—Más de lo que está dispuesto a confesar, incluso conmigo. Detesta el despilfarro de vidas humanas. Además, en este momento la clínica parece un campamento armado, y eso es un recordatorio de otro ejemplo peor de despilfarro.
—¡Vengan! —dijo bruscamente Antón Drexel—. Aunque sea un momento, sintámonos agradecidos. Los llevaré a recorrer la villa y los viñedos y después, doctor Morrison, saboreará un poco del mejor vino que se ha cultivado en estos lugares durante mucho tiempo. Lo llamo Fontamore, y sabe mejor que el Frasead. Estoy muy orgulloso del resultado…
La conferencia de Sergio Salviati con los hombres de seguridad duró casi una hora. En general, abordó los detalles del control del personal: la relación de todas las personas incluidas en cada turno, el control de las tarjetas de identidad comparadas con los documentos personales, por ejemplo pasaportes y permisos de conducir, el acceso a los depósitos de drogas y los instrumentos quirúrgicos, las vías y las horas que podían utilizar ciertas personas esenciales para entrar en las áreas más delicadas, la vigilancia móvil de los lugares estratégicos, en el edificio y fuera de él. Se coincidió en que por el momento se había pasado revista a todo el personal del establecimiento, y en que cada uno desarrollaba su actividad normal. Podía resolverse sin mucha dificultad el problema de los visitantes. Los guardias armados recibirían a los proveedores, y los artículos que ellos entregaban serían examinados y revisados antes del traslado a los depósitos. Hasta ahí, todo bien. Los miembros de seguridad dijeron al profesor que podía dormir tan tranquilo y seguro como si estuviese en la cripta de San Pedro.
El visitante siguiente fue menos agradable: un hombre delgado y cetrino, de ojos fríos, ataviado con la chaqueta blanca del enfermero. Era uno de los hombres del Mossad que residía permanentemente en la clínica, una figura esquiva a quien todos identificaban, que estaba disponible en una situación urgente, pero cuyo nombre nunca aparecía en una nómina regular. Sus primeras palabras tuvieron cierto carácter críptico:
—Becas y permisos.
—¿Qué pasa con ellos?
—Ustedes reservan cierto número para los que no son italianos. ¿Cómo se asignan?
—Sobre la base del mérito y la recomendación. Aceptamos únicamente candidatos con diplomas de sus países de origen y referencias de sus consulados o embajadas en Roma. Les ofrecemos dos años de instrucción especializada en el área de la cirugía cardíaca y la práctica postoperatoria. Se anuncian las becas en los consulados y en publicaciones profesionales de Túnez, Arabia Saudita, Omán, Israel, Kenya y Malta. Suministramos manutención, alojamiento, uniformes, entrenamiento y cuidados médicos. Los candidatos o el país que los patrocina deben solventar el resto. El sistema funciona bien. Conseguimos un personal deseoso de aprender, y los países patrocinadores reciben un personal entrenado que puede continuar su educación. Fin de la historia…
—¿Se practican controles de seguridad sobre los solicitantes?
—Usted sabe que sí. Tienen que solicitar visados y permisos de residencia como estudiantes. Los italianos dirigen su propio sistema de inspección. La gente del Mossad realiza un control oficioso para mí. De modo que no puede haber sorpresas.
—No deberían existir; pero esta vez tenemos una bastante fea. ¿La reconoce?
Arrojó sobre el escritorio una pequeña fotografía de pasaporte; correspondía a una joven. Salviati la identificó instantáneamente.
—Miriam Latif. Lleva un año aquí. Viene del Líbano. Trabaja en hematología. Y es sumamente eficaz. ¿Qué demonios puede tener contra ella?
—Tiene un amigo.
—La mayoría de las jóvenes lo tienen… y Miriam es muy bonita.
—El amigo es un tal Omar Asnan, oficialmente comerciante de Teherán. Trafica en tabaco, cuero, aceites y opio de uso farmacéutico. También dispone de grandes cantidades de efectivo y cuenta con una serie de amigas, algunas más bonitas que Miriam Latif. También es el hombre que financia al grupo La Espada del Islam.
—¿Entonces?
—Entonces, lo menos que podemos decir es que tiene una amiga, una aliada, una posible asesina instalada en la clínica… Y si usted lo piensa, la unidad de hematología es un lugar muy útil para tenerla.
Sergio Salviati movió la cabeza.
—No lo acepto. La joven está aquí hace doce meses. La operación del Pontífice fue decidida hace unos pocos días. La amenaza de asesinato surgió como reacción ante la oportunidad.
—¿Y para qué? —preguntó pacientemente el hombre del Mossad—, ¿para qué cree que uno infiltra gente, evita que la identifiquen, la deja allí acechando si no es para aprovechar las oportunidades inesperadas? ¿Por qué demonios cree que estoy aquí? Piense en todas las personas famosas o políticamente importantes que pasan por la clínica. Éste es un escenario que sencillamente espera el comienzo del drama… Y Miriam Latif podría ser la primera actriz de una tragedia. —Y bien, ¿qué piensa hacer con ella?
—Vigilarla. Le aplicaremos uno de nuestros anillos mágicos, de manera que ni siquiera pueda ir al cuarto de baño sin que lo sepamos. No tenemos mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que den de alta al paciente?
—Si no hay complicaciones, diez días; a lo sumo catorce.
—Como ve, tenemos que actuar de prisa. Pero ahora que estamos sobre aviso, podemos proceder con más rapidez.
—¿Los italianos están al tanto de esto?
—No. Y no pensamos decirles nada. Nos ocuparemos de todo lo que sea necesario. Usted tiene que recordar una sola cosa. Si la joven no se presenta a trabajar, quiero que usted arme un gran escándalo… interrogue al personal, informe a la policía, llame a la embajada… ¡Haga todo eso!
—¿Y no pregunto por qué desea que proceda así?
—Exactamente —dijo el hombre del Mossad—. Usted es un mono muy sabio, que no oye, no ve y no habla.
—Pero ustedes podrían equivocarse respecto a Miriam Latif.
—Ojalá que sea así, profesor. ¡Ninguno de nosotros desea derramar sangre! ¡Ninguno quiere represalias por un agente perdido!
Sergio Salviati de pronto sintió que se hundía en las aguas oscuras del miedo y el desprecio de sí mismo. Ahí estaba él, un sanador encerrado como un atún en una trampa laberíntica, esperando impotente que se cometiese el crimen. El mensaje que le habían comunicado era claro como la luz del día. En el juego del terror, se cometían masacres en serie; vosotros matáis al mío, yo mato al vuestro. Y ahora el juego adquiría un nuevo sesgo: cometer el asesinato, pero atribuir la culpa a otra persona; un automovilista que había atropellado y después huía, un amante vengativo, un adicto en busca de una dosis. Y mientras la sangre no salpicara su propia puerta, Sergio Salviati guardaría silencio, no fuese que sucedieran cosas incluso peores.
Y entonces, como era casi mediodía, se dirigió a la unidad de cuidados intensivos para echar una ojeada a la causa de todos sus problemas, a León XIV, Pontifex Maximus. Todos los signos indicaban que se desenvolvía bien; la respiración era regular, las fibrilaciones atriales se ajustaban a los límites normales, los ríñones funcionaban y la temperatura corporal se elevaba lentamente. Salviati sonrió agriamente y dirigió un silencioso apostrofe a su paciente:
«¡Es usted un anciano terrible! Yo le ofrezco la vida, ¿y qué me da? Nada más que dolor y muerte… Morrison estaba en lo cierto. Es usted un pájaro de mal agüero… sin embargo, ¡Dios me ayude!, todavía me atengo al compromiso de mantenerle vivo.»
La confusión inicial producida por las drogas había remitido: las horas prolongadas e inestables en que oscilaba entre el sueño y la vigilia, la procesión apenas entrevista de visitantes del Vaticano que murmuraban solícitas formalidades, las noches irregulares en que el tórax le dolía abominablemente y tenía que llamar a la enfermera y pedirle que le moviese en la cama y le administrase una píldora para recobrar el sueño. Pero ni la confusión ni el sufrimiento podían ocultar la maravilla del episodio principal; le habían desarmado como un reloj y armado de nuevo; había sobrevivido. Era exactamente como había prometido Salviati. El era como Lázaro saliendo de la tumba para detenerse, parpadeante e inseguro, a la luz del sol.
Ahora, cada día era un nuevo don, cada paso inseguro una aventura distinta, cada palabra hablada una renovada experiencia del contacto humano. En ocasiones la sensación de novedad era tan aguda que creía ser de nuevo un niño, despertando para ver la primera oleada de la primavera, cuando todos los árboles en flor de Mirándola parecían encenderse al mismo tiempo. Quería compartir la experiencia con todos: el personal, Malachy O’Rahilly, los cardenales que acudían como cortesanos para besarle la mano y felicitarle.
Lo extraño del caso fue que cuando intentó explicar a Salviati tanto la maravilla del asunto como su gratitud, sus palabras de pronto parecieron secas e inapropiadas. Salviati estuvo cortés y alentador; pero cuando se marchó, el Pontífice León sintió que un hecho muy importante había pasado de largo, y que jamás sería posible volver a celebrarlo.
Este sentimiento de pérdida le hundió, sin previo aviso, en una sombría depresión y un prolongado acceso de llanto que le avergonzó y le hundió en una depresión todavía más honda. Entonces apareció Tove Lundberg y se sentó junto al lecho para sostenerle la mano e inducirlo a salir del valle oscuro y a remontar de nuevo las laderas soleadas. El Pontífice no evitó el contacto de la mano, se entregó agradecido a él, sabiendo, aunque fuese de modo impreciso, que necesitaba todos los apoyos posibles para defender su equilibrio. Ella utilizó su propio pañuelo para enjugarle las lágrimas, y le reprendió bondadosamente:
—…No debe avergonzarse. Así sucede con todos: intensa alegría, después desesperación, una amplia oscilación del péndulo. Usted ha soportado una terrible invasión. Salviati dice que el cuerpo llora por lo que le hicieron. También dice otra cosa. Todos creemos que somos inmortales e invulnerables. Y entonces sucede algo, y la ilusión de inmortalidad se quiebra definitivamente. Entonces, lloramos por las ilusiones perdidas. Incluso así, las lágrimas son parte del proceso terapéutico. De manera que déjelas brotar… Mi padre solía recordarnos que Jesús lloró por el amor y por la pérdida, como todos nosotros…
—Lo sé. Pero entonces, ¿por qué me siento tan mal preparado, tan ineficaz?
—Porque… —Tove Lundberg estructuró con mucho cuidado su respuesta—. Porque hasta ahora usted siempre ha podido dictar las condiciones de su vida. En el mundo entero no hay una persona más encumbrada o más segura, porque usted ha sido elegido de por vida, y nadie puede refutarle. Todos sus títulos confirman, de un modo incuestionable, que usted es el hombre que ejerce el control de la situación. Todo su carácter le exhorta a retener ese control.
—Me imagino que es así.
—Usted sabe que es así. Pero ahora ya no es el dueño de usted mismo o de los acontecimientos. Cuando mi padre recorría su última enfermedad, solía citarnos un pasaje del Evangelio de Juan. Creo que es parte de la Misión que Cristo encomendó a Pedro… ¿Cómo es? «Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas a donde querías…»
El Pontífice León recitó el resto del texto como si hubiera sido la respuesta de un coro.
«Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras…»
8
Para un hombre como yo, es difícil aprender esa lección.
—¿Cómo puede enseñarla, si no la ha aprendido?
La sombra de una sonrisa curvó las comisuras de los labios exangües. Dijo en voz baja:
—¡Vaya, esto es algo nuevo! Una hereje, y además mujer, enseña Doctrina al Papa.
—¡Probablemente sería usted mucho más sabio si escuchase tanto a los herejes como a las mujeres! —La risa de Tove Lundberg suavizó la punzada del reproche—. Ahora tengo que marcharme. Debo ver a tres pacientes más antes del almuerzo. Mañana pasearemos por el jardín. Llevaremos una silla de ruedas, y así podrá descansar cuando se fatigue.
—Eso me agradará. Gracias.
Como gesto de despedida, ella salpicó con colonia una servilleta y la pasó por la frente y las mejillas del paciente. El gesto provocó en él un sentimiento poco usual. La única mujer que le había cuidado así era su madre. Tove Lundberg pasó las yemas de los dedos sobre la mejilla del Papa.
—Su cara parece un trigal. Le enviaré a una persona para que le afeite. No podemos permitir que el Papa parezca descuidado a los ojos de todos sus nobles visitantes.
—Por favor, antes de que se vaya.
—¿Sí?
—El día que ingresé aquí falleció una mujer en esta clínica. No recuerdo su nombre, pero el marido había sido sacerdote. Pedí a mi secretario que averiguase algo acerca de él y su familia. Hasta ahora no me ha traído información. ¿Usted puede ayudarme?
—Lo intentaré. —Pareció que él no advertía la levísima vacilación—. Hay ciertas normas de confidencialidad; pero veré lo que puedo hacer. De modo que hasta mañana.
—Hasta mañana. Y gracias,
signora
.
—¿Su Santidad puede hacerme un favor?
—Todo lo que esté a mi alcance.
—Entonces, llámeme Tove. No estoy casada. Aunque tengo una hija, de modo que no puede considerárseme tampoco una
signorina
.
—¿Por qué —preguntó él amablemente— ha considerado necesario decirme esto?
—Porque si yo no lo hago, otros le hablarán. Si he de ayudarle, usted debe confiar en mí y no escandalizarse por lo que soy o lo que hago.
—Le estoy agradecido. Y ya sé quién y qué es usted, gracias al Cardenal Drexel.
—¡Por supuesto! Tendría que haberlo recordado. Britte le llama nonno Antón incluso ahora. Es muy importante para nosotras dos.
—Como usted es importante para mí en este momento.
Tomó las manos de Tove entre las suyas y las sostuvo un momento prolongado, y después alzó una mano y con el pulgar dibujó sobre la frente de Tove el signo de la cruz.
—La bendición de Pedro para Tove Lundberg. Es exactamente la misma que le dio su padre.
—Gracias. —Ella vaciló un momento y después formuló la pregunta cautelosa—. Un día debe usted explicarme por qué la Iglesia Romana no permite el matrimonio de sus sacerdotes. Mi padre era buen hombre y buen pastor. Mi madre le ayudaba en la Iglesia y con la gente… ¿Por qué se prohíbe a un sacerdote católico contraer matrimonio, amar como aman otros hombres?
—Es una pregunta importante —dijo el Pontífice León—. Tan importante que no podría contestarla ahora. Pero ciertamente, podemos hablar de eso en otra ocasión… Por el momento, le diré que lo que usted hace por mí me provoca alegría y agradecimiento. Necesito esta ayuda de un modo que quizá usted nunca llegue a entender. Rezaré por su bienestar y el de su hija… Ahora, le ruego me envíe al barbero y ordene a una enfermera que me traiga un pijama limpio. ¡Un Papa desaliñado! ¡Es intolerable!