Read Lázaro Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (16 page)

¿Y qué podía decirse de él mismo, de Matt Neylan? La discreta despedida que había planeado para sí mismo era ahora imposible. Había dicho lo que no debía decir. Ya no había modo de silenciar las palabras, ¡y todo porque Malachy O’Rahilly no aguantaba el alcohol, y tenía que hablar de más frente a una conferencia urgente de los altos dignatarios de la Santa Iglesia Romana! Pero, ¿no era precisamente eso, todo el proceso de condicionamiento, lo que había originado un perfecto clon clerical romano? Las palabras esenciales de la fórmula no habían cambiado desde Trento: jerarquía y obediencia. El efecto que originaban en el sencillo sacerdote o en el encumbrado obispo era siempre el mismo. Permanecían inmóviles, los ojos bajos, mesándose los cabellos como si escucharan truenos procedentes del Monte de la Revelación.

Bien, esa noche la copa de Matt Neylan se había desbordado. Al día siguiente prepararía sus maletas y se marcharía, sin añoranzas, sin despedidas. Un día más tarde dirían que era un renegado, como De Rosa, y tacharían su nombre en el libro de los Elegidos, y le remitirían, con algo que era poco menos que desprecio, al Dios que le había creado.

Abrió la guía telefónica de Roma y pasó el dedo sobre la lista de las personas que llevaban el apellido De Rosa… Había seis entradas con la inicial L. Comenzó a llamarlas una tras otra, confiando en que la mención de la clínica Salviati le aportase una respuesta aclaratoria. Abrigaba la esperanza de que el hombre conservase la cordura necesaria para aceptar la advertencia de un ex colega. Sería grato advertir al Hermano Zorro que buscase refugio seguro, antes de que los sabuesos comenzaran a ladrar sobre sus huellas.

Sobre la casa de Salviati, la luna nueva del estío navegaba a gran altura en un mar de estrellas. En las sombras del jardín, un ruiseñor comenzó a cantar. La luz y la música formaban una magia antigua en la habitación abovedada donde Salviati dormía y Tove Lundberg, apoyada en un codo, se inclinaba sobre él como una diosa protectora.

Hacían el amor de acuerdo con una pauta conocida: un preludio prolongado y tierno, la súbita transición al juego, el rápido ascenso a la cumbre de la pasión, una serie de fieros orgasmos, la lánguida rememoración de los placeres cada vez más tenues y, después, la súbita caída de Sergio en el sueño, sus rasgos clásicos juveniles y tersos contra la almohada, los músculos de sus hombros y su pecho marmóreos a la luz de la luna. Después, Tove Lundberg siempre permanecía despierta, preguntándose cómo era posible que una tormenta tan desenfrenada pudiese convertirse en una serenidad tan mágica.

No tenía una imagen clara de sí misma; pero conocía de memoria el papel que se esperaba que ella representara durante esas noches críticas. Ella era la servidora del cuerpo de Salviati, la hetaira perfecta, que se volcaba sobre él, sin reclamar nada y dispuesta a servirle. La razón de que Salviati se comportase así estaba sepultada en la profundidad de su inconsciente, y ella no deseaba que tales motivaciones emergieran a la luz. Sergio Salviati era el extranjero permanente. Se había convertido en príncipe mediante la conquista. Necesitaba el botín como comprobación de sus victorias (el oro, las joyas, las esclavas, y el respeto de los poderosos de la tierra).

En el caso de Tove Lundberg, la motivación era distinta, y ella podía afrontarla sin avergonzarse. Como madre, había dado a luz a una hija defectuosa; no tenía el más mínimo deseo de repetir la experiencia. Como amante, aportaba un placer perfecto, y si bien el tiempo podía disminuir su encanto o sus cualidades como compañera de lecho, sólo podía incrementar su jerarquía y su influencia como camarada de profesión. Y lo mejor de todo eso estaba en el reconocimiento del propio Sergio:

—Tú eres el único lugar completamente sereno de mi vida. Eres como un estanque profundo en el centro de un bosque, y cada vez que acudo a ti me siento refrescado y renovado. Pero tú nunca pides nada. ¿Por qué?

—Porque —contestó ella— no necesito nada más de lo que tengo: un trabajo que puedo hacer bien, un lugar donde mi Britte pueda crecer y convertirse en una mujer independiente y de talento, un hombre que merece mi confianza y a quien admiro y amo.

—Tove Lundberg, ¿cuánto me amas?

—Tanto como tú quieras, Sergio Salviati. Tanto como tú me permitas.

—¿Por qué no me preguntas cuánto te amo?

—Porque ya lo sé…

—¿Sabes que siempre temo?

—Sí.

—¿Y qué temo?

—Que un día, en un momento ingrato, la magia curativa te falle, que equivoques la lectura de los signos, que pierdas el toque maestro. Pero no sucederá. Te lo prometo.

—¿Nunca temes?

—Sólo en un sentido especial.

—¿Cuál es?

—Temo necesitar tanto algo que otra persona pueda lastimarme quitándomelo.

Y habría podido añadir que venía de una antigua cepa de navegantes nórdicos, cuyas mujeres esperaban en las dunas barridas por el viento y no se inquietaban si sus hombres estaban borrachos, sobrios o heridos después de una riña; sólo les importaba que, una vez más, hubiesen escapado a la grisácea fabricante de viudas.

En las horas sombrías que preceden a la falsa alborada, el Pontífice León comenzó a mover la cabeza a un lado y a otro sobre la almohada, y a murmurar nerviosamente. Tenía la garganta espesa de mucosidad, y el ceño pegajoso a causa de la transpiración de la noche. La enfermera nocturna le acomodó mejor en la cama, le pasó una esponja sobre la cara y le humedeció con agua los labios. El respondió somnoliento.

—Gracias. Lamento molestarla. He tenido una pesadilla.

—Ya pasó
6
. Cierre los ojos y vuelva a dormir.

Durante un momento breve y confuso tuvo la tentación de relatarle el sueño, pero no se atrevió. Se había elevado como una luna nueva desde los lugares más oscuros de su recuerdo infantil; y ese mismo sueño proyectaba una luz implacable sobre un hueco oculto de su conciencia adulta.

En la escuela había un niño, mayor y más corpulento, que le molestaba constantemente. Un día él se enfrentó a su torturador y le preguntó por qué hacía cosas tan crueles. La respuesta aún resonaba en su memoria: «Porque tú me ocultas la luz; estás quitándome el sol». Y entonces preguntó cómo era posible que, puesto que era mucho más pequeño y menor, pudiera hacer tal cosa. A lo cual el prepotente respondió: «Incluso un hongo produce una sombra. Si la sombra cae sobre mi bota, yo destruyo el hongo».

Fue una lección cruel pero duradera acerca de las aplicaciones del poder. Un hombre que se ponía frente al sol se convertía en una sombra oscura, anónima y amenazadora. Sin embargo, la sombra estaba rodeada por la luz, como una aureola o la corona de un eclipse. Y entonces, el hombre—sombra asumía el numen de una persona sagrada. Desafiarle era sacrilegio, un crimen condenable.

Así, durante las últimas horas que precedieron al momento en que le administraron drogas y le llevaron a la sala de operaciones, Ludovico Gadda, León XIV, Vicario de Cristo, Supremo Pastor de la Iglesia Universal, comprendió cómo, al aprender del prepotente, se había infiltrado él mismo en la tiranía.

En una actitud de desafío a la exhortación bíblica, a la costumbre histórica, el descontento de los clérigos y los fieles había designado arzobispos principales, en Europa y las Américas, a hombres elegidos por él mismo, a conservadores de la línea dura, obstinados defensores de bastiones superados mucho tiempo antes, ciegos y sordos a todas las peticiones de cambio. Eran llamados los hombres del Papa, la guardia pretoriana del Ejército de los Elegidos. Eran los ecos de su propia voz, que sofocaban los murmullos de los clérigos descontentos, de la multitud sin rostro que permanecía fuera de los santuarios.

Había sido una batalla dura y una victoria reconfortante. Incluso al recordar esos episodios, su cara se endurecía y adoptaba la expresión del viejo luchador. Habían silenciado a los clérigos inconformistas mediante una doble amenaza: la suspensión en sus funciones y la designación de un administrador apostólico especial. Con respecto al pueblo, cuando se logró silenciar a los pastores, también él enmudeció. No tenía voz en la asamblea. La única manifestación libre del pueblo era fuera de la asamblea, entre los herejes y los infieles.

Esa pesadilla infantil avergonzó al Pontífice León y le indujo a reconocer el daño que había causado. La sombra del bisturí del cirujano le recordó que quizá nunca se le ofrecería la oportunidad de reparar lo hecho. Cuando los primeros gallos cantaron desde las tierras próximas a la Villa Diana, el Pontífice cerró los ojos, volvió la cara hacia la pared y elevó su última y desesperada plegaria.

—…Si mi presencia oculta Tu Luz, oh Señor, ¡apártame! Bórrame del libro de los vivos. ¡Pero si me dejas aquí, dame, te lo ruego, ojos para ver y corazón para sentir los terrores solitarios de tus hijos!

Libro II

Lazarus redivivus

«Diciendo esto, gritó con fuerte voz: Lázaro, sal fuera. Salió el muerto, ligados con fajas pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Soltadle y dejadle ir.»
7

Juan, XI, 43, 44

6

Más o menos a la misma hora, la misma mañana, monseñor Matt Neylan por fin consiguió comunicarse telefónicamente con Lorenzo de Rosa, antes sacerdote de la diócesis romana, excomulgado, que había enviudado poco antes, y padre de dos niñas pequeñas. Neylan se explicó brevemente.

—Hay una amenaza terrorista contra el Pontífice, que en este momento es paciente de la Clínica Internacional. Usted es sospechoso, porque ayer dijo algunas cosas a Malachy O’Rahilly. De modo que es probable que reciba una visita de la escuadra antiterrorista. Le sugiero que salga de la ciudad con la mayor rapidez posible.

—¿Y a usted por qué le importa eso?

—Dios lo sabe. Tal vez una visita de los
Squadristi
me parece agravar demasiado la situación que ya soporta usted.

—Ahora ya nada pueden hacernos. Pero gracias por llamar. Adiós.

Matt Neylan permaneció de pie, aturdido, con el auricular mudo en la mano. De pronto, un pensamiento sombrío asaltó su mente, y le indujo a correr a su automóvil y a cruzar como un loco la ciudad sorteando el tráfico de la mañana.

La casa ocupada por De Rosa era una villa modesta pero bien conservada en un callejón próximo a la Via del Giorgione. Había un coche en el camino interior, y la puerta del jardín estaba sin llave. La puerta principal también estaba abierta. Neylan llamó, pero no hubo respuesta. Entró en la casa. La planta baja estaba desierta. Arriba, en el cuarto de los niños, dos niñitas yacían inmóviles, con las caras color de cera en sus camas. Neylan las llamó en voz baja. No contestaron. Les tocó las mejillas. Estaban frías e inertes. Cruzando el corredor, en la gran cama matrimonial, Lorenzo de Rosa yacía junto al cuerpo de su esposa, que estaba vestida como para pasar la noche de bodas. La cara de De Rosa estaba deformada en el último rictus de la agonía. Había una pequeña capa de espuma alrededor de sus labios.

Matt Neylan, que realizaba sus primeras armas en el universo de la incredulidad, descubrió que estaba murmurando una plegaria por esas pobres almas. Después, la oración explotó en una blasfemia contra toda la hipocresía y la locura que había en la raíz de la tragedia. Durante un brevísimo instante pensó en la posibilidad de llamar a la policía; pero se decidió por la negativa, y salió de la casa a la calle desierta. El único testigo de su partida fue un gato vagabundo. La única persona que supo de su visita fue el Cardenal secretario de Estado, a quien explicó, en la misma ocasión, su descubrimiento de la tragedia y su decisión de abandonar la Iglesia.

Agostini, el diplomático de toda la vida, recibió con calma la noticia. Con Neylan no había terreno para la discusión. En su carácter de incrédulo, en adelante pertenecía a otra categoría de ser. Arreglar la situación con la policía era todavía más fácil. Ambas partes respondían a un interés común. Su Eminencia lo explicó con palabras sencillas.

—Fue sensato por su parte abandonar la escena. De lo contrario, estaríamos enredados ahora en una maraña de declaraciones e interrogatorios. Hemos comunicado a la policía su presencia en la casa y el descubrimiento de los cadáveres. Aceptarán que su visita respondió a una necesidad pastoral, sujeta al secreto de la confesión. No le obligarán a responder al interrogatorio.

—Lo cual, por supuesto, deja todo pulcramente resuelto.

—¡Monseñor, ahórrese las ironías! —Su Eminencia de pronto se encolerizó—. Este triste asunto me conmueve tanto como a usted. Todo fue llevado chapuceramente desde el principio. No simpatizo con los fanáticos y los reaccionarios, por encumbrado que sea el lugar que ocupan en el Sacro Colegio; pero debo trabajar con ellos, y exhibir toda la tolerancia y la caridad que estén a mi alcance. Usted puede permitirse el lujo de la cólera. Ha decidido retirarse de la comunidad de los fieles y prescindir de sus obligaciones. No le culpo. Comprendo lo que le ha llevado a esta decisión.

—Eminencia, mal puede decirse que sea una decisión. Es un nuevo estado de ser. Ya no soy creyente. Mi identidad ha cambiado. No me corresponde ocupar un lugar en una asamblea cristiana. De modo que me separo con la mayor discreción posible. Hoy abandonaré mi despacho. Ocupo mi apartamento con un alquiler privado, que no depende del Vaticano; de modo que ése no es problema. Tengo pasaporte irlandés, y por lo tanto le devolveré mis documentos vaticanos. De ese modo todo quedará resuelto.

—Para los fines que nos interesan —dijo Agostini con puntillosa cordialidad—, le suspenderemos formalmente en el ejercicio de las funciones sacerdotales y procederemos a restaurar inmediatamente su condición de laico.

—Con todo respeto, Eminencia, estos procedimientos me tienen absolutamente sin cuidado.

—Pero yo, amigo mío, no me siento indiferente frente a usted. Hace mucho que preveía un desenlace de este género. Fue como ver una rosa clásica convertirse lentamente en un seto. La bella flor ha desaparecido, pero la planta conserva una vida vigorosa. Anoche le censuré; pero comprendí su cólera y admiré su coraje. Debo decir que en ese momento me pareció que había en usted un verdadero espíritu cristiano.

—Siento cierta curiosidad —dijo Matt Neylan.

—¿Acerca de qué?

—Ambos sabemos que el Santo Padre pidió un informe especial sobre el asunto de De Rosa.

—¿Y bien?

—Mi pregunta es: ¿cómo reaccionará ante la noticia de sus muertes, el asesinato y el suicidio?

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