventanales, para formar una cacofonía cada vez más estridente de música, anuncios de la radio y el rumor del tráfico más abajo, en las calles.
Estas personas eran el tema que formaba el centro de la columna semanal de Nicol Peters: «Panorama desde mi terraza». Apiló las páginas dispersas, tomó un lápiz y comenzó a corregir.
…«Los romanos tienen un interés particular en el Papa. Son sus propietarios. Él es el obispo que ellos han elegido. Sus dominios están todos en suelo romano. No es posible exportarlos, pero en una crisis futura cabe expropiarlos. No hay un solo ciudadano romano que no reconozca francamente que la mayor parte de sus ingresos personales dependen directa o indirectamente del Pontífice. ¿Acaso no es él quien atrae a los turistas y los peregrinos, y a los amantes del arte y a los románticos, jóvenes y viejos, que se agrupan en el aeropuerto y llenan los hoteles y aportan a la ciudad las divisas fuertes del turismo y la exportación?
»Pero el hecho de que le necesiten no obliga a los romanos a amarle. Algunos en efecto le aman. Otros no. La mayoría le aceptan con un encogimiento de hombros y el expresivo «¡Bah!», un monosílabo que desafía la traducción, pero expresa un sentimiento completamente romano: «Los papas vienen y van. Los aclamamos. Los enterramos. Nadie puede exigir que temblemos ante cada proclamación y cada anatema que ellos nos regalan».
»Ya lo ve, somos así. Los extranjeros nunca lo entenderán. Sancionamos leyes horrendas, que incluyen terribles castigos, ¡y después diluimos el resultado con
tolleranza
y casuística!…
»Todo eso no tiene nada que ver con la fe y muy poco con la moral. Se relaciona con el acto de
arrangiarsi
, el arte de convivir, de abrirse paso en un mundo contradictorio. Si los engranajes de la creación fallan, eso debe ser imputable a defectos del plan original. De modo que Dios no puede ser demasiado duro con sus criaturas que viven en un planeta bastante defectuoso.
»El Papa nos dirá que los matrimonios cristianos son concertados en el cielo. Su destino es durar la vida entera. Somos buenos católicos, y no nos oponemos a eso. Pero Beppi y Lucia, que viven en la habitación contigua, casi se asesinan noche tras noche, y nos impiden dormir. ¿Eso es cristiano? ¿Eso es un matrimonio? ¿Lleva el sello celestial? Por favor, dejemos en duda la afirmación. Cuanto antes se separen, antes podremos dormir un poco; pero por Dios, no impidamos que encuentren nueva pareja; pues en ese caso nuestras vidas se verán turbadas de nuevo por un toro suelto y una vaca en celo…
»Es evidente la imposibilidad de que el romano medio se avenga a discutir esto con el Papa. Después de todo, el Papa duerme solo y ama a todos los hijos del Señor, de modo que no reúne las condiciones necesarias para resolver estas cuestiones. Por lo tanto, nuestro romano escucha cortésmente lo que él tiene que decir, procede a arreglar sus propios asuntos y se presenta fielmente en la iglesia para celebrar los matrimonios, los bautismos, los funerales y la primera comunión.
»Hasta aquí, todo está bien, ¡para los romanos! No necesitan ni desean modificar su interés fundamental en el Papa. Pero, ¿qué podemos decir del resto de la cristiandad, por no hablar de los millones que están fuera de la comunidad cristiana? Su actitud es exactamente la inversa. Se sienten felices de aceptar al Papa —o a otro cualquiera— como campeón de la buena conducta, del trato justo, de las relaciones de familias estables, de la responsabilidad social. Lo que ahora se convierte en el problema fundamental es la teología del Papa. ¿Quién, pregunta esta gente, determina que el Papa perciba la creación entera clara como la luz del día, un momento después de ser elegido? ¿Quién le confiere el derecho prescriptivo de crear, mediante una simple proclamación, la doctrina de la Asunción de la Virgen, o declarar que es un delito absolutamente condenable que un marido y su esposa controlen su propio ciclo procreador con una pildora o un condón?
»A juicio de quien esto escribe, los interrogantes son legítimos y merecen una discusión franca y respuestas más francas que las que se han ofrecido hasta ahora. Necesitan también otra cosa, la compasión del que responde, la actitud abierta a la historia y a la discusión, el respeto por las dudas honestas y las reservas de quienes le interrogan. No he podido hallar la fuente de la siguiente cita, pero no vacilo en adoptarla como mi propia actitud: «No habrá esperanza de reforma en la Iglesia Católica Romana, no habrá restablecimiento de la confianza entre los fieles y la jerarquía a menos y hasta que un Pontífice reinante esté dispuesto a reconocer y abjurar de los errores de sus predecesores…»
Eran palabras enérgicas, las más enérgicas que Nicol Peters hubiese escrito en mucho tiempo. Dado el tema y las circunstancias, un Pontífice enfermo amenazado por la muerte, incluso se podía considerar un grosero quebrantamiento de la etiqueta. Cuanto más practicaba el oficio, más conciencia adquiría de la dinámica del lenguaje. La proposición más sencilla y más obvia, dicha en el lenguaje más elemental, podía transformarse de tal modo en la mente del lector que llegase a expresar lo contrario de lo que el autor había buscado. Lo que él escribía como evidencia aportada por la defensa podía llevar a la horca al hombre a quien estaba defendiendo.
El crédito y la credibilidad de Nicol Peters como comentarista de los asuntos del Vaticano dependía de su capacidad para expresar la argumentación más compleja en una prosa clara destinada al lector escaso de tiempo. La claridad de la prosa dependía de la comprensión exacta del tema en cuestión. Tenía que ver con el concepto romano de la ortodoxia (la doctrina justa) y la ortopraxis (la práctica justa), la naturaleza del derecho del Pontífice a prescribir ambas cosas, y su deber de corregir los errores que pudiesen deslizarse en la prescripción.