—¿No es posible dudar de que ella sea la asesina?
—No.
—¿Qué sucede ahora?
—Usted no pregunta, nosotros no contestamos.
—¿Sería útil (es una suposición, y detestaría dar ese paso), sería útil si trasladase al paciente a Gemelli o a Salvator Mundi?
—¿Sería bueno para el paciente? —preguntó el hombre del Mossad, que pareció dispuesto a contemplar la idea.
—Bien, no sería lo más apropiado, pero lo soportaría.
—Profesor, ¿para qué? Por lo que se refiere a Miriam Latif, la situación no cambiará. La hemos identificado como una asesina. El Vaticano no la quiere. Como ella aún no ha cometido ningún delito, los italianos se limitarán a deportarla al Líbano. Ciertamente, nosotros no deseamos que actúe libremente en nuestro teatro de operaciones. La conclusión es bastante obvia, ¿no le parece?
—¿Por qué? —preguntó amargamente Sergio Salviati— ¿por qué demonios tenía que decírmelo?
—Por la naturaleza de las cosas —dijo con calma el hombre del Mossad—. Usted pertenece a la familia. Éste es su país natal, estamos protegiéndole y protegiendo a todos los que residen aquí. Además, ¿qué le irrita? Usted es médico. Incluso sus casos de más éxito terminan en la funeraria.
Y se marchó, un espectro siniestro y exangüe que caminaba por los corredores de un submundo de cuya existencia la gente común apenas tenía sospechas. Y ahora él, Sergio Salviati, era un habitante de ese mundo subterráneo, atrapado en los hilos de sus conspiraciones como una avispa en una telaraña. Ahora él, el sanador, tendría que ser cómplice silencioso de un asesinato; pero si no consentía en guardar silencio, habría más muertes, y más sangrientas. Como italiano no se hacía ilusiones acerca del reverso de la vida en la República; como judío y sionista, comprendía cuan amarga y brutal era la lucha por la supervivencia en Oriente Medio. De buena o mala gana, durante mucho tiempo había representado un papel en el juego. Su clínica era un puesto de escucha y un refugio de los miembros temporalmente inactivos del mundo del espionaje. Le agradase o no, él mismo representaba un papel político; y no podía representar simultáneamente el papel de inocente. Y ya que pensaba en ello, si la persona del Papa se veía amenazada directamente, ¿los miembros de la seguridad del Vaticano se abstendrían de disparar? Él sabía que no. No se pedía a Sergio Salviati que oprimiese un disparador, sólo que guardase silencio mientras los profesionales realizaban su trabajo normal. El hecho de que el blanco fuera una mujer carecía de importancia en el caso. La hembra era un instrumento tan letal como el macho. Además, si unas gotas de sangre salpicaban las manos de Sergio Salviati, siempre podía lavárselas cuando se cepillase para entrar en la sala de operaciones. En definitiva, por lo menos allí tenía que entrar limpio…
En medio de esa gélida meditación, llegó el correo con la invitación, dirigida al propio Salviati y a Tove Lundberg, para cenar con el señor y la señora Peters en el Palazzo Lanfranco.
El secretario de Estado tenía una mente ordenada y sutil. Detestaba sobrecargar su agenda con pequeñeces; insistía siempre en resolverlas antes de abordar las cuestiones principales. De modo que en su visita vespertina a la clínica habló primero con Salviati, que le aseguró que el Pontífice estaba realizando una recuperación normal y satisfactoria, y que probablemente podría retirarse en cinco o seis días. También habló brevemente con los funcionarios italianos y vaticanos a cargo de la seguridad, poniendo siempre cuidado en evitar preguntas que sugiriesen que Su Eminencia sabía algo más que sus oraciones. Después, se presentó al Pontífice y paseó con él hasta un lugar tranquilo del jardín, mientras un enfermero esperaba a discreta distancia con la silla de ruedas. Su Santidad expresó bruscamente el nudo de la cuestión.
—Amigo mío, estoy enfermo, pero no estoy ciego. ¡Mire a su alrededor! Este lugar parece un campamento armado. Dentro, me rodean y acompañan siempre que hago un movimiento. ¿Qué sucede?
—Santidad, ha habido amenazas… amenazas terroristas contra su vida.
—¿De quiénes?
—Un grupo árabe extremista autodenominado La Espada del Islam. La información procede de altas fuentes del servicio de inteligencia.
—De todos modos, no lo creo. Los árabes saben que nuestra política favorece al Islam en perjuicio de Israel. ¿Qué pueden ganar si me matan?
—Santidad, las circunstancias son especiales. Es usted paciente en una clínica dirigida por un destacado sionista.
—Que también trata a muchos pacientes árabes.
—Mayor razón todavía para enseñar a todos una lección. Pero por retorcida que sea la lógica, la amenaza es real. Hay un dinero en juego… una gran suma.
—Saldré de aquí dentro de pocos días… probablemente en menos de una semana.
—Lo cual, Santidad, me lleva al punto siguiente. La mayoría de los miembros de la Curia nos oponemos enérgicamente a su propuesta de residir en casa de Antón Drexel. Eso implicaría una nueva y muy costosa operación de seguridad, posiblemente un riesgo para los niños y, lo diré francamente, la situación que usted menos desea: celos en el Sacro Colegio.
—¡Dios me dé fuerzas! ¿Qué clase de gente son ellos? ¿Una pandilla de niñas?
—No, Santidad. Son todos hombres adultos, que entienden la política del poder, y no todos Son amigos de Antón Drexel.
Por favor, Santidad, le ruego considere atentamente esta cuestión. Cuando salga de aquí, vaya directamente a Castel Gandolfo. Como bien sabe, dispondrá de los mejores cuidados. Desde allí, puede visitar a Drexel y su pequeña tribu cuando le plazca…
El Pontífice guardó silencio un momento prolongado, observando a Agostini con ojos hostiles y mirada fija. Finalmente, le desafió:
—Hay más, ¿verdad? Quiero saberlo ahora.
No suponía que su interlocutor esquivaría la pregunta. Y Agostini no la esquivó. Fue derecho al centro de la cuestión.
—Santidad, todos sabemos de su preocupación por las divisiones y los disensos en la comunidad de los fieles. Los que están cerca de usted han percibido desde hace algún tiempo que está pasando un período de… bien, de duda y de nueva evaluación de las medidas que aplicó tan enérgicamente durante su pontificado. Ese estado de incertidumbre se ha acentuado a causa de su enfermedad. Algunos, y me apresuro a decir que no soy uno de ellos, creen que la misma enfermedad, el sentimiento de apremio que ella origina, pueden inducir a Su Santidad a adoptar medidas precipitadas que, en lugar de beneficiar a la Iglesia, la perjudiquen todavía más. Ésta es mi opinión: si va a haber cambios para mejorar, necesitará usted toda la ayuda posible de la Curia y la alta jerarquía de las Iglesias nacionales. Usted es un hombre que sabe bien cómo funciona el sistema, y cómo puede usarse para frustrar a los pontífices más decididos o más sutiles… Confía en Drexel. También yo. Pero es un hombre que está al final de su vida; es alemán; se muestra muy impaciente frente a nuestros extravíos romanos. En mi opinión, es un impedimento para los planes que usted pueda trazarse; y si usted mismo se lo dijera, creo que él coincidiría en esta opinión.
—Matteo, ¿usted se lo ha dicho)?
—No.
—¿Y qué lugar ocupa usted en este tema político?
—El mismo que he ocupado siempre. Soy diplomático. Lidio con las posibles situaciones. Siempre temo las decisiones apresuradas.
—Drexel vendrá a visitarme esta tarde. Le debo la cortesía de una discusión antes de decidir algo.
—Por supuesto… Necesito contar con la autoridad personal de Su Santidad en otra cuestión, porque de lo contrario el asunto navegará entre las congregaciones durante meses. Esta semana hemos perdido a uno de nuestros mejores hombres de la Secretaría. Me refiero a monseñor Matt Neylan.
—¿Le hemos perdido? ¿Qué significa exactamente eso?
—Nos ha abandonado.
—¿Una mujer?
—No. En cierto sentido, ojalá se tratase de eso. Vino a decirme que ya no creía.
—Una noticia lamentable. Muy lamentable.
—Desde nuestro punto de vista, se ha comportado con singular corrección. Y es más fácil devolverle sin escándalo al estado laico.
—Hágalo y de prisa.
—Gracias, Santidad.
—Matteo, deseo revelarle un secreto. —El Pontífice pareció retirarse a un mundo íntimo—. A menudo me he preguntado cómo sería despertar una mañana y descubrir que uno ya no tiene la fe que ha profesado la vida entera. Uno lo sabría todo, cómo podría conocer un tema jurídico o una ecuación química o un fragmento de historia; pero ya no tendría importancia… ¿Cuál es la frase de Macbeth? «Es un cuento, narrado por un idiota, cargado de sonido y furia, que nada significa.» Como usted sabe, en los viejos tiempos nos habríamos apartado de un hombre así, le habríamos tratado como a un leproso, como si la pérdida fuese su propia culpa. ¿Cómo es posible conocer la causa? La fe es un don. El don puede perderse, del mismo modo que a veces uno pierde los dones de la vista o el oído. Podría sucederle fácilmente a usted o a mí… Confío en que se haya mostrado bondadoso con él. Sé que usted nunca dejará de ser cortés.
—Santidad, me temo que no se sintió muy complacido conmigo.
—¿Por qué no?
La pregunta le llevó de golpe a la historia de la última intervención del Vaticano en el destino de Lorenzo de Rosa y su familia. Pero pareció que esta vez el Pontífice ya no podía sentir nada. Lo que formuló fue un lamento por las esperanzas perdidas.
—Matteo, estamos perdiendo mucha gente. No se sienten felices en la familia de los fieles. No hay alegría en nuestra casa, porque hay poco amor. Y nosotros, los ancianos, tenemos la culpa.
Una vez por semana, a diferentes horas, Sergio Salviati realizaba lo que él mismo denominaba «el recorrido de los guantes blancos» de un extremo a otro de la clínica. Había tomado la frase de un viejo pariente que solía dedicarse a los viajes por mar bajo la bandera británica, y se refería al episodio en que el capitán, acompañado por el comodoro y el jefe de máquinas, se ponía guantes blancos e inspeccionaba el barco de popa a proa. Los guantes blancos revelaban el más mínimo atisbo de polvo o suciedad, y protegían las delicadas manos de la autoridad.
Sergio Salviati no usaba guantes blancos, pero su jefe de personal tenía en las manos una tablilla de gráficos y un plano fotocopiado de la institución, y allí se anotaban todos los defectos para corregirlos inmediatamente. Era un procedimiento muy poco latino; pero Salviati arriesgaba demasiado en las esferas del patronazgo y la reputación profesional para confiar en las normas heterogéneas de un personal políglota. Examinaba todo: los cuartos de herramientas, las pilas de ropa blanca, la farmacia, la sección de patología, los archivos y las historias clínicas, la eliminación de los desechos quirúrgicos, la cocina, los cuartos de baño. Incluso extraía muestras microscópicas de los conductos de aire acondicionado, porque en el caluroso verano romano podían albergar bacterias peligrosas.
Las inspecciones se realizaban siempre hacia el final de la tarde, cuando habían terminado los apremios de la sala de operaciones y se habían completado las visitas a las salas. Además, a esa hora el personal se mostraba más tranquilo y abierto. Habían llegado al fin de la jornada, y eran vulnerables a la crítica y sensibles a las palabras de elogio. Pocos minutos después de las cinco de ese mismo día ominoso llegó al Departamento de Hematología, donde se guardaban las reservas de sangre y los sueros y se realizaban los análisis de las muestras traídas de las salas.
Normalmente había tres personas de guardia en el laboratorio. Esta vez había sólo dos. Salviati quiso conocer el motivo de esta situación. Le explicaron que Miriam Latif había pedido la tarde libre para atender ciertos asuntos personales. Debía regresar a su puesto al día siguiente. Lo había convenido con la oficina del jefe de personal. Era usual que los miembros del personal de las secciones se reemplazaran unos a otros.
De regreso a su propia oficina, Salviati convocó al hombre del Mossad y le interrogó acerca de la ausencia de la joven. El hombre del Mossad movió con tristeza la cabeza.
—Profesor, para tratarse de un hombre inteligente, aprende usted con mucha lentitud. Su propio personal le ha dicho todo lo que necesita saber. Y lo que es mejor, le ha dicho la verdad. La joven fue llamada para atender un asunto personal. Y solicitó personalmente que la excusaran. ¡Deje así las cosas!
—¿Y la amenaza a nuestro paciente?
—La ausencia de la joven la ha eliminado. Su presencia la restablecería. Como siempre, esperamos y vigilamos. Por lo menos esta noche usted podrá dormir bien.
—¿Y mañana?
—¡Olvídese de mañana! —el hombre del Mossad se mostró impaciente y grosero—. Usted, profesor, debe adoptar una decisión hoy… ¡ahora mismo, aquí!
—¿Acerca de qué?
—Acerca del papel que desea representar: el médico prestigioso que desempeña su actividad prestigiosa en un mundo perverso, o el entrometido que no puede evitar meter la nariz en los asuntos ajenos. En cualquiera de ambos casos podemos utilizarle. Pero si está dentro, se compromete hasta el cuello y juega de acuerdo con nuestras normas. ¿Hablo claro?
—En cualquiera de los dos casos —dijo Salviati—, parece que están manipulándome.
—¡Por supuesto, le manipulamos! —El hombre del Mossad le mostró su sonrisa avinagrada—. Pero hay una importante diferencia: en su papel del profesor Salviati se le manipula y usted es inocente y no sabe nada. En caso contrario, hace lo que se le ordena, con los ojos abiertos y la boca cerrada. Si queremos que mienta, usted miente. Si queremos que mate, usted mata… y al demonio con el juramento hipocrático. Amigo, ¿puede soportar eso?
—No, no puedo.
—Fin de la discusión —dijo el hombre del Mossad—. Esta noche tomará su agradable cena y dormirá mucho mejor.
—Pero no duermes —le reprendió tiernamente Tove Lundberg—. Ni siquiera te apetece hacer el amor; porque no eres inocente, no eres una persona que no sabe nada, y el sentimiento de culpa te tortura constantemente.
Estaban sentados frente a sus cócteles en la terraza de la casa de Salviati, contemplando un cielo tachonado de estrellas, brumoso y desdibujado por las emanaciones de Roma: la mebla del río, los escapes de los vehículos, el polvo y las exhalaciones de una ciudad que se asfixiaba lentamente. Salviati no había deseado revelarle todo el asunto, porque el mero conocimiento del episodio implicaba cierto riesgo para ella. Pero el ocultamiento era un peligro aún mayor para él, porque enturbiaba su inteligencia, le arrebataba la objetividad de la que dependían las vidas de sus pacientes. Tove Lundberg resumió su propia argumentación.