»Ahora, sentado aquí, escribiendo estas líneas para alejar el pensamiento de lo que sucederá mañana, imagino a ese último comandante de esta última castra en las marcas exteriores. Lo veo realizando sus rondas nocturnas, inspeccionando los puestos de guardia, mientras más allá del foso, las empalizadas y el terreno despejado, los hombres cubiertos con máscaras de animales bailan su danza de guerra e invocan a los antiguos y perversos dioses del bosque, el agua y el fuego.
»Para él no hay retirada. No la hay para mí. Oigo a la enfermera nocturna empujando su carrito por el corredor. Yo seré su última visita. Controlará mis signos vitales, el pulso, la temperatura, la presión sanguínea. Preguntará si he orinado y si he movido el vientre. Después, gracias a Dios, me administrará una píldora que me inducirá a dormir hasta el alba. Es extraño, en verdad, que yo que siempre he sido un hombre inquieto, ahora busque tan celosamente ese sueño que es el hermano de la muerte. O quizá no tan extraño, quizá ésta es la última y misteriosa merced, que Dios nos prepare para la muerte antes de que la muerte esté preparada para ir a por nosotros.
»Es hora de terminar, de dejar la pluma y guardar el libro. Ya es bastante dolor para un solo día. Más que suficiente son los temores y las irritaciones y la vergüenza que siento por Ludovico Gadda, ese hombre feo que vive bajo mi piel… Señor, perdónale las transgresiones, como él perdona a quienes transgredieron contra él. No le lleves a afrontar pruebas que no sabe soportar, y líbrale de todo mal. Amén.»
Cuando regresó a sus habitaciones en el Vaticano, monseñor Malachy O’Rahilly telefoneó a su colega, monseñor Matthew Neylan, de la Secretaría de Estado. Matt Neylan era un hombre alto y apuesto, moreno como un gitano, con una sonrisa torcida y satírica y el paso ágil de un atleta que inducía a las mujeres a mirarle dos veces, y después a clavarle los ojos para fijarlo en sus recuerdos y preguntarse cómo sería sin la sotana. El título de Matt Neylan era el de
secretario di Nunziature di prima classe
, que, no importaba cuál fuese el modo de traducirlo, significaba que ocupaba el vigésimo lugar en el orden jerárquico. Su cargo también le permitía acceder a un gran caudal de información relacionada con una amplia gama de cuestiones diplomáticas. O’Rahilly le saludó con todo su humor y su acento irlandés.
—¡Matt, muchacho! ¡Habla Malachy! Tengo que hacerte una pregunta.
—En ese caso, Mal, escúpela. ¡Que no se te pudra en la boca!
—Si yo te pidiese, muy cortésmente, que cenases conmigo esta noche, ¿qué dirías?
—Bien, eso dependería.
—¿De qué?
—Del lugar elegido y de quién pagase… ¡y cuál sería el quid que me pediría a cambio del quo de O’Rahilly!
—Te daré la respuesta, tres en una. Cenamos en Romolo, yo pago la cuenta y tú me ofreces un consejo.
—¿Qué coche llevaremos?
—¡Caminamos! Son diez minutos de marcha, incluso para un inválido.
—Pues ya estoy saliendo. Nos encontramos en la Porta Angélica. ¡Ah!, y trae efectivo; no les gustan las tarjetas de crédito.
—Eres muy precavido.
Da Romolo, cerca de la Porta Settimiana, había sido antaño la residencia de la FOmarina, amante y modelo del pintor Rafael. Al margen de la validez de la leyenda, la comida era buena, el vino auténtico y el servicio —en el secular estilo romanogratamente impertinente e informal. En invierno se comía dentro, al calor de un fuego de madera de olivo que ardía en el antiguo horno de panadero. En primavera y verano servían fuera, bajo un dosel de sarmientos. A veces acudía un guitarrista, que entonaba canciones populares en napolitano y romanaccio. Siempre había enamorados, viejos, jóvenes y maduros. También acudían los clérigos, con sotana o de civil, porque eran un rasgo distintivo de la escena romana tanto como los amantes, los músicos ambulantes y los ágiles arrebatadores de bolsos en los callejones de Trastevere.
Fiel al auténtico estilo romano, O’Rahilly reservó su pregunta hasta que hubieron saboreado la pasta y bebido el primer litro de vino.
—Dime una cosa, Matt, ¿recuerdas a un hombre llamado Lorenzo de Rosa, que asistía a la Gregoriana?
—Lo recuerdo. Apuesto como Lucifer. Tenía una memoria fenomenal. ¡Podía recitar páginas enteras de Dante! Por lo que recuerdo, hace pocos años volvió al estado laico.
—No fue así. Se saltó los formalismos y se casó por lo civil.
—Bien, ¡por lo menos tuvo la sensatez de cortar por lo sano!
—No. Ese fue su problema. Estuvo tratando de arreglar todo el embrollo. Y, por supuesto, nadie se mostró muy servicial.
—¿Y bien?
—Pues anoche su esposa murió en la clínica Salviati, dejando a su marido con dos niños pequeños.
—Es lamentable.
—Matt, más lamentable de lo que crees. Esta noche he ido a la clínica para ver a nuestro amo y señor. En ese momento salía De Rosa. Hablamos. El pobre diablo está casi enloquecido de dolor. Dijo, y son palabras textuales: «¡Ansío que llegue el momento en que yo pueda escupir sobre la tumba de su jefe!».
—Bien. He oído lo mismo dicho por otros… aunque, por supuesto, con más cortesía.
—Matt, no es tema de broma.
—¿Y yo he dicho que lo fuese? Dime, Mal, ¿qué te inquieta?
—No sé muy bien si ese hombre es o no una amenaza para el Santo Padre. Si lo es, tengo que hacer algo al respecto.
—¿Por ejemplo?
—Informar al personal de seguridad. Pedirles que hablen con los
carabinieri
y que vigilen a De Rosa.
—No se limitarán a vigilarle, Mal. Le asarán a fuego lento, simplemente para atemorizarle. Una situación muy ingrata para un hombre con dos hijos y una esposa recién fallecida.
—Matt, por eso estoy pidiéndote una opinión. ¿Qué debería hacer?
—Ante todo, veamos el aspecto legal. Pronunció una maldición, no una amenaza. Lo dijo en privado, a un sacerdote. Por lo tanto, no cometió delito; pero si les conviniera, los muchachos de seguridad lograrían inmediatamente que pareciese un crimen. Lo que es más, tu informe y los adornos que ellos agreguen se incorporarán a su prontuario y quedarán allí hasta el Día del Juicio. Todas las restantes circunstancias de su vida serán interpretadas a la luz de esa única denuncia. Así funciona el sistema. ¡Y es una carga muy pesada para dejarla caer sobre un inocente!
—Lo sé. Lo sé. Pero consideremos la peor de las posibilidades: el hombre realmente está enloquecido, ansioso de venganza por una justicia que se le infligió, no sólo a él, sino a la mujer amada. Un día estival se acerca a una audiencia pública en la plaza de San Pedro y dispara sobre el Papa. ¿Cómo me sentiría si eso sucede?
—No lo sé —dijo Matt Neylan con aire inocente—. ¿Cómo te ha tratado últimamente el Gran Hombre?
Malachy O’Rahilly se echó a reír.
—No tan bien como para concederle una medalla por buena conducta. No tan mal como para desear verle muerto. Y tendrás que reconocer que el riesgo es real.
—No tengo que reconocer nada por el estilo. Tú has visto a De Rosa. Yo no. Además, si desearas eliminar todas las amenazas posibles a Su Sagrada Persona, tendrías que practicar arrestos preventivos de extremo a extremo de la península. Personalmente me inclinaría a ignorar todo el asunto.
—¡Por Dios, soy el secretario de este hombre! Tengo una obligación especial con él.
—¡Un momento! Quizá haya un modo sencillo de resolver el asunto sin que nadie sufra demasiado. Déjame pensar, mientras tú pides otra botella de vino. Y esta vez que sea un tinto decente. El Frasead de la casa está tan aguado que los peces dorados podrían vivir cómodamente en él.
Mientras Malachy O’Rahilly se ocupaba del vino, Matt Neylan rebañó el último resto de salsa de su pasta, y después pronunció su fallo.
—Conozco a un hombre que trabaja para nuestra seguridad aquí, en Ciudad del Vaticano. Se llama Baldassare Cotta. Me debe un favor porque recomendé a su hijo para ocupar un cargo como empleado en Correos. Era investigador de la
Guardia di Finanza
. Dice que realiza trabajos para una agencia privada de detectives de la ciudad. Puedo pedirle que investigue a De Rosa y me presente un informe. Te costará unas cien mil liras. ¿Puedes destinar a ese fin parte de la caja chica?
—¿No estaría dispuesto a hacerlo como un favor?
—Lo haría, pero entonces podría exigirme a cambio otro favor. ¡Vamos, Mal! ¿Cuánto vale el Obispo de Roma?
—Depende del lugar en que te encuentres —dijo Malachy O’Rahilly con una sonrisa—. Pero es una buena idea. Conseguiré el dinero. Matt, eres una buena persona. Todavía es posible que llegues a obispo.
—Mal, no seguiré aquí tanto tiempo.
Malachy O’Rahilly le dirigió una mirada rápida y apreciativa.
—Me parece que hablas en serio.
—Absolutamente en serio.
—¿Qué intentas decirme?
—Estoy pensando en la posibilidad de retirarme del juego; sencillamente, salir del asunto como nuestro amigo De Rosa.
—¿Para casarte?
—¡Demonios, no! ¡Solamente para retirarme del asunto! Mal, soy el hombre equivocado en el lugar equivocado. Lo sé desde hace mucho. Pero sólo últimamente he reunido el coraje suficiente como para reconocerlo.
—Matt, habíame francamente, ¿se trata de una mujer?
—Quizá fuera más fácil si se tratara de eso… pero no. Ni tampoco lo otro.
—¿Deseas hablar del asunto?
—Después del bistec, si no te importa. No quiero sofocarme en mitad de mi despedida.
—Estás tomando esto muy a la ligera.
—He tenido tiempo para pensarlo. Estoy muy tranquilo. Sé qué quiso decir exactamente Lutero cuando afirmó: «Soy así, y no puedo ser de otro modo». Lo único que me preocupa es el modo de realizar la maniobra con el menor escándalo posible… Aquí viene el bistec, y el vino. Vamos a saborearlo. Después tendremos mucho tiempo para charlar.
El bistec florentino era tierno. El vino era suave y tenía cuerpo, y por tratarse de un hombre que estaba a un paso de promover un cambio drástico en su vida y su carrera, Matt Neylan parecía extrañamente sereno. Malachy O’Rahilly se vio obligado a dOmar su propia curiosidad hasta que retiraron la vajilla y el camarero aceptó dejarlos en paz para que meditasen acerca del postre. Pero incluso entonces Neylan dio un rodeo para explicar su situación.
—…¿Por dónde empezar? Mira, eso es en sí mismo un problema. Bien, la cosa es tan sencilla y definida que me cuesta creer que haya sufrido tanto para llegar a esto. Malachy, tú y yo hicimos la misma carrera del principio al fin: la escuela con los Hermanos en Dublín, el seminario en Maynooth, y después Roma y la Gregoriana. Recorrimos las mismas etapas: filosofía, estudios bíblicos, teología (dogmática, moral y pastoral), latín, griego, hebreo y exégesis e historia. Pudimos organizar juntos una tesis, defenderla, ponerla del revés como un calcetín sucio y convertirla en una herejía destinada al debate siguiente del Aula. Roma era el lugar apropiado para nosotros, y nosotros le conveníamos a Roma. Malachy, éramos los jóvenes inteligentes. Veníamos del país católico más ortodoxo del mundo. Bastaba que comenzáramos a subir los peldaños de la escala, y fue lo que hicimos. Tú te incorporaste a la casa papal, y yo a la Secretaría de Estado con el título de agregado de primera clase… Lo único que nos faltó fue precisamente lo que, de acuerdo con nuestro juramento, nos llevó al sacerdocio por encima de todo: el servicio pastoral, la atención dispensada a la gente. ¡En ese sentido no hicimos absolutamente nada que valiera la pena! Nos convertimos en clérigos de carrera, en antiguos abates cortesanos de las monarquías europeas. No soy sacerdote, Malachy. Soy un condenado diplomático, y bastante bueno, un hombre que podría defenderse en cualquiera de las embajadas del mundo, pero de todos modos habría podido llegar a eso, sin renunciar a las mujeres, al matrimonio y a la vida en familia.
—¡Y ahora llegamos al quid de la cuestión! —dijo Malachy O’Rahilly—. Sabía que más tarde o más temprano lo abordaríamos. Te sientes solo, estás cansado de tu cama desierta, aburrido con la compañía de los solteros. Muchacho, eso nada tiene de malo. Forma parte del paisaje. ¡Y en este momento estás atravesando el desierto!
—¡Te equivocas, Malachy! Te equivocas de medio a medio. Roma es el lugar más propicio del mundo para adaptarse a las necesidades de la carne y al demonio. ¡Sabes perfectamente que aquí pueden dormir dos en una misma cama durante veinte años, sin que nadie se entere! El quid de la cuestión, el auténtico y preciso quid de la cuestión, mi viejo amigo, es que ya no creo.
—¿Quieres repetirme eso, por favor? —dijo O’Rahilly en voz muy baja—. Quiero estar seguro de haber oído bien.
—Me has oído, Malachy. —Neylan se mostraba sereno como un profesor frente a la pizarra—. No sé qué determina la fe, si es una gracia, un don, una disposición, una necesidad, pero en todo caso ya no la tengo. Ha desaparecido. Y lo extraño del asunto es que no me siento turbado. No soy como el pobre Lorenzo de Rosa, que lucha por la justicia en el seno de una comunidad a la cual aún está atado en cuerpo y alma, y después se desespera porque no la consigue. No pertenezco a la comunidad, porque ya no creo en las ideas y los dogmas que la sostienen…
—Pero, Matt, todavía formas parte de ella.
—Sólo por cortesía. ¡Mi cortesía! —Matt Neylan se encogió de hombros—. Estoy haciendo un favor a todos cuando no provoco un escándalo, cuando continúo desempeñando mis funciones hasta el momento en que pueda asegurar una salida cortés. La cual probablemente adoptará la forma de una serena conversación con el Cardenal Agostini a principios de la semana próxima, una amabilísima carta de renuncia, ¡
y presto
! Me esfumaré como un copo de nieve.
—Pero, Matt, no te permitirán salir así, ya conoces cómo es este baile: suspensión voluntaria
a sacris
, pedido de dispensa…
—No es aplicable —explicó paciente Matt Neylan—. Todo este baile funciona únicamente cuando crees en él. ¿Con qué pueden sujetarte, salvo las sanciones morales? Y éstas no son aplicables, porque ya no me adhiero al código. Ahora no disponen de la Inquisición. Los Estados papales no existen. Los
sbirri
del Vaticano no pueden venir a arrestarme a medianoche. De modo que me marcho cuando me parece bien y a mi modo.
—Por el modo en que lo dices, te alegras de todo esto.
El tono de O’Rahilly era agrio.
—No, Malachy. Hay cierta tristeza en el asunto, un tipo brumoso y grisáceo de tristeza. He perdido o desaprovechado gran parte de mi vida. Dicen que un amputado puede sentirse perseguido por el espectro del miembro ausente; pero la persecución se interrumpe después de un tiempo.