—Sí, gracias. También me lleva a formular otra. ¿Cómo interpreta a nuestro distinguido paciente?
—Más bien simpatizo con él. No fue así al principio. Vi en su persona todos los rasgos objetables que sesenta años de educación clerical, de celibato profesional y de egoísmo de solterón pueden determinar en un hombre, por no hablar del ansia de poder que parece afligir a algunos ancianos. Es feo y tiene mal carácter, y puede ser bastante grosero. Pero a medida que hablamos recogí algunos destellos de otra persona, del hombre que podría haber sido. Sé que usted se reirá de esto, pero recordé la antigua fábula de la Bella y la Bestia… ¿la conoce? Si la princesa pudiera reunir el coraje necesario para besar a la bestia, ésta se convertiría en un príncipe apuesto.
James Morrison echó hacia atrás la cabeza y rió de buena gana.
—¡Me encanta! Nunca lo ha intentado, ¿verdad?
—Por supuesto, no. Pero esta noche, cuando me preparaba para volver a casa, he ido a visitarle. Eran las nueve y pocos minutos. Acababan de administrarle los sedantes con el fin de ayudarle a pasar la noche. Estaba somnoliento y relajado, pero me ha reconocido. Tenía un mechón de cabellos colgándole sobre la frente. Sin pensarlo, se lo he recogido. Me ha cogido la mano y la ha sostenido apenas unos instantes. Después ha dicho, con tanta sencillez que casi me he echado a llorar:
«Mi madre solía hacer eso. Fingía creer que era mi ángel de la guarda, acariciándome con sus alas femeninas.»
—¿Eso ha dicho? «
Sus
alas femeninas.»
—Sí. De pronto he visto frente a mí a un niño pequeño y solitario cuyo fantasmal compañero de juegos era un ángel femenino. Es triste, ¿verdad?
—Pero durante ese breve momento, alegre. Usted es toda una mujer, Tove Lundberg, ¡toda una mujer! Y ahora, iré a acostarme antes de hacer el papel de tonto.
En el Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano las luces permanecieron encendidas hasta tarde. El Cardenal secretario de Estado había convocado a una conferencia a los altos funcionarios de su Secretaría y a los miembros del Consejo de Asuntos Públicos de la Iglesia. Unidos, estos dos organismos atendían todas las relaciones exteriores del Estado Vaticano, y al mismo tiempo armonizaban los intereses complejos y a veces contradictorios que existían en el seno de la Iglesia. Para el funcionamiento cotidiano de los asuntos curiales había un gabinete reducido; esa noche, porque estaba en juego la seguridad del Pontífice, formaban un consejo de guerra de mentes lúcidas, frías e implacables.
El secretario de Estado Agostini resumió la situación.
—…Acepto como auténtica la información israelí. Acepto, con bastante alivio, que los agentes secretos del Mossad cooperen con el personal estable en la unidad de terapia intensiva, y después en la habitación ocupada por Su Santidad. Se trata de una intervención irregular y oficiosa, de modo que no podemos considerarnos oficialmente enterados. Nos apoyamos en las fuerzas de la República de Italia, sobre todo en el
Nucleo Centrale Anti—Terrorismo
, cuyos hombres están reforzando en este momento el perímetro de la clínica, y que apostarán guardias de paisano en lugares estratégicos del edificio mismo. Eso es más o menos todo lo que podemos hacer por la seguridad física del Pontífice durante su enfermedad. Sin embargo, una rápida consulta realizada esta tarde por nuestros contactos diplomáticos indican que las cosas quizá no sean tan sencillas como parecen. Nuestro colega Anwar El Hachem tiene algo que decir acerca del aspecto árabe—israelí del asunto.
El Hachem, maronita del Líbano, presentó su informe.
—…La Espada del Islam es un pequeño grupo escindido de los iraníes del Líbano, y actúa en la misma Roma. No están relacionados con la corriente principal de la opinión palestina, pero por lo que se sabe disponen de fondos considerables. Incluso en el momento en que estamos hablando, los agentes de seguridad italianos están deteniendo a algunos para interrogarlos. Los representantes diplomáticos de Arabia Saudita y las repúblicas norteafricanas, así como los Emiratos, afirman no saber nada de la amenaza y ofrecen toda su cooperación contra lo que consideran una iniciativa anárquica que tiende a perjudicarlos. Uno o dos preguntaron si los israelíes no habían amañado todo el plan como un gesto provocador. Pero he encontrado escaso fundamento para esta posibilidad.
—Gracias, Anwar. —El secretario continuó—. ¿Hay dudas del ofrecimiento realizado por La Espada del Islam, el contrato por 100.000 dólares?
—Ninguna. Pero el hombre que presentó la oferta ahora se ha ocultado.
—Los norteamericanos no saben nada. —Agostini repasó rápidamente la lista—. Los rusos afirman que no tienen datos, pero de buena gana intercambiarían noticias si reciben información. Los franceses nos han recomendado que hablemos con París. ¿Y los británicos?
Los británicos eran de dominio del Muy Reverendo Hunterson, Arzobispo titular de Sirte, y desde hacía muchos años encumbrado servidor del Vaticano. Su informe fue breve pero concreto.
—Los británicos dijeron «¡caramba, qué lamentable!», prometieron considerar el asunto y llamaron alrededor de las nueve con la misma información que Anwar… que La Espada del Islam es la pantalla de un grupo libanes respaldado por Irán. En efecto, disponen de dinero en las cantidades indicadas. Y en efecto, financian el secuestro de rehenes y el asesinato. En este caso, Su Santidad constituye un blanco destacado y oportuno.
—Lo que no sería el caso —afirmó secamente el subsecretario— si hubiésemos acudido a Salvator Mundi o Gemelli. Nos cabe la responsabilidad de haberle expuesto a un ambiente hostil.
—El ambiente no es hostil —replicó obstinadamente Agostini—. Hostiles son los terroristas. Dudo que pudiésemos ofrecerle una seguridad igualmente eficaz en otros lugares. Pero eso nos lleva a otro tema importante. Su Santidad habló de pasar su convalecencia fuera del territorio del Vaticano, quizá en una villa privada. No creo que podamos permitir tal cosa.
—¿Podemos impedirlo? —Había hablado un miembro alemán del Consejo—. Nuestro jefe no mira con buenos ojos la oposición.
—Estoy seguro —dijo el secretario de Estado— de que la República tiene buenos motivos para evitar que le maten en su propio suelo. Su Santidad, que es italiano nativo, tiene buenos motivos para abstenerse de molestar a la República. Deje a mi cargo ese asunto.
—¿Cuándo volverá a casa?
—Si todo sale bien, dentro de unos diez a catorce días.
—Digamos diez. Podríamos enviar a Castel Gandolfo un equipo de hermanas enfermeras. Yo hablaría con la madre superiora de la Pequeña Compañía de María. Incluso podría traer en avión desde el extranjero parte de su mejor personal.
—Según recuerdo —observó el Arzobispo Hunterson—, la mayoría de las órdenes que trabajan en hospitales se ven en dificultades para atender sus propios servicios. Ahora, la mayoría depende del personal lego. Francamente, no entiendo por qué tanta prisa. Mientras pueda mantenerse la seguridad, yo lo dejaría en la Villa Diana.
—La Curia propone —dijo Agostini, con seco humor—, pero el Pontífice dispone… ¡incluso desde su lecho de enfermo! Veamos qué ideas puedo meterle en la cabeza mientras aún esté dispuesto a escuchar.
Precisamente a esas alturas de la discusión se presentó monseñor Malachy O’Rahilly, respondiendo a la convocatoria de la oficina central de comunicaciones. Tenía las mejillas enrojecidas, le faltaba el aliento y estaba un poco —sólo un pocoaturdido por el vino blanco y el tinto y los abundantes brandys que había bebido para suavizar la impresión provocada por la defección de Matt Neylan.
También llamaron a Neylan, porque era secretario de primera clase de las Nunziature, y su misión era redactar las noticias y difundirlas a través de su oficina. Se inclinaron ante los prelados reunidos, ocuparon en silencio sus asientos y escucharon respetuosamente mientras Agostini primero los comprometía a guardar el secreto y después les esbozaba el tema de las amenazas y los correctivos.
Monseñor Matt Neylan no formuló comentarios. Sus funciones estaban preestablecidas. Se sobrentendía que su actuación sería puntual. En cambio O’Rahilly, que había bebido, tendió a mostrarse hablador. En su carácter de ayudante personal del Pontífice y de portador de un encargo papal sobre el desempeño de su cargo, las palabras que dirigió a Agostini tendieron a ser más enfáticas que discretas.
—…Ya he preparado una lista de los que tendrán acceso a Su Santidad en la clínica. En vista de las circunstancias, ¿no debería suministrárseles una tarjeta especial de admisión? Después de todo, no puede pretenderse que los miembros de seguridad identifiquen las caras; y una sotana y un cuello eclesiástico fácilmente ocultan a un terrorista. Podría ordenar que se impriman las tarjetas y se distribuyan en el plazo de medio día.
—Una buena idea, monseñor. —Agostini asintió aprobador—. Si usted encarga el trabajo a los impresores a primera hora de la mañana, mi oficina se encargará de la distribución… por supuesto, bajo la firma de los interesados.
—Así se hará, Eminencia. —Desmedidamente animado por el elogio desusado y muy apreciado en los círculos eclesiásticos, O’Rahilly decidió arriesgarse un poco más—. He hablado con Su Santidad hace algunas horas, y me ha pedido que realice una investigación especial del caso de cierto Lorenzo de Rosa, ex sacerdote de esta diócesis cuya esposa, es decir, esposa bajo el código civil, falleció ayer en la clínica Salviati. Al parecer, De Rosa había realizado repetidos pero inútiles intentos para obtener que se le devolviese canónicamente al estado laico y se convalidase su matrimonio, pero…
—¡Monseñor! —La voz del secretario de Estado era fría—. Yo diría que este asunto nada tiene que ver con el que ahora nos preocupa, y que no es oportuno en el contexto…
—¡Pero, Eminencia, tiene relación con todo esto!
O’Rahilly, con el freno entre los dientes, habría avergonzado a un pura sangre del Derby. En medio del silencio helado, explicó a la asamblea su encuentro personal con De Rosa y su posterior discusión con monseñor Matt Neylan acerca de la conveniencia de tomar en serio la amenaza.
—…Matt Neylan opinó, y yo comparto su idea, que ese pobre hombre sencillamente estaba abrumado por el dolor, y que exponerle al interrogatorio y maltrato de las fuerzas de seguridad sería una crueldad grave e innecesaria. Pero después de lo que acabo de escuchar, debo preguntarme, y preguntar a Sus Eminencias, si por lo menos no deben adoptarse ciertas precauciones.
—¡Ciertamente, es necesario hacerlo! —El subsecretario no dudaba de ello. Su nombre era Mijaelovic, y era un yugoslavo que ya estaba condicionado para preferir los procedimientos de seguridad—. La seguridad del Santo Padre es nuestro interés supremo.
—En el mejor de los casos, ésa es una afirmación dudosa —Matt Neylan se convirtió de pronto en una presencia hostil en la pequeña asamblea—. Con todo respeto, afirmo que molestar y perseguir a este hombre dolorido con investigaciones policiales sería una crueldad desmedida. El propio Santo Padre está preocupado porque es posible que incluso antes de que le acaeciera esta desgracia quizá De Rosa no fue tratado con la justicia y la caridad cristiana que son su derecho. Además, lo que monseñor O’Rahilly ha omitido mencionar es que ya he promovido una investigación privada acerca de las circunstancias que rodean a De Rosa.
—Y al proceder así ha sobrepasado los límites de su autoridad. —El Cardenal Mijaelovic no había recibido con agrado la rectificación—. La mínima precaución que podemos adoptar es denunciar a este hombre a las fuerzas de seguridad. Ellos son los expertos. Nosotros, no.
—Eminencia, eso es precisamente lo que quiero destacar. —Neylan adoptó una actitud puntillosamente formal—. Los grupos antiterroristas no se sujetan a las reglas normales del procedimiento policial. Durante sus interrogatorios hay accidentes. La gente aparece con los huesos rotos. Otros caen por las ventanas. Además, deseo recordarles que esta situación compromete a dos niños pequeños.
—¡Retoños ilegítimos de un sacerdote renegado!
—¡Oh, en el nombre de Cristo! ¿Qué clase de sacerdote es usted?
La blasfemia conmovió a todos. La reprensión de Agostini fue helada.
—Monseñor, debe usted dominarse. Ha explicado su posición. Le prestaremos cuidadosa atención. Le veré en mi oficina, a las diez de la mañana. Puede retirarse.
—¡Pero Su Eminencia no puede retirarse, y tampoco ninguno de ustedes, a la hora de cumplir un deber de compasión común! ¡Deseo buenas noches a Sus Excelencias!
Se inclinó ante los dignatarios allí reunidos y regresó a paso rápido a su pequeño apartamento en el Palacio de la Moneda. Ardía de cólera: por Malachy O’Rahilly, que no podía mantener cerrada su enorme boca irlandesa y necesitaba pavonearse frente a un puñado de ancianas eminencias y excelencias, porque simbolizaban todo lo que, año tras año, le había distanciado de la Iglesia, y se habían burlado de la caridad que era fundamental para su existencia.
Todos ellos eran mandarines, envejecidos
Kuan
imperiales, que vestían prendas llamativas e imponentes tocados, que poseían su propio lenguaje esotérico y desdeñaban discutir con el pueblo común. No eran pastores, fervorosos en la atención de las almas. No eran apóstoles, celosos en la difusión de la palabra de Dios. Eran funcionarios, administradores, miembros de comités, tan privilegiados y protegidos como cualquiera de sus colegas de Whitehall, Moscú o el Quai d’Orsay.
Para ellos, un hombre como Lorenzo de Rosa era lo contrario de una persona, un ser excomulgado y remitido con un encogimiento de hombros a la Divina Piedad, pero excluido definitivamente de todo lo que fuera una intervención compasiva de la comunidad humana, salvo que la mereciera gracias a la humillación penitente y a la vigilia invernal en Canossa. Sabía exactamente lo que le sucedería a De Rosa. Le delatarían a los Servicios de Seguridad. Un cuarteto de matones le detendrían en su apartamento, le llevarían al centro de la ciudad, entregarían los niños a la custodia de una matrona policial, y después le lanzarían contra las paredes durante dos o tres horas. Por último, le obligarían a firmar una declaración y él estaría tan aturdido que ni siquiera podría leerla. Todo sería absolutamente impersonal. Sin intención de infligirle verdadero daño. Era el procedimiento estándar, conocer rápidamente los hechos antes de que explotase una bomba, y desalentar la acción contraria de un sospechoso inocente (por otra parte, bajo el antiguo sistema inquisitorial, nadie era inocente hasta que lo demostraba frente al tribunal).